– Despacio ahora – dijo Hilary, resoplando.
También aquí la falda de la colina estaba sembrada de matorrales y árboles jóvenes y se ocultaron tras ellos hasta que llegaron a una cantera de greda poco profunda.
– Detengámonos aquí un momento a recobrar aliento… No puede haberse alejado de la colina porque lo hubiéramos visto. ¡Escucha!
Hasta ellos llegaba desde abajo el son de un canto. Adrián asomó la cabeza y miró. Algo más lejos, cerca del sendero, Ferse yacía tumbado. Las palabras de la canción que cantaba les llegaba claramente
Must I go bound, and you go freet Must I love a lass that couldrit love met Oh l was 1 taught so poor a wit
As love a lass, would break my heart.
Calló y permaneció inmóvil. Luego, con gran horror por parte de Adrián, su rostro se deformó, levantó los puños al aire y gritó
¡ No quiero… no quiero estar loco! – Y se revolcó con el rostro contra el suelo.
Adrián retrocedió.
– Es terrible. ¿Debo ir abajo y hablar con él? -Iremos juntos. Caminemos despacio, para no asustarlo. Tomaron el sendero que rodeaba la cantera. Ferse ya no estaba allí.
– Sigamos lentamente, muchacho – dijo Hilary. Avanzaron extrañamente tranquilos, como si hubiesen abandonado la partida.
En frente, al otro lado de la depresión de la loma, Ferse caminaba a lo largo de una alambrada de hierro.
Le siguieron con la mirada hasta que desapareció para volver a aparecer más tarde en la ladera de la colina, después de haber dado la vuelta a la esquina de la alambrada.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Desde allí no puede vemos. Si queremos hablarle tenemos que acercamos a él, sea como sea. Tal vez intentará huir.
Atravesaron el declive, subieron a lo largo de la alambrada y dieron la vuelta a la esquina escondidos tras las zarzas de espino blanco. Ferse había desaparecido nuevamente en la colina escarpada.
– Han puesto esta alambrada para las ovejas – dijo Hilary-. ¡Fíjate! Están esparcidas por toda la colina. Son de raza Southdowns.
Alcanzaron otra cumbre. No había rastro de Ferse. Se mantuvieron cerca de la alambrada y, llegados a la cresta de la cuesta siguiente, se pararon para mirar. A su izquierda, el collado descendía rápidamente formando otra cuenca; frente a ellos un terreno abierto y herbáceo declinaba dulcemente hacia un bosque. A la derecha, seguía la alambrada y un prado irregular. Adrián se agarró repentinamente al brazo de su hermano. Ferse yacía de cara contra la hierba a una distancia de setenta metros y las ovejas parlan a su alrededor. Los hermanos se arrastraron al abrigo de un matorral. Desde allá, podían observarle perfectamente sin ser vistos y lo hicieron en silencio. Yacía tan inmóvil que las ovejas lo ignoraban. Con el cuerpo redondo, las patas cortas, el morro romo, el color blanco grasiento y la tranquilidad peculiar de la raza Southdowns, las ovejas pastaban la hierba tranquilamente.
– ¿Crees que está durmiendo?
Adrián movió la cabeza negativamente. – Pero parece sosegado.
Había algo en su actitud que iba derecho al corazón, algo que recordaba a un niño que oculta la cabeza en el regazo de su madre. Parecía que el contacto de la hierba debajo de su cabeza, de su rostro y de sus brazos tendidos le confortase, como si buscara a tientas el camino de regreso hacia la apacible seguridad de la madre Naturaleza. Mientras yaciera así, era imposible molestarle.
El sol les daba en la espalda y Adrián volvió la cabeza para recibirlo en el rostro. El amante de la naturaleza y el campesino que abrigaba en su interior, respondieron a ese calor, al perfume de la hierba, al canto de las alondras, al balido de las ovejas y al azul del cielo. Observó que también Hilary se había puesto de cara al sol. Todo estaba tan tranquilo que, de no haber sido por el canto de las alondras y el balido de las ovejas, hubiérase podido decir que la naturaleza era muda. Ninguna voz de hombre o de animal, ningún rumor de tráfico, subía hasta la altiplanicie.
– Son las tres. Duerme un ratito – le cuchicheó a Hilary -. Yo vigilaré.
