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– Lo estoy.

– Cómo, ¿enamorada?

– No, esperando.

– El estar enamorado es una condición pavorosa – dijo Hilary -. Sin embargo, jamás he tenido que lamentarme de ello.

Dinny lo miró de soslayo y descubrió los dientes. – ¿Y si te volviese a coger, tío?

– ¡Ah! -exclamó Hilary, golpeando la pipa contra un pilar-buzón -. Estoy fuera de peligro. En mi profesión no nos lo podemos permitir. Además, aún no estoy curado del primer ataque.

– No – dijo Dinny, compungida -. ¡Tía May es estupenda!

– Tú lo has dicho. Aquí está la estación. ¡Adiós y bendita seas! He enviado mi maletín esta mañana por mediación del recadero. – Saludó con la mano y desapareció.

Al llegar al hotel, Dinny buscó a Adrián. No estaba y, más bien desconsolada, salió de nuevo y entró en la catedral. Estaba a punto de sentarse para gozar de aquella belleza confortadora, cuando vio a su tío apoyado contra una columna, con los ojos fijos en una vidriera. Se le acercó y le deslizó una mano debajo del brazo. El la estrechó y no dijo palabra.

– ¿Te gustan las vidrieras, tío?

– Me gustan inmensamente las vidrieras bonitas, Dinny. ¿No has visto nunca la catedral de York?

Dinny movió la cabeza. Luego, comprendiendo que nada de cuanto podría decir la conduciría a lo que deseaba saber, preguntó francamente

– ¿Qué vas a hacer ahora, querido tío?

– ¿Has hablado con Hilary?

– Sí.

– Quiere que me vaya lejos, por un año. – Yo también lo juzga oportuno.

– Es mucho tiempo, Dinny. Estoy volviéndome viejo.

– ¿Irías con la expedición del profesor Hallorsen, si él te llevase?

– No creo que me lleve. – ¡Oh, sí!

– Iría si estuviera seguro de que Diana lo desea.

– Ella jamás te lo dirá, pero tengo la certeza de que necesita de un completo descanso durante bastante tiempo.

– Cuando uno adora al sol – repuso Adrián en voz baja – le es muy duro ir donde el sol nunca brilla.

Dinny le estrechó el brazo.

– Lo sé. Pero podrías deleitarte pensando en el momento en que tendrás el placer dé volverla a ver. Y esta vez se trata, de una expedición sumamente saludable. Sólo a Nuevo Méjico. Volverías rejuvenecido y con las piernas cubiertas de pieles, como se ve en las películas. Resultarías irresistible, tío, y mi mayor deseo es que seas irresistible. Todo lo que se necesita es que mueran las murmuraciones y los rumores.

– ¿Y mi trabajo?

¡Oh, eso puede arreglarse perfectamente! Si Diana no tiene ninguna preocupación por un año entero, será una criatura diferente y tú parecerás la tierra de promisión. Tengo el convencimiento de que sé lo que me digo.

– Eres una atractiva y joven serpiente -dijo Adrián con una apagada sonrisa.

– Diana está herida bastante gravemente.

– A veces creo que se trata de una herida mortal. – ¡No, no!

– ¿Por qué volverá a pensar en mí una vez esté yo lejos – Porque las mujeres son así.

– ¿Qué sabes tú de las mujeres, a tu edad? Hace mucho tiempo me fui, y ella pensó en Ferse. Temo no estar hecho del material adecuado.

– En ese caso, Nuevo Méjico es lo que necesitas. Volverás convertido en «hombre-macho». ¡Piensa en ello! Yo te prometo cuidar de ella, y los niños mantendrán vivo tu recuerdo, Siempre están hablando de ti, y yo me comprometo a que continúen haciéndolo.

– Es extraño, desde luego – dijo Adrián, como si no estuviese hablando de cosas que le atañían -, pero siento que está más lejos de mí que cuando Ferse vivía.

– De momento y será un largo momento. Pero sé que con el tiempo todo saldrá a pedir de boca. De veras, tío. Adrián calló durante un rato, y luego decidió

– Iré, Dinny, si Hallorsen quiere llevarme.

– Claro que te llevará. Inclínate, tío, para que pueda darte un beso.

