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Lady Cherrell, ataviada para la cena, iba del ropero abierto – a la cómoda, cuyos cajones estaban también abiertos, estudiando lo que más le convenía regalar para la próxima subasta de beneficencia que debía conseguir fondos para sostener hasta fin de año la enfermería del pueblo. Sin decir palabra, Dinny le tendió el telegrama. Cuando lo hubo leído, lady Cherrell dijo tranquilamente

– Esto es lo que tú auguraste. – ¿Quieres decir el suicidio? – Creo que sí.

– ¿He de decírselo en seguida a Diana, o debo aguardar a que haya dormido, por lo menos, una noche?

– Creo que lo mejor es decírselo en seguida. Yo lo haré, si tú quieres.

No, mamá, me toca a mí. Seguramente querrá cenar en su cuarto. Supongo que tendremos que ir a Chichester.

– Todo esto, Dinny, es muy triste para ti. – Es un bien para mí.

Volvió a coger el telegrama y salió.

Diana estaba con los niños, los cuales alargaban todo lo que podían los preparativos para irse a acostar, puesto que aún no habían llegado a la edad en la que esta acción se vuelve una cosa deseable. Dinny le indicó que la siguiese a su habitación y silenciosamente le tendió el telegrama. A pesar de que durante estos días hubiera estado tan próxima a Diana, entre ellas había dieciséis años de diferencia y no hizo ningún geste para consolarla como lo habría hecho con alguien de su edad. En efecto, tenía la sensación de no saber jamás cómo tomaría Diana las cosas. Acogió la noticia con frialdad marmórea, como si nada hubiera sucedido. Su rostro hermoso, fino y consumido como el de una moneda, estaba sin expresión. Sus ojos, fijos en los de Dinny, permanecieron secos y límpidos. Se limitó a decir

– No bajaré.

Reprimiendo todo impulso, Dinny asintió y salió. A solas con su madre, después de la cena, dijo

– Quisiera tener el dominio que tiene Diana.

– Un dominio como el suyo es el resultado de todo cuanto ha sufrido.

– También hay algo de Vere de Vere en todo esto. -No es mala cosa, Dinny.

– ¿Por qué hacer una indagación?

– Temo que allí necesitará de todo su dominio. -Mamá, ¿yo también tendré que ir a declarar?

– Que yo sepa, tú has sido la última persona que habló con él, ¿verdad?

¿Tendré que decir que anoche vino a llamar a la puerta?

– Creo que deberías decir todo lo que sabes, en é1 caso de que te interroguen.

Una ola de rubor coloreó las mejillas de Dinny.

– Me parece que no lo diré. Tampoco se lo he dicho a Diana. Y no creo que pueda interesar a los extraños.

– No, yo tampoco lo creo; pero nosotras no hemos de juzgar a este propósito.

– Pues bien, yo juzgaré. No me prestaré a satisfacer la curiosidad de la gente y a causarle a Diana una pena.

¿Y si una de las doncellas le hubiera oído? – No pueden probar que lo haya oído yo. Lady Cherrell sonrió.

– Quería que estuviese aquí tu padre.

– No debes decirle lo que te he dicho, mamá. No puedo soportar que la conciencia masculina se mezcle en todo esto la femenina es ya bastante mala de por sí, pero, por lo menos, sabemos de qué se trata.

– Está bien.

– No tendré el más mínimo escrúpulo – añadió Dinny, fresco el recuerdo de los tribunales de Londres – - en ocultar una cosa si puedo hacerlo sin correr riesgos. Sea como fuere, ¿por qué quieren hacer una investigación? El pobre ya ha muerto. Todo lo demás es sólo morbosidad.

– No debería consentirte hablar así, Dinny.

– Sí deberías, mamá. Bien sabes que, en el fondo, estás acuerdo conmigo.

Lady Cherrell no dijo nada más. Estaba de acuerdo…

A la mañana siguiente, el general y Alan Tasburgh llegaron en el primer tren y media hora más tarde partieron todos en el coche descapotable. Alan iba al volante, el general a su lado y, en la parte posterior, lady Cherell, Diana y Dinny, apretujadas la una contra la otra.