Ferse parecía dormir. $n ese lugar su cerebro en desorden hallaba seguramente un poco de reposo. Si existe un poder curativo en el aire, en los campos y en los colores, ciertamente lo había en aquella colina deshabitada desde hacía más de mil años y liberada de la inquietud de los hombres. En efecto, hombres de tiempos antiguos vivieron allí arriba; pero desde entonces nadie habíala tocado, salvo el viento y las sombras de las nubes. Ahora no había viento, ni una nube que echase una sombra ligera sobre la hierba.
Adrián sentíase invadido de profunda lástima para con aquel pobre infeliz tendido en tierra como si no tuviese que volver a moverse nunca más. No podía pensar en sí mismo, ni tampoco compadecer a Diana. Ferse le producía una sensación absolutamente impersonal, algo así como el profundo sentido de protección que los hombres sienten mutuamente frente a los golpes, que parecen desleales, de la suerte. Dormía apegándose a la tierra como en busca de un refugio, y el apegarse a la tierra como a un refugio eterno era todo cuanto le quedaba.
Durante las dos horas en que estuvo vigilando a la figura postrada en medio de las ovejas, Adrián se sintió invadido, no de amargura o de una fútil rebelión, sino de un estupor extraño. Los antiguos dramaturgos griegos comprendieron el trágico juguete en que los dioses convertían al hombre. Ante el destino de Ferse, ¿qué habría hecho cualquiera? ¿Qué, mientras todavía quedara un destello de razón? Cuando el hilo de la vida de un hombre estaba tan retorcido que ya no podía cumplir con su trabajo, que no podía ser para sus semejantes sino una pobre criatura atormentada y espantosa, había llegado inevitablemente la hora del eterno reposo. Parecía que también Hilary pensara lo mismo; sin embargo, no estaba seguro de lo que su hermano hubiera hecho de llegar la cosa a tal punto. Su profesión atañía a los vivos: para él, un hombre muerto estaba perdido. Adrián experimentaba una especie de gratitud hacia su profesión, que se ocupaba de los muertos y clasificaba los huesos de los hombres, la única parte de ellos que no sufre y se prolonga a través de los siglos para dar prueba de la existencia de un animal maravilloso.
Mientras vigilaba, cogía una brizna de hierba tras otra, restregándolas entre las palmas para deleitarse con su olor fresco y dulce.
El sol siguió girando, hacia occidente, hasta que estuvo casi al nivel de sus ojos; las ovejas habían dejado de pacer y se movían lentamente, todas juntas, como si esperasen a que las encerraran en el redil; los conejos habían salido de sus madrigueras y roían la hierba; las alondras habían descendido del cielo. Un hálito de frescura serpenteaba por el aire, los árboles del bosque habíanse oscurecido y casi solidificado y el cielo blanquecino parecía aguardar el resplandor del ocaso. También la hierba había perdido su perfume, pero aún no había comenzado a caer la escarcha.
Adrián se sintió atravesado por un escalofrío. Diez minutos más tarde el sol se ocultaría tras las colinas y haría frío. ¿Sería mejor o peor cuando Ferse se despertara? Debían arriesgarse. Tocó a Hilary, que estaba tumbado con las rodillas dobladas, sumido todavía en el sueño. Se despertó instantáneamente.
– ¡Hola!
– ¡Chist! Aún duerme. ¿Qué haremos cuando se despierte? ¿Hemos de acercarnos a él en seguida, o bien aguardar? Hilary agarró la manga de su hermano. Ferse se había puesto en pie. Desde su matorral le vieron mirar alrededor como un loco, como hubiera podido hacerlo un animal a punto de huir por haber advertido un peligro. Era evidente que no les veía, pero que habla notado la presencia de alguien. Empezó a caminar hacia la alambrada, la pasó a gatas, luego se enderezó y se volvió de cara al sol bermejo, que parecía estar en equilibrio, como una esfera incandescente, sobre las lejanas cumbres boscosas. Con el resplandor del sol en el rostro, con la cabeza desnuda, tan inmóvil que hubiérasele podido creer muerto en pie, permaneció erguido hasta que el sol desapareció – ¡Vamos! – murmuró Hilary, levantándose.