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El rumor del tráfico, que llegaba desde Park Une, formaba una especie de base a su rebelde infelicidad. Sintióse tan intranquila, que no pudo permanecer en cama y, habiéndose puesto la bata, comenzó a dar vueltas por la habitación sin hacer ruido, hasta que estuvo tiritando a causa del aire de fines de octubre que entraba por la ventana abierta.

A lo mejor había algo de bueno en el matrimonio. Al fin y al cabo una mujer casada tenía un pecho contra el que podía apretarse, unos oídos en los que podía verter sus lamentos y unos labios que probablemente emitían sonidos de simpatía. Pero, peor que la soledad, era la inactividad forzada. Envidiaba a los que, como su padre y sir Lawrence, podían cuando menos coger un taxi e ir de un lado para otro. En particular envidiaba enormemente a Jean y a Alan. Cualquier cosa que estuvieran pensando, era mejor que no tener ninguna idea, como le sucedía a ella. Sacó el broche de esmeraldas y lo contempló. Esto, al fin y al cabo, representaba algo que hacer durante el día siguiente. Ya se veía con la joya en la mano, ocupada en sacar grandes sumas a alguna persona encallecida con tendencias al arte de la usura.

Colocó la joya debajo de la almohada, como si su proximidad pudiese quitarle aquella sensación de impotencia. Finalmente se durmió.

A la mañana siguiente se despertó temprano. Se le había ocurrido la idea de que quizá podría empeñar la joya, lograr el dinero y llevárselo a Jean antes de que se marchara. Decidió consultar a Blox, el mayordomo. Al fin y al cabo, lo conocía desde que tenía cinco años. Era una institución y jamás descubrió ninguna de las iniquidades que ella le confiara en su niñez.

Por lo tanto, se le acercó cuando apareció con la maquinita especial para café.

– ¡Blox!

– Dígame, señorita Dinny.

– ¿Quiere ser tan amable y decirme, in confidence, quién cree usted que es el mejor prestamista de Londres? Sorprendido, pero impasible, porque después de todo cualquiera puede tener necesidad de empeñar algo en las actuales circunstancias, el mayordomo dejó la maquinita sobre la mesa, y se detuvo a reflexionar.

– Bueno, señorita Dinny. Hay un tal Attenborough, pero recuerdo que la gente prefiere dirigirse a un tal Frewer, en South Molton Street. Puedo buscar el número en el listín de teléfonos. Dicen que es de confianza y muy recto.

– Perfectamente, Blox. Se trata de un pequeño negocio.

– Precisamente, señorita.

– ¡Oh!, Blox, ¿tendré… tendré que dar mi nombre?

– No, señorita. Si puedo permitirme ofrecerle una sugerencia, dé usted el nombre de mi esposa y estas señas. Así, en caso de presentarse la necesidad de hacer alguna comunicación, yo podría telefonear y nadie se enteraría de nada.

– Es un gran alivio. Pero, ¿no le sabrá mal a la señora Blox?

– ¡Oh, no, señorita! Estará encantada de poderle hacer un favor. Si usted lo desea, yo podría tratar el asunto en su lugar.

– Gracias, Blox, pero me temo que tenga que hacerlo yo misma.

El mayordomo se acarició la barbilla y la miró. Dinny pensó que su expresión era benévola, pero ligeramente irónica. – Bien, señorita, en ese caso debo decirle que un poco de indiferencia no sobra ni aun con el mejor de esos señores. Si Frewer no hace una buena oferta, hay varios más.

– Gracias de todo corazón, Blox. Si no me ofreciera bastante, se lo haré saber. ¿Sería demasiado temprano ir a las nueve y media?

– Por lo que he oído decir, es la mejor hora. Lo encontrará fresco y cordial.

– ¡Querido Blox!

– Me han dicho que es una persona que comprende y que sabe cuándo se trata de una verdadera señora. No la tomará a usted por lo que no es.

Dínny se llevó un dedo a los labios. – Y mudo como un pez, Blox.

– ¡Oh!, absolutamente, señorita. Después del señorito Michael, usted ha sido siempre mi preferida.

– Lo mismo digo, Blox.

Cuando su padre entró, ella cogió el Times y Blox se retiró.

– ¿Has descansado bien, papaíto? El general asintió.

– ¿Qué tal se encuentra mamá?

– Mejor. Está a punto de bajar. Hemos llegado a la conclusión de que de nada nos sirve preocupamos, Dinny. -No, querido, de nada sirve, desde luego. ¿Crees que podemos empezar a desayunar?

- Em no baja y Lawrence desayuna a las ocho. Prepara el café.

Dinny, que participaba de la pasión de su tía por el café bueno, se dispuso a prepararlo casi reverentemente.

– ¿Y Jean? -- preguntó de repente el general -. ¿Vendrá con nosotros?

Dinny no levantó los ojos.

– No lo creo, papá. Está demasiado intranquila. Supongo que se las arreglará por sí sola. Yo haría lo mismo, si estuviera en su lugar.

– Sí, lo comprendo. Pobre muchacha. De todos modos, es valiente. Estoy contento dé que Hubert se haya casado con una mujer con ánimo. Esos Tasburgh tienen el corazón sólido. Me acuerdo de uno de sus tíos, a quien conocí en la India, en un regimiento gurkha. juraban por él. Déjame pensar, a ver si recuerdo dónde le mataron.

Dinny se inclinó aún más sobre el café.

Aún no eran las nueve y media cuando salió con la joya en el monedero y tocada con su más lindo sombrero. A las nueve y media en punto subía a un primer piso situado encima de una tienda, en la South. Molton Street. En una amplia habitación, y ante una mesa de caoba, estaban sentados dos hombres que habría podido tomar por corredores de apuestas, si hubiese conocido a alguno. Los miró con un poco de ansia, aguardando un signo de amabilidad. Parecían estar frescos. Uno de ellos se dirigió hacia ella.

Dinny se pasó una invisible lengua por los labios.

– Me han dicho que son ustedes tan bondadosos como para prestar dinero si uno ofrece como garantía joyas de valor. – Exacto, señora.

Era canoso y casi calvo, tenía ojos claros y la miraba a través de un pince-nez que sostenía con la mano. Se lo colocó sobre la nariz, empujó una silla hacia la mesa, y, haciéndole un signo con la mano, volvió a su sitio. Dinny se sentó.

– Necesito una suma bastante considerable. Se trata de quinientas libras. Por lo demás, la joya es realmente hermosa. Los dos caballeros se inclinaron ligeramente.

– El dinero lo necesito en seguida, porque he de hacer un pago.

Sacó el broche del bolso, le quitó el papel y lo empujó hacia delante, encima de la mesa. Luego, recordando que debía demostrar indiferencia, se apoyó en el respaldo y cruzó las piernas.

Los dos caballeros miraron la joya durante un minuto, sin moverse ni hablar. Luego el segundo abrió un cajón.y sacó una lente de aumento. Mientras éste examinaba la joya; Dinny se dio cuenta de que el primer caballero la estaba examinando ti a ella, y pensó que éste debía de ser el modo como se repartían el trabajo. ¿Cuál de las dos piezas decidirían ser la más genuina? Sentía un poco de ansiedad, pero mantenía las cejas altas y los párpados entornados.