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El médico forense se inclinó profundamente, y dijo

– Muchísimas gracias, señorita Cherrell. Ha declarado usted de fin modo admirable.

También los jurados se inclinaron. Dinny salió del banco haciendo un esfuerzo y tomó asiento al lado de Hilar, quien posó una mano sobre las de ella. Permanecía muy quieta. Luego se dio cuenta de que una lágrima, como si fuera el último residuo de la sal volátil, le bajaba lentamente por una mejilla. Mientras escuchaba sin interés la declaración del médico de la clínica mental y el discurso del médico forense, y mientras aguardaba el veredicto de los jurados, sufría sintiendo que, en su lealtad para con los vivos, había sido desleal para con el muerto. Era una sensación muy penosa. Había atestiguado la evidencia de la locura contra quien no podía ni defenderse ni explicarse. Con un interés lleno de temor miró a los jurados cuando éstos volvieron a ocupar sus asientos y el presidente del jurado se levantó para contestar a la pregunta relativa al veredicto.

– Creemos que el difunto murió de resultas de haber caído en una cantera de greda.

– Es decir – resumió el médico forense -, murió a consecuencia de una desgracia.

– Deseamos expresarle a la viuda nuestra simpatía. Dinny hubiese querido aplaudir. Le hablan concedido el beneficio de la duda… ¡aquellos hombres que parecían distraídos! Y, con calor repentino, casi personal, levantó la cabeza y les dirigió una sonrisa.

CAPÍTULO XXXI

Cuando hubo terminado de sonreír, Dinny se dio cuenta de que su tío la miraba con expresión de burla. -¿Podemos irnos, tío Hilary?

– Sí, será mejor que nos vayamos, Dinny, antes de que acabes de conquistar al presidente del jurado.

Afuera, en el húmedo aire de octubre, puesto que el día era de los clásicos del octubre inglés, ella dijo

– Vamos a respirar un poco de aire puro, tío, y a quitarnos de encima el olor de esa sala.

Se dirigieron hacia el lado del mar lejano, caminando a buen paso.

– Estoy terriblemente ansiosa por saber qué ha sucedido antes de mi entrada, tío. ¿He dicho algo contradictorio?

– No. Por la declaración de Diana, ha resultado claro que Ferse había vuelto de una clínica mental. El médico forense la ha tratado con mucha amabilidad. Ha sido una suerte que me hayan llamado antes que a Adrián, de modo que su declaración no ha sido más que una repetición de la mía. Me sabe muy mal por los periodistas. Los jurados evitan pronunciarse en favor de los suicidios y de las enfermedades mentales cuando pueden y, después de todo, no sabemos lo que le sucedió al pobre Ferse en su último instante. Pudo haber caído muy fácilmente desde el borde de la cantera: el lugar estaba oscuro y la luz iba amortiguándose de minuto, en minuto.

– ¿Verdaderamente lo crees así, tío?

– No, Dinny. Soy del parecer que decidió hacer lo que hizo y aquél era el lugar más próximo a su antigua morada

Y, a pesar de que quizá diga lo que no debería, démosle gracias a Dios de que lo haya hecho y que ahora descanse en paz. -Sí, ¡oh, sí! ¿Qué les sucederá ahora a Diana y a tío Adrián?

Hilary llenó su pipa y se detuvo para encenderla.

– Bueno, querida, le he dado a Adrián unos cuantos consejos. No sé si los aceptará, pero tú podrías apoyarme a la primera ocasión. Ha aguardado durante muchos años y le convendría esperar uno más.

– Sí, tío, estoy completamente de acuerdo contigo. – ¡Oh! -exclamó Hilary, sorprendido.

– Sí; Diana no está en condiciones de pensar en él. Habrá que dejarla a sí misma y a los niños.

– He pensado – continuó Hilary – que a lo mejor se podría organizar alguna expedición en busca de huesos, que le mantuviese alejado de Inglaterra por lo menos un año.

