CAPÍTULO XXXII
Ante cualquier conclusión inminente, sea ésta de un partido decisivo, o un ultimátum, o la carrera de caballos de Cambridge, o el ahorcamiento de un hombre, la agitación general alcanza su diapasón en las últimas horas. En la familia Cherrell, la incertidumbre volvióse penosa cuando llegó el día de la vista de la causa Hubert. En los tiempos antiguos, un clan de los Highlands se reunía cuando uno de sus miembros veíase amenazado por un peligro; de modo que todos los parientes do Hubert se reunieron en el Tribunal. Salvo Lionel, que tenía una sesión, y los hijos de Hilary, que estaban en el colegio, todos se hallaban presentes. Hubiera podido parecer una boda o un funeral, a no ser por la expresión sombría de sus rostros y por el sentido de inmerecida persecución que se ocultaba en el fondo de la mente de cada uno. Dinny, Clara y Jean estaban sentados entre sus padres; Alan, Hallorsen y Adrián se hallaban cerca; inmediatamente detrás estaban Hilary y su mujer, Fleur, Michael y tía Wilmet; detrás, sir Lawrence y lady Mont y, por último, el Rector formaba la cola puntiaguda de una falange al revés.
Al entrar con su abogado, Hubert les dirigió una sonrisa de camarada.
Ahora que realmente estaba ante el Tribunal, Dinny se sentía casi apática. Su hermano era inocente, si se reconocía la acción de defensa personal. Si llegaran a condenarle, sería inocente lo mismo. Después de haber contestado a la sonrisa de Hubert, la atención de Dinny se concentró sobre el rostro de Jean. La expresión de la joven no había sido nunca tan de «leoparda» como en aquel momento. Sus ojos extraños iban incesantemente desde su «cachorro;› a aquel que amenazaba quitárselo.
Habiéndose leído las declaraciones de las primeras audiencias, el abogado de Hubert exhibió la declaración jurada de Manuel. Entonces la apatía de Dinny desapareció, porque esa declaración jurada fue seguida de otra que contenía el juramento de cuatro muleros, según la cual Manuel no estuvo presente en el momento del disparo.
Sobrevino un momento de verdadero horror. ¡Cuatro mestizos contra uno!
Dinny vio que por el rostro del magistrado pasaba una expresión desconcertada.
– ¿Quién ha proporcionado esta segunda indagatoria, señor Buttall?
– El abogado de La Paz, encargado de este asunto, Honorable. Se enteró de que ése Manuel sería llamado a declarar. – Entiendo. ¿Qué dice usted ahora a propósito de la herida exhibida por el acusado?
– Aparte de la afirmación del acusado, no existe otro testigo que demuestre cuándo y dónde fue producida esa herida. – Es cierto. No estará usted sugiriendo que la herida fue producida por Castro después de que el disparo le había matado, ¿verdad?
– Si Castro, después de haber levantado una navaja, hubiese caído hacia delante cuando se hizo el disparo, yo creo que el hecho no tendría nada de inconcebible.
– Pero no de verosímil, señor Buttall.
– No. Pero las declaraciones que he presentado dicen que se disparó deliberadamente, a sangre fría y a una distancia de varios metros. Nada dicen de la navaja sacada por Castro.
– En tal caso, llegamos a lo siguiente: o sus cuatro testigos mienten, o bien mienten el acusado y el «boy» Manuel. – La situación, Honorable, parece ser ésta. Usted mismo ha de juzgar si es más aceptable la declaración jurada de cuatro ciudadanos o bien sólo la de dos.
El magistrado se removió en su silla.
Estoy perfectamente informado de la situación, señor Buttall. ¿Qué dice usted, capitán Cherell, de la atestiguación según la cual el aboya Manuel estaba ausente?
Los ojos de Dinny se posaron en el rostro de su hermano. Estaba impasible y se mostraba ligeramente irónico.
– Nada, sir. No sé dónde se hallaba Manuel. Estaba demasiado ocupado en salvar mi vida. Sólo sé que se me acercó casi en seguida.
