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Dinny volvióse hacia Adrián

– ¿No te sabe mal que hable francamente? Adrián sonrió.

– No, Dinny. Eres una tunante leal. ¡Sigue adelante! – Entonces – continuó, enlazando sus dedos en el borde de la cama -, creo que deberíamos evitar hablar de la amistad entre tío Adrián y Diana. Debo ser yo sola la responsable de vuestra intervención para encontrar a Ferse. Se sabe que yo soy la última persona que habló con él cuando cortó el hilo telefónico. En el momento en que me interroguen, podría hacer creer que vosotros intervinisteis únicamente -, ¿que yo os lo pedí, como un par de tíos inteligentes y capaces de resolver rompecabezas. De otro modo, ¿cómo explicar la posición de tío Adrián? Si saben que es tan amigo, es fácil suponer qué significado le atribuirán a esta palabra, sobre todo cuando se enteren de que el capitán Ferse volvió a su casa al cabo de cuatro años de ausencia.

Sobrevino un breve silencio, al cabo del cual Hilary dijo -Es una chica lista. Una amistad de cuatro años con una mujer hermosa, en ausencia del marido, para los jueces significará una sola cosa; pero para el público, muchas. Adrián asintió.

– Lo que no veo es cómo podrá ocultarse el hecho de que los he tratado a ambos durante largo tiempo.

– Las primeras impresiones lo son todo – dijo Dinny fogosamente -. Puedo decir que Diana sugirió que llamáramos a su médico y a Michael, pero que yo le hice cambiar de opinión sabiendo que, a causa de tu profesión, eras muy hábil en resolver cuestiones difíciles, y que me dirigí a tío Hilary porque conoce muy bien la naturaleza humana. Si desde el principio encauzamos bien las cosas, no creo que tenga importancia el hecho de que tú los hayas tratado. En cambio, lo que sí tiene mucha importancia es que me interroguen lo más pronto posible.

– Todo esto te será muy penoso.

– ¡Oh, no! Si no me interrogan acotes-que a vosotros, ambos diréis que yo fui quien os llamó. Luego lo ratificaré yo. – Después del médico y de la policía, Diana será el primer testigo.

– Sí, pero puedo hablar con ella y quedar de acuerdo para que todos digamos lo mismo.

Hilary sonrió.

– Me parece que no hay razón para oponerse. Es una mentira muy inocente. Yo puedo añadir que los conozco tanta como tú, Adrián. Ambos conocimos a Diana por primera vez durante aquella recepción que dio Lawrence en Land's End, cuando ella era jovencita; a Ferse le conocimos en ocasión de su boda. Amistad de familia, ¿no es así?

– Se sabrán mis visitas a la clínica mental – observó Adrián -. El doctor ha sido citado también.

– Oh, bueno – dijo Dinny -. Puedes decir que ibas allí porque eras amigo suyo y porque te interesan las enfermedades mentales. Al fin y al cabo, se supone que eres un hombre de ciencia, ¿no?

Ambos sonrieron, y Hilary dijo

– Perfectamente, Dinny. Hablaremos con el sargento. Es un buen hombre, y procuraremos que te haga llamar pronto. Y se fue hacia la puerta.

– Buenas noches, pequeña serpiente – sonrió Adrián.

– Buenas noches, tío querido. Tienes un aspecto muy fatigado. ¿Tienes bolsa de agua caliente?

Adrián movió la cabeza.

– No tengo más que un cepillo para dientes que he comprado hoy.

Dinny sacó su bolsa de la cama y le obligó a quedarse con ella.

– Entonces, ¿le digo a Diana lo que hemos decidido? -Gracias, Dinny.

– Pasado mañana volverá a brillar el sol. – ¿Tú crees? – dijo Adrián.

Mientras la puerta se cerraba, Dinny suspiró.

¿Volvería realmente? Diana parecía muerta para todo sentimiento. Y… ¡además, aún no se había solucionado el asunto de Hubert!

CAPÍTULA XXX

El día siguiente, Adrián y su sobrina entraron juntos en la Sala del Tribunal y, puesto que estaba atestada de gente, pasaron a una pequeña habitación para aguardar allí.

