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– ¿Cuánto pesa, tía Em?

– Sin ropa… no lo sabría decir. – Pero, ¿y con ropa?

– ¡Oh, bastante! Quiere escribir un libro. – ¿Sobre qué?

– Sobre los Tasburgh. Hubo aquella que fue enterrada, y después vivió en. Francia, sólo que por nacimiento era una Fitzherbert. Luego aquella que luchó en la batalla de Spa ghetti… Bueno, creo que ésta no es la palabra. Agustina nos lo sirve algunas veces.

– Navarino. Pero, ¿es cierto eso?

– Sí, pero la gente decía que no. El reverendo aclarará este particular. Luego hubo el Tasburgh que fue decapitado y se olvidaron de escribirlo. El Rector lo ha descubierto.

– ¿Bajo qué reinado?

– No puedo aclararme con eso de los reinados, Dinny. Me parece que fue durante el de Eduardo VI… ¿o fue bajo el de Eduardo IV? Tenía la nariz colorada. Luego el que se casó con una de nosotras. Puede que se llamase Roland, pero puede que no. Pero hizo algo notable y le quitaron las tierras. Rehusó conformarse. ¿Qué significa eso?

– Significa que era católico bajo un reinado protestante. – Antes le quemaron la casa. Está en el Mercurius Rusticus, o en algún otro libro. Le quemaron la casa por dos veces y luego la saquearon… ¿O fue viceversa? Estaba rodeada de un foso. Existe la relación de lo que le robaron.

– ¡Qué interesante!

– Lo robado fueron mermeladas, cubiertos de plata, pollos, ropa blanca, y creo que su paraguas, o algo tan ridículo.

– ¿Cuándo sucedió todo eso, tía?

– Durante la guerra civil. Era realista. Ahora recuerdo que se llamaba Roland y que ella se llamaba Elizabeth como tú, Dinny. La historia se repite.

Dinny miró el tronco que ardía.

– Luego hubo el último almirante. Este vivió bajo Guillermo IV y murió borracho. El Rector dice que esto no es cierto y que tiene pruebas de ello. Dice que pescó un resfriado, bebió ron y le sentó como un tiro… ¿De dónde he sacado esta expresión?

– Algunas veces yo la uso, tía.

– Sí. De modo que hubo una porción, sin contar los que no hicieron nada de particular, remontándose a la época de Eduardo el Confesor o algún otro. Quiere probar que ellos son más antiguos que nosotros, ¡el insensato!

– ¡Oh, tía! – murmuró Dinny -. ¿Quién leería un libro así?

– No lo sé. Pero se divertirá trabajando en él y le servirá para quedarse despierto. ¡Ah!, ahí viene Alan. Clara, todavía no has visto el lugar en que estaban filas portulacas. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo?

– Tía Em, no tienes el más mínimo pudor -le dijo Dinny al oído -. Y eso no está bien.

– «Si no te sale a la primera…» ¿Recuerdas, Dinny? Aguarda, Clara. He de coger mi sombrero.

Se marcharon.

– ¿De modo que ha terminado tu permiso, Alan? – preguntó Dinny, al quedarse a solas con el joven -. ¿Dónde estás destinado?

– En Portsmouth. – ¿Es bonito?

– Podría ser peor. Dinny, quiero hablarte de Hubert. ¿Qué sucederá si las cosas no marchan bien en el tribunal la próxima vez?

Dinny perdió toda su efervescencia. Se sentó sobre un cojín, al lado del fuego, y miró hacia arriba con ojos perturbados.

– r Me he informado bien – añadió Alan -. El secretario de Estado tiene dos o tres semanas de tiempo para examinar la cuestión. Luego, si él la confirma, lo enviarán lo más pronto posible. Supongo que partiría desde Southampton.

– Tú no crees que lleguen hasta ese punto, ¿verdad?

– No lo sé – contestó él, sombríamente-. Pongámonos en el caso de que un boliviano hubiese matado a alguien aquí y hubiera regresado a su país. Sentiríamos una necesidad urgente de que volviera, ¿no es así? Y, por supuesto, haríamos todo cuanto fuera posible para echarle el lazo.

– ¡Pero es fantástico!

El joven la miró con una compasión extremadamente resuelta.

