– ¿Es suyo, señora? – preguntó el primer caballero. Recordando una vez más el viejo lema, Dinny pronunció un enfático
– Sí.
El segundo caballero dejó la lente y pareció sopesar el broche con la mano.
– Muy hermoso -dijo -. Anticuado, pero muy hermoso. Y ¿por cuánto tiempo necesitará usted el dinero?
Dinny, que no tenía la menor idea de ello, contestó valientemente
– Por seis meses. Pero supongo que, si viene al caso, podré recuperarlo antes, ¿verdad?
– ¡Oh, sí! ¿Ha dicho quinientas? -Si le parece bien.
– Si está usted satisfecho, señor Bondy – dijo el segundo caballero -, yo lo estoy.
Dinny levantó los ojos para mirar al señor Bondy. ¿Estaba quizá a punto de decir: «No, ella ha mentido»? Pero, no. Posó su labio inferior sobre el superior, le hizo una reverencia, y dijo
– Perfectamente.
«¿Quién sabe – pensó Dinny – si creen siempre lo que oyen, o si jamás lo creen? Supongo que, en realidad, eso les debe dar exactamente lo mismo. Ellos cogen la joya y yo, mejor dicho, Jean, debemos tener confianza en ellos.»
El segundo caballero se apoderó de la joya y, sacando un registro-caja, comenzó a escribir. El señor Bondy, entre tanto, se fue hacia una caja de caudales.
– ¿Desea billetes, señora? – Gracias.
El segundo caballero, que tenía bigote y patillas blancos y los ojos ligeramente bizcos, le pasó el libro.
– Su nombre y señas, señora.
Mientras escribía el nombre de la señora Blox y el número de la casa de la Mount Street, la palabra «¡Socorro!» le pasó por la mente, y cerró la mano izquierda para ocultar el dedo que hubiera debido ostentar una sortija. Sus guantes eran tan adherentes que no dejaban ver la deseada protuberancia circular. – Si usted reclama el objeto, nosotros pretenderemos 55o libras el día 28 del próximo mes de abril. A partir de esta fecha, a menos que no recibamos noticias suyas, el objeto será puesto en venta.
– Sí, desde luego. Pero, ¿y si lo rescatara antes?
– En tal caso, la suma dependerá del tiempo. Los intereses son del veinte por ciento; por lo tanto, dentro de un mes, digamos, nosotros pediremos solamente 5o8 libras, 6 chelines y 8 peniques.
– Comprendo.
El primer caballero le tendió un pedazo de papel.
– El recibo, señora.
– ¿Podrá ser rescatada la joya por cualquier persona que presente este recibo, en el caso de que no pudiera venir yo personalmente
– Sí, señora.
Dinny puso el recibo en su bolso y se quedó escuchando al señor Bondy, que estaba contando los billetes de Banco encima de la mesa. Contaba agradablemente y los billetes también producían un simpático crujido. Los cogió, los metió dentro del bolso y se levantó.
Muchísimas gracias.
– No hay de qué, señora; el placer ha sido nuestro. Encantados de haberla servido. ¡Hasta la vista!
Dinny se inclinó y se dirigió lentamente hacia la puerta. Por entre las pestañas semicerradas, vio que el primer caballero hacía un guiño.
Cerró el bolso y bajó la escalera como en sueños.
«Quién sabe si habrán creído que voy a tener un hijo – pensó – o si es sólo para jugar en las carreras.»
Sea como fuere, venía el dinero y eran las diez menos cuarto exactas. Probablemente la Agencia Cock le cambiaría el dinero, o por lo menos le diría dónde encontrar divisas belgas.
Empleó una hora y tuvo que visitar varios lugares antes de cambiar la mayor parte de la suma en moneda belga, de forma tal, que cuando entró en el andén de la Estación Victoria tenía calor. Anduvo lentamente al costado del tren, mirando a cada vagón. Ya había recorrido casi sus dos terceras partes, cuando una voz la llamó
– ¡Dinny!
Mirando a su alrededor, vio a Jean en la portezuela de un departamento.
– ¡Ah, hola, Jean! He corrido como una loca. ¿Tengo la nariz brillante?
– Tú jamás estás acalorada, Dinny.
– Bien, ya lo he hecho todo. Aquí está el resultado: quinientas libras, todo en moneda belga.
– ¡Magnífico!
– Y el recibo. Cualquiera puede recobrar la joya con él. El interés es del veinte por ciento, calculado día por día; pero a partir del 28 de abril, la joya será puesta en venta, a menos que no se haya rescatado antes.
– ¡No importa! Tengo que subir. Bruselas, Lista de Correos. ¡Adiós! Saluda cariñosamente a Hubert y dile de mi parte que todo marcha bien.
