– Bien, precisamente por eso quería verte. Se trata de un secreto. Prométeme que no se lo revelarás a nadie, o no te diré nada.
Dinny contestó
– ¡Palabra de honor! Continúa.
– Mañana marcharé a Bruselas. Alan se ha ido hoy. Le han prorrogado el permiso por urgentes asuntos de familia. Nos estamos preparando para lo peor, eso es todo. He de aprender a volar en un plazo brevísimo. Si hago tres pruebas diarias, tres semanas bastarán. Nuestro abogado nos ha garantizado por lo menos tres semanas. Naturalmente, no sabe nada. Nadie ha de saber nada, salvo tú. Te necesita. – Se inclinó hacia adelante y sacó de su monedero un pequeño paquete envuelto en papel de seda -. Me hacen falta quinientas libras. Dicen que allí podremos comprar por poco dinero un buen aparato de segunda mano, pero luego necesitaremos todo lo que sobre. Ahora, fíjate bien, Dinny. Ésta es una antigua joya de familia. Tiene mucho valor. Necesito, que tú la empeñes por quinientas libras. Y si empeñándola no te dieran tanto, debes venderla. Haz la operación a tu nombre y cambia la moneda inglesa por dinero belga, que me enviarás certificado a Bruselas, a Lista de Correos. Tendrás que hacer lo posible para mandármelo dentro de tres días.
Deshizo el paquete y descubrió un broche de esmeraldas, anticuado, pero magnífico.
– ¡Oh!
– Sí, es realmente bueno. Puedes pedir un precio muy alto. Estoy segura de que alguien te dará quinientas libras. Las esmeraldas se cotizan mucho.
– Pero, ¿por qué no la empeñas tú misma antes de marcharte?
Jean movió la cabeza
– No quiero hacer nada que pueda despertar sospechas.
En cambio, no importa lo que tú puedas hacer, Dinny, porque no estás a punto de infringir la Ley. Nosotros quizá la infrinjamos, pero no nos dejaremos echar el guante.
– Creo – dijo Dinny – que deberías decirme algo más. – No es necesario y, además, no me es posible. Nosotros mismos todavía no sabemos bastante. Pero, tranquilízate; no se llevarán a Hubert. Entonces, ¿lo coges? – y envolvió de nuevo el broche.
Dinny tomó el paquete y, no llevando monedero, lo deslizó debajo de su traje. Se inclinó hacia delante y dijo con mucha seriedad
– Prométeme que no haréis nada hasta que todo lo demás haya fallado.
Jean asintió
– Nada hasta el último instante. Resultaría desventajoso. Dinny le cogió una mano.
– No hubiera debido permitir que te hallaras en estas circunstancias, Jean. Yo fui quien te hizo encontrar con Hubert, ¿ sabes?
– Querida, jamás te perdonaría si no lo hubieras hecho. Estoy enamorada.
– ¡Pero es una cosa tan horrible para ti!
Jean miró a la lejanía y Dinny casi pudo oír al «cachorro» aproximarse desde un ángulo.
– ¡No! Me agrada pensar que soy yo quien tiene que sacarle de este berenjenal. Jamás me he sentido tan llena de vida como ahora.
– ¿Hay mucho riesgo para Alan?
– No, si hacemos las cosas con cabeza. Tenemos varios proyectos, según marchen las cosas.
Dinny suspiró.
– Espero de todo corazón que ninguno de ellos sea necesario.
– También lo espero yo; pero es imposible dejar las cosas a la casualidad, tratándose de un «animal justo» como Walter. – Bien. Adiós, Jean, y buena suerte.
Se besaron, y Dinny bajó a la calle con el broche de esmeraldas pesándole sobre el corazón como si fuera de plomo. Lloviznaba y tomó un taxi para regresar a Mount Street. Su padre y sir Lawrence acababan de entrar. Sus noticias eran de poca entidad. Parecía que Hubert no quería volver a pedir la libertad provisional. «Jean – pensó Dinny – tiene algo que ver con eso.» El secretario de Estado se hallaba en Escocia y no volvería hasta que se reanudasen las sesiones del Parlamento, o sea hasta al cabo de unos quince días. La orden de extradición no podía ser extendida hasta después. Según la opinión de los entendidos, tenían por lo menos tres semanas de tiempo para remover cielo y tierra. ¡Ah!, pero era más fácil que cielo y tierra desapareciesen que no que fallase una pequeña palabra de la Ley. Y, no obstante, ¿eran disparates lo que decía la gente al hablar de «intereses», de «influencias», de «arreglar las cosas»? ¿No existía algún medio mágico que todos ellos ignoraban?
Su padre le dio un beso y, lleno de pesar, fue a acostarse. Dinny se quedó a solas con sir Lawrence, pero incluso éste estaba deprimido.
