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– Acaba allá, a la izquierda – indicó Adrián -. Démosle la vuelta por el lado de los bosques. Cuanto más bajo nos mantengamos, mejor será.

Bordearon la falda de la colina avanzando cerca de la alambrada, sobre un terreno escabroso y desigual. Caminaban con el paso tardo en los escaladores, como si hiciesen de nuevo una larga y difícil ascensión. La duda de poder alcanzar a Ferse, de lo que harían en caso de alcanzarle y el saber que la persona con quien tendrían que tratar era un loco, daba a sus rostros la expresión que ofrecen los de los soldados, de los marinos, de los hombres que escalan montañas, es decir, la de mirar de hito en hito las cosas que tienen delante.

Habían atravesado una vieja y poco profunda cantera de greda y subían los pocos metros de desnivel del lado opuesto, cuando Adrián se echó para atrás, arrastrando a su hermano.

– Ahí está – cuchicheó -, a unos setenta metros delante nuestro.

– ¿Te ha visto?

– No. Tiene un aspecto terrible. Va sin sombrero y anda gesticulando. ¿Qué hacemos?

– Asoma la cabeza por esa mata.

Adrián, de rodillas, se puso a mirar. Ferse había cesado de gesticular y ahora estaba erguido, cruzado de brazos y cabizbajo. Le daba la espalda a Adrián y no hubiérase podido juzgar su estado de ánimo, a no ser por su postura inmóvil, rígida y abstraída. Repentinamente alargó los brazos, movió la cabeza de un lado para otro y comenzó a caminar.

Adrián esperó hasta que hubo desaparecido entre los matorrales de la pendiente y luego hizo signo a Hilary de seguirle. – No debemos dejar que nos adelante demasiado – murmuró Hilary – o no sabremos si entra en el bosque.

– Continuará al descubierto. El pobre diablo necesita aire. De nuevo hizo agachar a su hermano. El terreno había empezado repentinamente a formar un declive que descendía directamente hasta una cavidad tapizada de hierba. Veían perfectamente a Ferse en medio de la pendiente. Caminaba despacio, inconsciente de ser perseguido. De vez en cuando se llevaba las manos a la cabeza como para alejar algo que le molestase.

– ¡Dios mío! – exclamó Adrián -. ¡Detesto este espectáculo!

Hilary asintió.

Permanecieron tendidos, observando. Parte de la altiplanicie era visible, rica en colores en aquella luminosa jornada de octubre. La hierba, después de la densa escarcha matutina, todavía estaba perfumada; encima de las colinas gredosas el cielo tenía ese azul pálido y espiritual que tiende casi al blanco. El día era silencioso, casi sin hálito de vida. Los hermanos esperaban callados.

Ferse había llegado ya a la llanura; le vieron dirigirse, desconsolado, hacia un bosquecillo de matorrales, a través de un prado accidentado. Un faisán levantó el vuelo delante de sus pies. Se sobresaltó igual que si se hubiera despertado de un ensueño y se quedó mirando su vuelo por el cielo.

– Probablemente conoce estos alrededores metro por metro – comentó Adrián -. Era un apasionado cazador.

En ese momento, Ferse levantó los brazos como si asiera una escopeta. Había algo extrañamente tranquilizador en aquel gesto.

– Corramos – dijo Hilary, mientras Ferse desaparecía en el bosquecillo.

Bajaron la pendiente, apresurándose sobre el terreno desigual.

– ¿Y si se parase en el bosquecillo? -preguntó Adrián, jadeando.

– ¡Arriesguémonos! Vayamos despacio hasta que logremos ver la cuesta.

Unos cien metros más allá del pequeño bosque, Ferse se encaramaba lenta y fatigosamente por la colina.

– Por ahora todo marcha bien -murmuró Hilary -. Tenemos que esperar hasta que esa subida se allane y dejemos de verle. Éste es un asunto bien raro. Y, al final de todo esto, puedes decirme ¿qué hay? – Debemos saber- contestó Adrián.

– Ahora le perdemos de vista. Concedámosle cinco minutos. Los contaré.

Esos cinco minutos parecieron interminables. Una urraca emitió una nota estridente desde la falda boscosa de la colina; un conejo salió de su, madriguera y se acurrucó delante de ellos.; ligeros hálitos de viento pasaban a través de la maleza.

