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– ¡Pero Hubert no ha pecado!

– Tanto peor. ¿Por qué tiene que cuidarse de unos extranjeros? El otro día estaba sentada cerca de la ventana, en Lippinghall. Había tres estorninos en la terraza y yo estornudé dos veces. ¿Crees que se cuidaron de mí? ¿Dónde está Bolivia? – En América del Sur, tía Em.

– Jamás logré aprender Geografía. Mis mapas eran- los peores que jamás se hicieron en mi escuela, Dinny. Una vez me preguntaron dónde abrazó Livingstone a Stanley, y yo contesté: «En las cataratas del Niágara». Naturalmente, me equivoqué.

– Te equivocaste sólo de continente, tía.

– Sí. Nunca he visto reír tanto a una persona como no mi maestra cuando le di esa respuesta. Era una mujer gorda. He encontrado a Hubert bastante flaco.

– Siempre ha sido flaco, pero parece menos doblado sobre sí mismo desde su boda.

– Jean está más gorda, lo cual es natural. Tendrías que casarte, Dinny.

– Jamás te he visto tan entregada a la manía de casar a la gente, tía Em.

– ¿Qué sucedió el otro día sobre la piel de tigre? – No puedo decírtelo, tía.

– En tal caso, debe de ser bastante feo. – ¿No querrás decir hermoso?

– Tú me estás tomando el pelo.

¿Me has conocido impertinente alguna vez, tía?

– Sí. Recuerdo perfectamente que escribiste una poesía sobre mí.

I do not tare for Auntie Em,

She says I cannot sew or hem.

Dos she? Well! I can sew a dem

Sight better than my Awntie Em. [5]

La he conservado, porque siempre he creído que demostraba carácter.

– ¿Tan diablillo era?

– Sí… ¿No sabes algún método para acortar los perros? e indicó el perro dorado tendido sobre la alfombra -. El cuerpo de Bonzo es demasiado largo.

– Ya te lo dije, tía, cuando todavía era un cachorro.

– Sí, pero no me fijé en ello hasta que comenzó a cazar conejos. No puede entrar bien en las madrigueras y esto le hace parecer débil. ¡Bueno! Si no nos ponemos a llorar, Dinny, ¿qué debemos hacer?

– ¿Reír? – murmuró Dinny.

CAPÍTULA XXXIII

Su padre y sir Lawrence no vendrían a cenar y su madre quería quedarse en cama, por, lo que Dinny cenó sola con su tía, ya que Clara estaba con tinos amigos.

– Tía Rin -dijo en cuanto hubieron terminado -. ¿Te sabría mal si fuese a casa de Michael? Fleur ha tenido un presentimiento.

– ¿Por qué? – contestó lady Mont -. Es aún demasiado pronto… hasta marzo.

– Tú piensas en otra cosa, tía. Un presentimiento significa una idea.

– ¿Y por qué no la ha expuesto? – y repudiando con semejante sencillez las expresiones modernas, lady Mont oprimió el timbre -. Blox, un taxi para la señorita Dinny.

Y, cuando regrese sir Lawrence, hágamelo saber. Quiero tomar un baño caliente y lavarme los cabellos.

– Sí, milady.

– ¿Te lavas los cabellos cuando estás triste, Dinny? Dirigiéndose hacia South Square, en la noche neblinosa y oscura, Dinny experimentaba una melancolía que superaba todo cuanto había sentido hasta ese momento. La idea de Hubert en la cárcel, arrancado de los brazos de su mujer cuando tan sólo hacía tres semanas que se había casado, con la perspectiva de una separación que podría ser permanente y un destino en el que le resultaba insoportable pensar, y todo esto porque había gente demasiado escrupulosa para hacer una concesión y aceptar su palabra, hacía que el terror y la ira se acumulasen en su alma, como el calor se condensa antes de una tempestad.