– Nada de burbujas y de efervescencia entre nosotros – dijo -. Algunas veces pienso que supervalorizamos la Ley. En realidad, es un sistema que procede con ruda prontitud, con tanta exactitud en ajustar la condena al delito como la que puede haber en el diagnóstico de un médico que ve al paciente por vez primera. No obstante, por alguna misteriosa razón, nosotros le atribuimos las virtudes del Cáliz Sagrado y tratamos a sus mandamientos como si fueran transmitidos por Dios. Si alguna vez ha habido un caso en el cual un secretario de Estado deba dejarse conmover por un sentido de humanidad, es precisamente éste. Sin embargo, no creo que lo haga, Dinny. Y el caso es que tampoco Bobbie Ferrar lo cree. Parece que poco tiempo ha, un idiota mal inspirado definió a Walter como «el verdadero espíritu de la integridad», y esto, en vez de revolverle las tripas, se le ha subido a la cabeza y desde entonces ya no ha favorecido a nadie. Me he preguntado si no podía yo mandar una carta al Times, que rezara: «Esa actitud de inexorable incorruptibilidad en ciertos lugares es más peligrosa para la justicia que los métodos de Chicago». Chicago debería llevárselo. Creo que estuvo allí. Es espantoso que un hombre deje de ser humano.
– ¿Está casado?
– Ni siquiera eso – contestó sir Lawrence.
– Pero hay hombres que jamás comienzan a ser humanos. – Eso no es tan terrible. En casos así, uno sabe con quién ha de tratar y, si es menester, puede acudir a medidas extremas. No, los que causan molestias son los necios a quienes se les han subido los humos a la cabeza. Por cierto, le he dicho a un joven amigo que posarías para una miniatura.
– ¡Oh, tío! No podría hacerlo, con este asunto de Hubert en la mente.
– No, no, naturalmente que no. Pero algo ha de salir de todo eso. – Le lanzó una mirada astuta, y añadió: – A propósito, ¿y Jean?
Dinny le miró con ojos abiertos e ingenuos. – ¿Qué pasa con ella?
– No me parece mujer que se resigne fácilmente. – No, pero, ¿qué puede hacer la pobrecilla?
– ¡Quién sabe! – repuso sir Lawrence, levantando una ceja -. ¡Quién sabe! «Son amables criaturas inocentes, son ángeles sin alas.» Esto es el Punch de antes de tus tiempos,
Dinny. Y continuará siendo el Punch después de tus tiempos, salvo que hoy en día parece que las alas vayan saliendo con singular rapidez.
Dinny siguió mirándole con expresión de inocencia, pero dentro de sí pensaba: «¡Es bastante peligroso, tío Lawrence!» Un poco más tarde fue a acostarse.
¡Acostarse con el alma en tal estado de trastorno! Sin embargo, ¡cuántas otras personas con las almas trastornadas estarían yaciendo con el rostro contra la almohada, sin poder dormir! La habitación parecía estar llena de la irrazonable miseria del mundo. Alguien que hubiese tenido algo de genialidad habría podido levantarse y desahogar su propia melancolía componiendo un poema sobre Azzael, o sobre otra cosa ¡Ay! No era tan fácil. Ella yacía en la cama y estaba triste, triste e irritada.
Recordaba cuánto había sufrido a los trece años, cuando Hubert, que aún no tenía dieciocho, se fue a la guerra. Entonces fue algo sumamente doloroso, pero ahora era mucho peor.
Y ella se preguntaba el porqué. Entonces habría podido morir en cualquier momento; ahora estaba más seguro que cualquier otro que estuviera fuera de la cárcel. Su vida sería escrupulosamente protegida, incluso cuando le enviaran al otro lado del mundo, o le entregaran al Tribunal de un país que no era el suyo, para ser juzgado por un juez de sangre extranjera. Por algunos meses, estaba bastante seguro. ¿Por qué, pues, la condición parecía más peligrosa que todos los riesgos que había corrido siendo soldado, peor incluso que aquel largo y horrible período de la expedición de Hallorsen? ¿Por qué? A menos que no fuera porque aquellos antiguos peligros y penalidades habían sido soportados por libre voluntad, mientras que el actual sufrimiento érale impuesto por los demás. Le mantenían con la espalda en tierra, privado de los dos grandes privilegios de la existencia humana: la independencia y la vida individual. Para asegurarse estos privilegios, los seres humanos habían concentrado todos sus esfuerzos durante miles de años hasta que… ¡hasta que se habían vuelto bolcheviques! Privilegios para cada ser humano, pero sobre todo para unas personas como ellos, educadas sin temor a otro azote salvo al de su propia conciencia. Yacía en el lecho como si se encontrara en la celda de su hermano, mirando al futuro, deseando ardientemente a Jean, sufriendo por sentirse encerrado, sujeto, miserable y amargado. ¿Qué había hecho él que no hubiese hecho cualquier otro hombre sensible?