– A ti te toca dar el quinto golpe – dijo Adrián -. A Hilary y a mí nos llamarán antes que a ti. Si nos quedamos fuera de la sala hasta que nos llamen, no podrán decir que hemos copiado el uno del otro.

Permanecían sentados en el pequeño cuarto. La policía, el doctor, Diana y Hilary serían interrogados antes que ellos. – Es igual que los diez negritos de la canción – murmuró Dinny. Tenía la mirada fija en un calendario colgado en la pared de enfrente. No lograba leerlo, pero le parecía necesario – Mira, querida – dijo Adrián, sacando un frasquito de un bolsillo -, bebe un sorbo o dos de esto. Es una composición de sal volátil y agua. Te animará mucho. Ve con cuidado! Dinny tragó un pequeño sorbo que le quemó la garganta, pero sin hacerle daño.

– Tú también, tío.

Adrián bebió un trago, cautelosamente.

– No hay mejor droga antes de entrar en combate u otra cosa parecida.

De nuevo se quedaron silenciosos, asimilando las exhalaciones del líquido. Al cabo de un ratito, Adrián se expresó así -Si las almas sobreviven, ¿qué estará pensando el pobre Ferse de esta farsa? Todavía somos unos bárbaros. Hay una novela de Maupassant que habla de un Club de Suicidas que proporcionaba una forma agradable de muerte a quienes sentían que se tenían que marchar de este mundo. No admito el suicidio para las personas de mente sana, salvo en algunos casos muy raros. Debemos resistir hasta el fin; pero para los alienados o para los que están amenazados de estarlo quisiera que aquel club existiera de verdad, Dinny. ¿Te ha animado el brebaje?

Dinny asintió.

– Los efectos duran más o menos una hora. Se puso en pie.

– Creo que ha llegado mi turno. Adiós, querida, ¡buena suerte! Regálale un asir» al señor comisario de vez en cuando. Al cruzar la puerta Adrián se irguió y Dinny se sintió como inspirada al mirarle. Entre todos los hombres qué conocía, Adrián era al que más admiraba. Rezó una plegaria ilógica. Desde luego, el brebaje la había reanimado, haciendo desaparecer la sensación de languidez y de palpitación que la invadiera poco antes. Extrajo de su monedero un espejito y una polvera. Sea como fuere, no iría al suplicio con la nariz brillante.

No obstante, pasó más de un cuarto de hora antes de que la llamaran. Con la vista fija en el calendario, transcurrió el tiempo pensando en Condaford y recordando los días felices que había vivido allí. Los días lejanos en los que Condaford aún no estaba restaurada, cuando ella era muy chiquitina; los días de la siega y las meriendas en los bosques; la cosecha del espliego, las cabalgadas sobre el perro y el permiso de montar el «pony» cuando Hubert estaba en el colegio; días de puro gozo en una morada nueva y estable, puesto que, a pesar de haber nacido allí, había llevado hasta los cuatro años una vida nómada entre Aldershot y Gibraltar. Recordó con especial agrado la estación dedos hilos dorados de los capullos de sus gusanos de seda, cómo la habían hecho pensar en elefantes que se arrastrasen por el suelo y cuán peculiar había sido su olor.

– ¡Elizabeth Charnvell ¡

¡Qué cosa tan pesada era tener un nombre que todos pronunciaban mal! Se levantó murmurando

Un día paseaba un negrito solo.

Llegó el comisario y no halló a nadie…

En cuanto entró alguien la condujo al extremo opuesto de la sala y le hizo tomar asiento en una especie de banco. Era una suerte que hubiese estado poco tiempo antes en lugares semejantes, porque ahora todo se le antojaba familiar e incluso ligeramente cómico. El jurado tenía el aspecto de estar fuera de uso y el juez se daba una importancia ridícula. A su izquierda, más alejados, estaban los demás extraños personajes tras ellos; apretujadas hasta la desnuda pared, docenas y docenas de caras, todas en hilera, como sardinas erguidas sobre sus colas, en una lata enorme.