Echó los brazos al cuello de Dinny, la estrechó y se precipitó en el tren, que se puso en marcha casi en seguida. Dinny se quedó agitando la mano en dirección de aquel rostro luminoso vuelto hacia ella.
CAPITULO XXXIV
El comienzo activo y afortunado de la jornada la había sumido ahora en un más agudo sufrimiento, puesto que tenía la sensación de que sus manos estaban más vacías que nunca.
La ausencia del. secretario de Estado y del ministro boliviano parecía mantener en suspenso toda actividad, aun cuando ella hubiese podido ser útil en aquellas gestiones, lo que era imposible. No quedaba más que esperar, royéndose el corazón. Pasó el resto de la mañana paseando y mirando escaparates. Luego comió unos huevos pasados por agua en un restaurante A. B. C., y a continuación entró en un cine con la vaga idea de que, si podía ver un espectáculo aventurero y agradable, le parecería más normal lo que Jean y Alan estaban preparando, fuera lo que fuese. No tuvo suerte. En el film no aparecieron aeroplanos, ni extensiones abiertas, ni ningún detective, ni nadie que huyera de la justicia. Era el más sencillo documental de la vida de un señor francés, ya entrado en años, que se equivocaba continuamente de dormitorio, quedándose más de una hora en cada uno, sin que ninguna mujer perdiese su virtud. Dinny no pudo dejar de divertirse: aquel señor era muy gracioso y probablemente el más cabal embustero que ella jamás hubiese visto.
Después de ese poco de consuelo y calor, salió y se encaminó una vez más hacia Mount Street.
Allí supo que sus padres habían regresado a Condaford en el tren de la tarde, lo cual la hundió en la incertidumbre. ¿Debía regresar también ella y «ser una buena hija»? ¿Debía que darse «ante la brecha», por si se le presentaba algo que hacer?
Subió a su cuarto y comenzó a preparar su equipaje. Al abrir un cajón, le vino a las manos el Diario de Hubert, que la acompañaba por doquier. Volviendo sus páginas ociosamente, se detuvo en unos párrafos que no se le antojaban familiares, dado que no tenían nada que ver con sus privaciones.
«He aquí una frase de un libro que estoy leyendo: "Nosotros pertenecemos, desde luego, a una generación que ha visto el fondo de las cosas, que ha visto la futilidad de todo y que ha tenido el valor de aceptar esta realidad y de decirse: -No podemos hacer otra casa que divertirnos todo lo posible". Pues bien, estoy seguro de que ésta es mi generación, la que ha visto la guerra y sus consecuencias; y, desde luego, ésta es la actitud de una serie de Personas. Pesó, de todos modos, cuando uno piensa en ello, se da cuenta de que esta frase hubiera Podido atribuirse a cualquier generación. Porque, as qué se llega con esto? Admitamos haber comprendido la vanidad de la religión, del matrimonio y de los tratados, de la honradez comercial, de la libertad y de toda clase de ideales; haber visto que nada contienen de definitivo; haber comprendido que la única cosa absoluta es el placer y que uno cree gozarlo. Pues bien, después de haber admitido todo esto, deberá reconocer que se ha adelantado algo en la senda que al placer conduce ¡No! Se está mucho más alejado de ella. Si el credo de cada uno es, conscientemente y cruelmente, "divertirse a toda costa", cada cual se divertirá a expensas de los demás y el demonio se apoderará de los últimos, que es como decir de casi todos, y- especialmente de esos necios que han tenido ese credo por naturaleza, de manera que ellos, ciertamente, no Podrán disfrutar de tan deseado deleite. Todas esas cosas, Para ellos tan llenas de vanidad, no son más que los reglamentos de tráfico establecidos por los hombres a través de los siglos Para mantener a freno la humanidad, a fin de que todos puedan gozar de una buena probabilidad de vivir bien, en vez de dejar regocijarse de los bienes de la vida tan sólo a los Pocos hábiles, violentos y peligrosos. Todas nuestras instituciones: la religión, el matrimonio, los tratados, las leyes y similares, son unas formas de atención para con los demás, necesarias para asegurarnos la atención mutua. Sin ellas, no seríamos más que una sociedad de débiles bandidos que cometen sus fechorías en automóvil, y de prostitutas esclavas de unos Pocos superestafadores. Por lo tanto, no se (ruede dejar de creer en la necesidad de tener atenciones para con los demás, sin hacer el ridículo nosotros mismos y sin privarnos de nuestra posibilidad de gozar. Lo extraño es que, a pesar de las 'cosas que se dicen, todos reconocemos perfectamente esta justicia. La gente que charla, como el individuo de este libro, no obra según su credo cuando la circunstancia se presenta. En realidad, esta filosofía de "tener el valor de aceptar la inutilidad de las cosas y de apresar el Placer" es sencillamente un modo da pensar muy superficial. A pesar de todo, cuando lo leí por vez primera me pareció absolutamente plausible.»