– ¿Casi? ¿Cuánto tiempo después?
– En realidad lo ignoro, sir. Tal vez tardó un minuto. Yo intentaba detener la sangre y me desmayé en el instante en que llegó.
Durante los siguientes discursos de los dos abogados, la apatía de Dinny volvió y desapareció de nuevo en el curso de los cinco minutos de silencio que les sucedieron. En todo el Tribunal, tan sólo el magistrado parecía ocupado; y era como si nunca hubiese tenido que acabar. Mirándole a través de las pestañas entornadas, le veía consultar una serie de documentos. Tenía el rostro colorado, la nariz larga, la barbilla puntiaguda, y unos ojos que le agradaban todas las veces que lograba verlos. Instintivamente sentía que no se encontraba a sus anchas. Finalmente dijo
– En este caso, yo no debo indagar si ha sido cometido un delito o -si el acusado lo ha cometido; tan sólo debo preguntarme si las declaraciones que me han sido presentadas son tales que me convenzan de que la acusación que contienen constituye un delito por el cual pueda pedirse la extradición, si el mandato extendido por el país extranjero está debidamente autentificado y, si se han aducido pruebas suficientes para justificar, por parte de dicho país, que el acusado deba sufrir proceso ante los Tribunales.
Se detuvo un momento, y luego añadió
– No cabe duda de que el delito alegado es susceptible de extradición v que el mandato extranjero está debidamente autentificado.
Se detuvo de nuevo y, en un silencio de muerte, Dinny oyó un largo suspiro, como si hubiera sido emitido por un espectro; tan aislado e incorpóreo fue su sonido. Los ojos del magistrado se volvieron para mirar a Hubert y continuó
– A pesar mío, he llegado a la conclusión de que, basándome sobre las declaraciones aducidas, es mi deber recluir en la cárcel al acusado, donde aguardará a que le entreguen al Gobierno extranjero, tras mandato del secretario de Estado, si éste juzgara oportuno extender dicho mandato. He escuchado la declaración del acusado, según la cual él tenía una antecedente justificación que quitaba al hecho de que le acusaban todo carácter de delito, sostenida por la declaración de un testigo y contradicha por la de otros cuatro. No tengo la posibilidad de escoger entre la calidad contradictoria de estas dos declaraciones, salvo en la proporción de cuatro contra dos y, por consiguiente, dejaré de ocuparme de ello. Frente a la declaración jurada de cuatro testigos, que sostienen que hubo premeditación, no creo que la afirmación contraria del acusado, no corroborada por prueba alguna, podría justificar, en caso de delito cometido en este país, la negativa de entregarle a los Tribunales. Por lo tanto, no puedo aceptarla como justificación de la negativa de entregarle, tratándose de un delito cometido en otro país. No titubeo en confesar mi poca satisfacción al llegar a esta conclusión, pero me parece que no tengo otra salida. La cuestión, repito, no estriba en el hecho de que el acusado sea más o menos inocente, pero en lo que se refiere a si se ha de celebrar o no un proceso, yo no puedo asumir la responsabilidad de decir que no habría de tener lugar. En ocasiones como ésta, la última palabra ha de decirla el secretario de Estado, quien extiende la orden de entrega. Yo, por lo tanto, lo recluyo en la cárcel, donde aguardará a que el mandato sea extendido. No será entregado usted hasta que no haya expirado el plazo de quince días, y tiene usted derecho a pedir la aplicación de la ley del Habeas Corpus, por lo que a la legalidad de su encarcelamiento se refiere. Yo no tengo poder de otorgarle ulterior libertad provisional, pero puede que la logre si la solicita a la Real Corte.
Los ojos horrorizados de Dinny vieron que Hubert, muy tieso, hada una ligera inclinación al magistrado y salía del banco lentamente y sin volverse. Tras de él salió también su abogado.
Ella permaneció sentada, como atontada, y su única impresión de los momentos que siguieron fue la visión del petrificado rostro de Jean y de las bronceadas manos de Alan, que se apretaban sobre el puño de su bastón.