Halló a Fleur y a lady Alison discutiendo los modos y los medios. Por lo visto el Ministro boliviano estaba ausente por convalecencia, y en su lugar había un subordinado. Esto, según lady Alison, complicaba el asunto, porque probablemente el subordinado no querría asumir responsabilidad alguna. A pesar de todo, ella daría un almuerzo al que serían invitados Fleur y Michael y también Dinny, caso de desearlo. Pero ésta movió la cabeza: había perdido confianza en su maña para tratar a los políticos.

– Si tú y Fleur no podéis arreglar las cosas, tía Alison, menos lo haré yo. Pero Jean es singularmente atractiva, cuando quiere.

– Ha telefoneado hace un rato y me ha rogado que si venías aquí te dijera que fueras a verla a su casa. De otro modo, te escribiría.

Dinny se puso en pie. -Voy al instante.

Anduvo rápidamente entre la niebla a lo largo del Embankment, dirigiéndose hacia el grupo de casas obreras donde Jean había encontrado un piso. En la esquina de una calle algunos muchachos pregonaban los sucesos sensacionales del día. Compró un periódico para ver si hablaba del caso de Hubert y lo abrió debajo de un farol. ¡Sí, aquí estaba! «Oficial británico detenido. Extradición por acusación de homicidio».

¡Cuán poca atención habría prestado a esta noticia si no le concerniera! Lo que para ella y para los suyos era una tortura, para el público no pasaba de ser un hecho interesante y agradable. Las desgracias ajenas eran una distracción; los diarios sacaban de ello su sustento. El hombre que le vendió el diario tenía un rostro demacrado y era cojo. Como para sacar una gota del líquido de su amargo cáliz, le devolvió el periódico y le regaló un chelín. Los ojos del hombre se desorbitaron, estupefactos. ¿Había apostado sobre el vencedor?

Dinny subió la escalera de ladrillo. El departamento estaba en el segundo piso. Delante de la puerta un grueso gato negro daba rápidas vueltas sobre sí mismo, intentando cogerse la cola. Dio seis vueltas sobre el mismo punto. Luego se sentó, levantó una de sus patas posteriores y comenzó a lamerla.

Jean abrió la puerta. Evidentemente estaba preparando maletas, puesto que llevaba una combinación colgada del brazo. Dinny la besó y miró a su alrededor. Jamás había estado allí. Las puertas de la salita, del dormitorio, de la cocina y del cuarto de baño estaban abiertas, las paredes pintadas color verde manzana y el suelo recubierto con un linóleum verde oscuro. Los muebles consistían en un lecho matrimonial y unas cuantas maletas en el dormitorio; dos butacas y una pequeña mesa en la salita; una mesa de cocina y un frasco de sales para baño; ninguna alfombra, ningún cuadro y ningún libro; unos visillos de cretona estampada en las ventanas y un armario que ocupaba toda una pared del dormitorio, del que Jean había sacado los trajes amontonados ahora sobre la cama. Un olor a café y a espliego diferenciaba la atmósfera del apartamento de la de la escalera.

Jean dejó la combinación sobre la cama.

– ¿Quieres una taza de café, Dinny? Acabo de hacerlo. Llenó dos tacitas, las azucaró, le tendió una a Dinny junto con un paquete de cigarrillos, luego le indicó una poltrona y se arrellanó en la otra.

– ¿Te han dado mi recado? Me alegro de que hayas venido. Eso me evita tener que preparar un paquete. Detesto hacer paquetes, ¿y tú?

Su calma y el aspecto de no tener preocupación alguna se le antojaron a Dinny milagrosas.

– ¿Has visto a Hubert?

– Sí. Está bastante confortablemente. Dice que la celda no es mala y que le han dado libros y papel para escribir… También puede hacerse llevar comida, pero no le permiten fumar. Alguien tendría que protestar contra esta disposición. Según la Ley inglesa, Hubert todavía es tan inocente como el mismísimo secretario de Estado y no creo que haya ninguna ley que prohíba fumar al secretario de Estado, ¿verdad? Yo no volveré a verle, pero tú, Dinny, irás a visitarle. Le saludarás en modo particular de mi parte y le llevarás unos cigarrillos por si le dejaran fumar

Dinny la miró, pasmada.

– Pero, ¿qué es lo que vas a hacer?