Apoyada en el respaldo, con la nariz apenas visible sobre la manta de viaje Dinny meditaba. Poco a poco iba apoderándose de ella el convencimiento de que su testimonio sería, en cierta manera, el punto central de la investigación. Era a ella a quien Ferse abrió su corazón; ella quien se llevó a los niños; ella quien bajó durante la noche para telefonear; ella quien oyó lo que no quería decir y, por último, y esto era lo más importante, era ella quien llamó a Hilary y a Adrián.

Como todo el mundo, Dinny leía, y se deleitaba con los dolores y los escándalos relatados en los periódicos; sin embargo, como todos los demás, se rebelaba contra el hecho de que los diarios relatasen algo que pudiese ser causa de escándalo en su propia familia y entre sus amistades. Si llegaba a conocerse la realidad desnuda, es decir, que se habían dirigido a su tío por ser éste viejo e íntimo amigo de Diana, tanto él como ella se verían sometidos a toda clase de preguntas, que suscitarían toda clase de sospechas en la mente del público obsesionado por las intrigas sexuales. Su imaginación hablase despertado y vagaba libremente. Si la larga y estrecha amistad de Adrián y Diana llegara a conocerse, nada podría impedir que el público llegase incluso a sospechar que su tío había empujado a Ferse en el borde de la cantera de greda, puesto que, de momento, se desconocían los detalles. Su imaginación comenzaba a correr desenfrenadamente. La explicación sensacional de un suceso era mucho más aceptable que la sencilla y verdadera. 'Y en ella se afirmó una vez más la determinación casi maligna de defraudar al público en las emociones que sin duda buscaría.

Adrián les recibió en el vestíbulo del hotel de Chichester, y Dinny aprovechó la ocasión para preguntar

– Tío, ¿puedo hablar a solas contigo y con tío Hilary? – Hilary ha tenido que regresar a Londres, querida, pero volverá aquí en el último tren de la tarde. Entonces hablaremos. La investigación se realizará mañana.

Y tuvo que contentarse con esto.

Cuando él hubo terminado su relato ante los demás, Dinny, habiendo decidido no permitir que Adrián llevase a Diana a ver a Ferse, dijo

– Si quieres decirnos dónde debemos ir, tío, yo iré con Diana.

Adrián hizo un signo afirmativo. Había comprendido.

Cuando llegaron a la capilla ardiente, Diana entró sola y Dinny aguardó en un pasillo que olía a desinfectante y que daba a una calle secundaria. Una mosca, desilusionada por la proximidad del invierno, se arrastraba melancólicamente cristal arriba. Mirando aquel callejón descolorido, bajo un cielo privado de calor -y de luz, se sintió muy infeliz. La vida parecía excepcionalmente árida, saturada de siniestros misterios. Esta indagación, el destino amenazador de Hubert, ninguna luz o dulzura en parte alguna. Ni siquiera el pensamiento de la palpable devoción de Alan Tasburgk servía para confortarla.

Se volvió y vio que Diana estaba a su lado. Entonces, olvidándose de su propio dolor, le rodeó el talle con un brazo y le besó la fría mejilla. Regresaron al hotel sin decir nada, excepto unas pocas palabras pronunciadas por Diana

– Tenía un aspecto maravillosamente sereno.

Después de cenar volvió en seguida a su habitación y se sentó, con un libro en la mano, esperando a sus tíos. Dieron las diez antes de que Hilary llegase en un taxi. Pocos minutos más tarde, los dos hermanos entraron en el cuarto. Notó el aspecto fatigado y sombrío de ambos, pero en sus rostros había una expresión tranquilizadora. Eran de los que corren hasta que se caen. La besaron con una calurosidad inesperada y se sentaron uno a cada lado de su lecho, oblicuamente.

Dinny permaneció entre ellos, al fondo de la cama. Haciendo una pequeña pausa, se dirigió a Hilary

– Tío, quiero hablarte de tío Adrián. Lo he pensado mucho. La indagación resultará muy desagradable si no andamos con cuidado.

– Es cierto, Dinny. Precisamente he hecho el viaje con dos periodistas que no sospechan mi ingerencia en el asunto. Han tenido noticias de la clínica mental y arden en deseos de saber. Tengo un gran respeto por los periodistas; ¡cumplen tan escrupulosamente su cometido!