Adrián se dobló y el beso le rozó la nariz. Un sacristán tosió…

Aquella misma tarde volvieron a Condaford, en el mismo orden de asientos, con el joven Tasburgh al volante. Durante aquellas últimas veinticuatro horas Alan habla demostrado un tacto perfecto: no hizo ninguna proposición y Dinny le estaba sumamente agradecida. Al igual que Diana, también ella necesitaba paz. Alan partió aquella tarde, Diana y los niños el día siguiente, y Clara regresó de su larga estancia en Escocia, de modo que sólo la familia quedó en Condaford. No obstante, Dinny no se sentía tranquila. Ahora que había cesado la preocupación por el pobre Ferse, estaba oprimida y distraída pensando en Hubert. Era extraño que esa cuestión, todavía en suspensó, pudiese perturbarla tanto. Hubert y Jean escribían desde la costa oriental unas cartas bastante alegres. Juzgando por cuanto decían, no estaban preocupados. Dinny, en cambio, sí lo estaba. Y sabía que también lo estaba su madre y mucho más aún su padre. Clara sé hallaba más indignada que preocupada y el efecto de la cólera sobre ella era estimular sus energías; de forma tal que pasaba las mañanas con su padre, fuera de casa, y por las tardes desaparecía con el coche para visitar a los vecinos, en cuyas casas se quedaba a menudo hasta después de cenar. Dado que era la persona más alegre de la casa, siempre estaba muy, solicitada. Dinny guardaba para sí su preocupación. Habíale escrito a Hallorsen a propósito de su tío y le envió la fotografía que le prometiera, en la que figuraba con el traje hecho para su presentación a la Corte, dos años antes, cuando, por economía, ella y Clara fueron presentadas juntas. Hallorsen contestó a vuelta de correo: «El retrato es realmente bonito. Nada me agradará más que llevar conmigo a su tío. Me pondré en comunicación con él cuanto antes.» Y firmaba: «Su siempre devoto servidor».

Ella leyó la carta con un sentimiento de gratitud, pero sin un temblor, lo que la indujo a llamarse a sí misma corazón de piedra. Tranquila ya por lo que a Adrián se refería, puesto que sabía que podía dejar a Hilary la tarea de arreglar lo del año de permiso, continuaba pensando en Hubert con un creciente presentimiento de desgracia. Intentaba persuadirse de que esto era debido a que no tenía que atender a nada en particular, a la reacción sufrida después de la aventura de Ferse y a la constante nerviosidad en que él la sumiera, pero estas excusas no la convencían. Si no creían a Hubert y concedían la extradición, ¿qué oportunidades tendría allá abajo?

Pasaba mucho tiempo mirando a escondidas el mapa de Bolivia, como si su conformación geográfica pudiera darle una idea de la psicología de sus habitantes. Jamás amó tan apasionadamente a Condaford como durante estos días de angustia. La casa estaba vinculada al primogénito y si a Hubert lo enviaban allá abajo, o hubiera muerto en la cárcel o sido asesinado por uno de los muleros, y si Jean no tenía hijos varones: pasaría al hijo mayor de Hilary, un primo al que ella apenas conocía porque estaba en un colegio. Quedaba en la familia, eso sí, pero podía considerarse perdida. Del destino de Hubert dependía el destino de su amada casa. Y, a pesar de que la extrañaba poder pensar en sí misma cuando todo tenía para Hubert un significado mucho más terrible, no podía desechar totalmente este pensamiento.

Una mañana le rogó a Clara que la llevase en coche a Lippinghall. No le gustaba guiar, y no sin razón, porque, con su modo peculiar de observar el lado humorístico de lo que veía al pasar, más de una vez había corrido el riesgo de ocasionar desgracias. Llegaron a la hora del almuerzo. Lady Mont estaba a punto de sentarse a la mesa y las acogió con las siguientes palabras

– ¡Queridas mías, qué lástima que hayáis llegado en estos momentos! Vuestro tío está fuera. Claro que todo podrá arreglarse si os sentís capaces de comer zanahorias. ¡Son tan depurativas! Blox, vea si Agustina ha guisado algún volátil. y dígale que haga esos ricos buñuelos con mermelada que yo no puedo comer.