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Volvió en sí al darse cuenta de que las lágrimas surcaban las mejillas de su madre, y que su padre se había puesto en pie. Vamos -dijo éste-, salgamos de aquí.

En ese momento lo sintió más por su padre que por cualquier otro. Desde que había sucedido el hecho, ¡había hablado tan poco y sufrido tanto! ¡Para él era espantoso! Dinny comprendía harto bien sus sencillos sentimientos. Para él, la negativa de creer en la palabra de Hubert significaba un insulto lanzado a la cara de su hijo, a la suya, padre de Hubert, y también a la cara de todo cuanto ellos representaban: a la cara de todos los soldados y de todos los caballeros.

Fuera lo que fuese que sucediera más adelante, jamás volvería a rehacerse del golpe. Entre la justicia y lo que era justo, ¡qué inexorable incompatibilidad! ¿Es que había hombres más honorables que su padre, que su hermano y que aquel mismo magistrado?

Mientras caminaba por ese desordenado callejón sin salida de vida y de tráfico que es Bow Street, se dio cuenta de que estaban todos, salvo Jean, Alan y Hallorsen. Sir Lawrence dijo.

– Es mejor que cojamos unos taxis y que nos vayamos. Lo más conveniente sería que fuéramos a Mount Street para consultar qué debemos hacer.

Cuando media hora más tarde se reunieron en la salita de tía Em, aquellos tres aún estaban ausentes.

– ¿Qué les habrá sucedido? – preguntó sir Lawrence. – Probablemente habrán ido a buscar al abogado de Hubert – contestó Dinny; pero ella sabía algo más. Se estaba organizando algún proyecto desesperado y poca fue la atención que prestó al consejo de familia.

Según la opinión de sir Lawrence, el único hombre que podía ayudarles realmente era Bobbie Ferrar. Si él no tenía influencia sobre Walter, nadie más la tendría. Y propuso ir nuevamente a verles a él y al marqués.

El general nada dije. Permanecía algo apartado, mirando uno de los cuadros de su cuñado, evidentemente sin verlo. Dinny comprendió que no se les unía porque no podía hacerlo. Quién sabe en qué estaba pensando! Quizás en cuando era joven como su hijo, o tal vez en los largos días de maniobras bajo el sol abrasador entre las arenas y las rocas de la India y de Sudáfrica. O bien en los días aún más largos transcurridos en las oficinas administrativas, en los estudios agotadores hechos sobre los mapas geográficos, con los ojos sobre el reloj y los oídos atentos al teléfono. O en sus heridas y en la larga enfermedad de su hijo o bien en la extraña compensación que, al fin, obtenían dos vidas dedicadas al servicio de su país.

Ella estaba al lado de Fleur, dándose cuenta instintivamente de que de ese cerebro límpido y vivaz podría quizá venir una sugerencia realmente eficaz.

– El Squire tiene mucha influencia en el Gobierno Yo podría ir a ver a Bentworth -oyó que decía Hilary, y el Rector añadió

– ¡Ah! Le conocí en Eaton. Iré con usted. Tía Wilmet, con su voz ronca, dijo

– Yo volveré a ver a Hen. Conoce a los soberanos. Michael observó

– Dentro de unos quince días se reanudarán las sesiones en la Cámara.

Y Fleur, impaciente, replicó

– Eso no servirá de nada, Michael. Y tampoco sirven los periódicos. Tengo una idea.

Dinny se acercó un poco más.

– No hemos examinado suficientemente el fondo del asunto. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué el Gobierno boliviano ha de preocuparse tanto por un mulero mestizo? No es el delito en sí lo que cuenta, sino la ofensa inferida a su País. ¡Ser fustigados y matados por extranjeros!… Es menester hacer algo para que el ministro boliviano se vea obligado a decirle a Walter que en realidad a ellos el asunto no les importa mucho.

– No podemos raptarle – repuso Michael -.r. En los altos círculos eso no se usa.

Una pálida sonrisa apareció en los labios de Dinny. No estaba muy segura de ello.

– Veremos – dijo Fleur, como hablando consigo misma -. Dinny, deberías venirte con nosotros. Aquí no irán más lejos – y sus ojos pasaron rápidamente revista a los ancianos-. Iré a ver a tío Lionel y a Alison. El no se atreverá a moverse, puesto que le han nombrado juez hace poco, pero ella sí. Además conoce a todas las personas de las Legaciones. ¿Quieres venir, Dinny?