– ¡Hallorsen! – exclamó Dinny, estrechándose las manos- Ha de marcharse de nuevo y quiere mucho a tío Adrián.

– ¡Bueno! Pero, ¿se lo llevará consigo?

– Sí, si yo se lo pido – contestó Dinny, sencillamente. Hilary volvió a lanzarle una mirada casi burlona.

– ¡Qué señorita tan peligrosa! Probablemente el Gobierno le otorgará una licencia… Haré que Lawrence y el viejo Shropshire se interesen por el asunto. Ahora hay que regresar, Dinny. Tengo que coger el tren. Es triste porque este aire tiene un buen perfume, pero allá abajo, en los Meads, requieren mi presencia.

Dinny le deslizó una mano debajo del brazo. – ¡Cuánto te admiro, tío Hilar y!

Hilary la miró asombrado.

– Me parece que no te comprendo.

– ¡Oh, bien sabes lo que quiero decir! Has adquirido toda la vieja tradición del «yo sirvo» y de ese género de cosas y, no obstante, eres moderno, tolerante y liberal.

– ¡Vaya ¡- hizo Hilary, lanzando una nube de humo. – ¿Y no crees en el infierno?

– Sí, 1o tenemos en la tierra.

– Y toleras los juegos domingueros, ¿verdad? – Hilary asintió -. ¿Y los baños de sol sin nada encima?

– Podría tolerarlos si hubiese sol.

– ¿Y los pijamas y los cigarrillos para las mujeres?

– Los que apestan, no; desde luego, los que apestan, no.

– Eso es antidemocrático.

– No puedo pensar de modo diferente, Dinny. ¡Huele! – y le echó un poco de humo a la cara.

Dinny husmeó.

– Hay algo de… Huele bien, pero las mujeres no pueden fumar en pipa. Supongo que todos tenemos nuestras debilidades, y la tuya es no tolerar los cigarrillos malolientes. Aparte de eso, eres estupendamente moderno, tío. Cuando estaba en la sala miraba a toda aquella gente y me parecía que tu rostro – era el único que demostraba un poco de modernismo.

– Estamos en una ciudad de tradición eclesiástica, querida.

– Bueno, creo que hay mucho menos modernismo de lo que la gente se figura.

– Tú no vives en Londres. Sin embargo, hasta cierto punto, llevas razón. La franqueza de las cosas no estriba en el cambio de las cosas. La diferencia entre los días de mi juventud y los de hoy es tan sólo una diferencia de expresión. Nosotros teníamos dudas, curiosidades y deseos, pero no los expresábamos. Ahora se expresan. Yo veo a muchos jóvenes de las universidades; vienen a trabajar a St. Agustine's. Pues bien, desde la cuna están acostumbrados a decir todo lo que piensan, y cómo lo dicen. Nosotros no lo decíamos, ¿comprendes?, pero las mismas cosas nos pasaban por la mente. Toda la diferencia estriba en eso. En eso y en los automóviles.

– En tal caso yo estoy forjada a la antigua. No soy capaz de expresarme.

– Es el sentido del humor, Dinny. Acciona como un freno y te da conciencia de ti misma. Son pocos los jóvenes actuales que tengan sentido del humor; a menudo tienen gracia, pero no es lo mismo. Nuestros jóvenes pintores, escritores y músicos, ¿podrían hacer lo que hacen si fueran capaces de burlarse de sí mismos? Esta es la verdadera prueba del sentido del humor.

– Pensaré en ello.

– Sí, pero no pierdas el sentido del humor, Dinny. Es el perfume de la rosa. ¿Vuelves a Condaford ahora?

– Creo que sí. El proceso de Hubert no se reanudará hasta después de la llegada del buque con el correo y faltan aún unos diez días.

– Bien. Saluda de mi parte a Condaford… Quizá nunca más viviré unos días tan hermosos como los que pasamos allí cuando todos éramos niños.

– Eso mismo pensaba yo mientras esperaba ser el último de los negritos.

– Eres algo joven para llegar a esta conclusión. Aguarda a que te hayas enamorado.