– Confiemos en lo mejor; pero si las cosas marcharan mal, habrá que hacer algo. Yo no lo soportaré y Jean tampoco. – Pero, ¿qué se puede hacer?

El joven Tasburgh dio una vuelta por el vestíbulo, examinando las puertas. Luego, inclinándose hacia ella, dijo

– Hubert sabe volar y yo me he estado entrenando cada día desde el asunto de Chichester. Jean y yo estamos trabajando en la cosa… por si acaso.

Dinny le cogió una mano. – Pero, ¡eso es de locos!

– No más de locos que las miles de cosas que se hacían durante la guerra.

– ¡Pero eso arruinaría tu carrera!

– ¡A paseo mi carrera! No podría soportar veros a ti y a Jean infelices durante años, y tampoco se puede tolerar que "'- un hombre como Hubert sea destruido de ese modo.

Dinny le estrechó convulsivamente la mano y la soltó en seguida.

– No se debe llegar a esos extremos. Además, ¿cómo podrías llevarte a Hubert? Le meterían en la cárcel.

– No lo sé, pero lo sabré perfectamente cuando llegue el momento. De lo que sí estoy seguro es de que si los bolivianos logran echarle el guante, pocas probabilidades tendrá de salvarse.

– ¿Has hablado con Hubert?

– No. De momento es un proyecto muy vago. – Estoy convencida de que no lo consentiría. – Jean se encargará de ello.

Dinny movió la cabeza

– Vosotros no conocéis a Hubert. Jamás lo permitiría. Alan sonrió y Dinny diose cuenta repentinamente de que en él se albergaba una formidable fuerza de decisión.

– ¿Lo sabe el profesor Hallorsen?

– No, y no lo sabrá, a menos que no sea absolutamente indispensable. Pero he de admitir que es un pedazo de pan. Ella sonrió débilmente

– Sí, es un pedazo de pan, pero tiene un tamaño fuera de lo ordinario.

– Dinny, no te sientes atraída por él, ¿verdad? – No, querido.

– ¡Bueno, debo dar gracias a Dios porque no sea así ¡¿Comprendes? -continuó-, no es posible que traten a Hubert como a un criminal cualquiera, y eso facilitaría las cosas.

Dinny le miró, y un escalofrío la penetró hasta la médula. Esta última observación la convencía, de un modo que no hubiera podido explicar, de la realidad de su propuesta.

– Comienzo a comprender. Pero…

– Nada de peros, y ¡ánimo! El barco llegará pasado mañana y entonces se reanudará la vista. Te veré en el Tribunal, Dinny. Ahora he de irme, pues tengo que hacer mi vuelo diario. Quería que supieras que, si tuviese que suceder lo peor, no permitiría que nos hiciesen semejante afrenta. Saluda a lady Mont de mi parte. No volveré a verla. Adiós y que Dios te bendiga.

Le besó la mano y salió del vestíbulo antes de que ella pudiese decir palabra.

Dinny permaneció sentada cerca del fuego, inmóvil y extrañamente conmovida. La idea de rebelarse jamás habíale pasado por la mente, tal vez porque nunca había creído seriamente que Hubert fuese procesado ante un Tribunal por asesinato. Tampoco lo creía ahora, y esto hacía más emocionante aquella «locas idea, puesto que se ha observado a menudo que, cuanto menos inminente es un riesgo, más emocionante parece. Y a esta emoción uníase un sentimiento más cálido hacia Alan. El hecho de que ni siquiera había vuelto a hacerle otra proposición, añadía fuerza al convencimiento de su absoluta seriedad. Sentada sobre aquella piel de tigre que tan poca emoción proporcionara al octavo baronet, quien había matado a su propietario desde el dorso de un elefante mientras intentaba escabullirse, Dinny se calentaba el cuerpo al amor de la lumbre de cedro y el espíritu a la sensación de estar más cerca del fuego de la vida de cuanto jamás lo había estado. Quince, el viejo spaniel blanco y negro de su tío, que durante las ausencias de su amo se cuidaba poco de los seres humanos, atravesó lentamente el vestíbulo, se tendió, posó la cabeza sobre sus patas anteriores y la miró con ojos de bordes colorados. «Puede que sea así -parecía decir – y puede que sea todo lo contrario.» El tronco chisporroteaba ligeramente y el reloj, alto y antiguo, colocado en el otro extremo del hall, dio las tres con su peculiar lentitud