– Yo tendría que quedarme con mamá y papá.

– Pasarán unos días aquí. Tía Em acaba de pedírselo. Bueno, si tú también te quedas, ven a mi casa todas las veces que quieras; podrías serme de ayuda.

Dinny asintió, contenta de seguir en Londres, porque el pensar en Condaford la oprimía ahora que se hallaban en un período de incertidumbre.

– Ahora nos vamos -dijo ' Fleur -. Yo me pondré en seguida en contacto con Alison. ¡Mimo, Dinny ¡ Ya verás que de un modo u otro lograremos sacarle del atolladero. ¡Si por lo menos no se tratase de Walter! No puede haber hombre menos indicado. Imaginar que uno siempre ha de ser «justo» es una especie de enfermedad mental.

Cuando todos, salvo los más íntimos de la familia, se hubieron marchado, Dinny se aproximó a su padre. Todavía permanecía derecho delante de un cuadro, pero no era el mismo de antes.

Deslizándole una mano debajo del brazo, le dijo

– Todo se arreglará, papaíto querido. Ya has visto que el magistrado estaba realmente pesaroso. No tenía poder piara cambiar las cosas, pero el secretario de atado sí lo tiene.

– Estaba pensando – dijo el general -, qué harían los habitantes de este país si nosotros no trabajáramos y arriesgáramos la vida por ellos.-Hablaba sin énfasis y sin amargura -. Me preguntaba por qué razón deberíamos continuar ejerciendo nuestra profesión, si no ha de darse fe a nuestra palabra. Me preguntaba dónde pararía aquel magistrado – ¡oh, creo que, según su punto de vista, tiene toda la razón! – si unos jóvenes como Hubert no se hubiesen alistado antes de hora. Me pregunto por qué hemos escogido un camino que nos ha llevado, a mí al borde de la ruina y a Hubert a este percance, cuando habríamos podido vivir tranquilos y cómodamente ejerciendo el comercio o la carrera de leyes. ¿Es que importa un bledo la carrera de un hombre cuando sucede una cosa semejante? Yo siento el insulto que se ha hecho al Ejército, Dinny.

Ésta notó el movimiento convulsivo de sus flacas manos morenas, cerradas como si estuviese en la posición de «descansen». Todo su corazón voló hacia él, a pesar de que veía perfectamente lo absurdo del privilegio que pretendía. «Es más fácil que el Cielo y la Tierra desaparezcan, que no que falle una pequeña palabra de la Ley». ¿No era ésta la frase que leyera poco tiempo antes en aquel libro que, según su misma sugerencia, habría debido ser transformado en un código naval secreto?

– Bueno – concluyó el general -, ahora he de salir con Lawrence. Cuida bien de tu madre, Dinny. Tiene dolor de cabeza.

Cuando hubo cerrado las celosías del dormitorio de su madre y le hubo suministrado los acostumbrados medicamentos, la dejó sola a fin de que intentara conciliar el sueño. Volvió a bajar las escaleras. Clara había salido y la salita, poco antes tan llena de personas, ahora parecía vacía. La atravesó en toda su longitud y abrió el piano. Una voz dijo

– No, Polly, has de ir a dormir. Me siento demasiado triste – y Dinny se dio cuenta de que en un ángulo de la habitación estaba su tía encerrando al loro en su jaula.

– ¿Podemos estar tristes juntas, tía Em? Lady Mont se volvió.

– Pon tu rostro cerca del mío, Dinny.

Obedeció. El rostro era redondo, rosado y fino, y le dio una sensación de reposo.

– Sabía desde el principio lo que diría el magistrado – dijo lady Mont -. ¡Su nariz era tan larga! Dentro de diez años le tocará la barbilla. No sé por qué se permiten cosas así. Con un hombre semejante no hay nada que hacer. Lloremos, Dinny. Siéntate ahí y yo me sentaré aquí.

– ¿Lloras despacio o fuerte, tía Em?

– Depende. Empieza tú. ¡Un hombre que no puede asumir una responsabilidad! ¡.Yo habría sabido asumir muy bien esa responsabilidad, Dinny! ¿Por qué no le dijo a Hubert: «Vete y no vuelvas a pecar»?