– ¡Vamos! -dijo Hilary. Se levantaron y subieron a pasos rápidos la cuesta herbosa -. Si vuelve sobre sus pasos… – Cuanto más pronto nos encontremos frente a frente, mejor será =repuso Adrián -. Pero si se da cuenta de que le perseguimos echará a correr y le perderemos de vista. Cautelosamente alcanzaron la cumbre. El terreno descendía suavemente hasta llegar a un terreno arcilloso que se deslizaba en la parte superior de un bosque de hayas, a su derecha. No había ninguna huella de Ferse.

– O bien ha entrado en el bosque, o bien ha atravesado la maleza y está subiendo de nuevo. Es mejor que nos apresuremos y que nos cercioremos.

Corrieron por el sendero. Estaban a punto de entrar en el bosque, cuando el sonido de una voz a unos veinte metros de distancia les hizo quedarse inmóviles. Ferse hablaba en algún lugar del bosque, murmurando entre dientes. No distinguían las palabras, pero la voz les causó una sensación de desasosiego.

– ¡Pobre muchacho! – cuchicheó Hilary -. ¿Debemos alcanzarle e intentar confortarle?

– ¡Escucha!

Se produjo un ruido como el de una rama quebrada bajo un pie, una imprecación mascullada y luego un grito de angustia, tan inesperado que les llenó de terror. Tenía un tono que helaba la sangre. Adrián dijo

– ¡Es horroroso! ¡Ha salido del bosque!

Entraron cautelosamente en el bosque y observaron que Ferse corría hacia la colina que se levantaba al otro extremo. – No nos ha visto. ¿Verdad?

. No, pues en caso contrario se volvería para mirar. Aguardemos hasta que le perdamos nuevamente de vista.

– Ésta es una tarea sumamente antipática – dijo Hilary de pronto-, pero estoy de acuerdo contigo en que ha de hacerse hasta el fin. ¿Has oído qué sonido tan horrible? Debemos saber con exactitud lo que vamos a hacer.

– He pensado – repuso Adrián -, que si podemos convencerle de que regrese a Chelsea, mantendremos alejados a Diana y a los niños, despediremos a las doncellas y contrataremos a unos camareros especiales. Yo me quedaría con él hasta que todo estuviese arreglado. Me parece que la única posibilidad de salvación es su casa.

– No creo que regrese por su propia voluntad.

– En tal caso, sólo Dios sabe lo que sucederá. Yo no quiero contribuir a que le encierren.

– ¿Y qué haremos si intenta matarse? – Eso es cosa tuya, Hilary.

Este permaneció silencioso.

– No te fíes demasiado de mi hábito – dijo, repentinamente -. Un párroco de una parroquia como la mía es bastante duro de corazón.

Adrián le cogió una mano

– ¡Ya está fuera de nuestra vista! – Adelante, entonces.

Atravesaron el llano rápidamente y emprendieron la subida. Arriba, cambiaba el carácter del terreno; esparcidas por la elevación había zarzas de espino blanco, ifos, arbustos espinosos y unas hayas jóvenes.

Formaban un buen escondrijo y ellos podían moverse libremente.

– Dentro de poco llegaremos a la encrucijada que hay encima de Bignor – murmuró Hilary -. Desde allí puede coger el sendero que baja. Podríamos perderle de vista fácilmente.

Echaron a correr, pero detrás de un tejo se pararon de golpe.

– No baja – dijo Hilary – ¡Mira!

Ferse corría hacia la parte norte del collado, por una pendiente abierta y herbácea, al otro lado del cruce de senderos donde se erguía un poste indicador.

– Recuerdo que hay un segundo sendero que conduce hasta allá.

– Es una oportunidad, pero ahora no podemos detenemos. Ferse había dejado de correr y marchaba lentamente cuesta arriba con la cabeza gacha. Quedándose detrás del tronco de un tejo le siguieron con la mirada hasta que desapareció. -¡Vamos! -dijo Hilary.

Había casi un kilómetro y ambos estaban en la cincuentena.

– No vayamos demasiado aprisa – jadeó Hilary -. No podemos exponemos a que nos estallen los pulmones. Siguiendo un paso regular, alcanzaron la cumbre tras la cual Ferse había desaparecido y encontraron un sendero lleno de híerba.