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Llegó a Oxford Street y se detuvo al borde de la acera, esperando el momento de cruzar la calle. Muy cerca suyo estaba la cabeza blanca y huesuda de un caballo de tiro. Comenzó a acariciarlo en el cuello, deseando haber tenido un terrón de azúcar. El caballo no le hizo caso y tampoco se lo hizo su dueño. ¿Por qué habría debido hacérselo? Desde el primero hasta el último día del año pasaban y se paraban, se paraban y pasaban por aquel maelstrom, lentamente, pacientes, sin esperanza de liberación, hasta que los recogieran en el suelo, agotados, y se los llevaran.

Un urbano invirtió la dirección de sus mangas blancas, el cochero sacudió las riendas y el caballo avanzó, seguido de una larga procesión de coches. El urbano invirtió nuevamente la dirección de sus mangas, y Dinny atravesó la calle, se dirigió hacia Totenham Court Road y allí se detuvo de nuevo, aguardando. ¡Qué intrincado hervidero de criaturas y de coches! ¿Hacia qué fin se encaminaban y qué designio secreto servían? ¿A qué se reducía todo? Una comida, un cigarrillo, un instante de la así llamada «vida» en algún cine y una cama al terminar el día. Un millón de oficios ejercidos con fidelidad e infidelidad para poder comer, soñar un poco, dormir y volver a empezar. Allí parada se sintió invadir tan fuertemente por una sensación de la inexorabilidad de la vida, que no pudo retener una exclamación. Un hombre robusto le preguntó

– Usted perdone, ¿le he pisado un pie, señorita? Mientras sonriendo decía que no, el urbano invirtió la dirección de sus mangas blancas y ella cruzó la calle. Llegó a Gower Street y superó rápidamente su singular desolación. «Un río más, un río más que atravesar, y se encontró en los Meads, con su laberinto de callejuelas miserables, de arroyos, de vida infantil. En la Vicaría, su tío y su tía estaban por una vez en casa los dos y se disponían a sentarse a la mesa. También Dinny se sentó. No retrocedía ante la idea de discutir con ellos la «inminente operación». Ellos siempre vivían entre problemas. Hilary dijo

– El viejo Tasburgh y yo convencimos a Bentwarth para que hablase con el Secretario de Estado y, anoche, el «Squire» me envió este billete: «Todo cuanto Walter ha querido decir, es que tratará el asunto desde el punto de vista de la justicia, sin contemplaciones para con lo que él llama el "rango" de su sobrino… ¡qué palabra! Siempre he dicho que el individuo hubiese tenido que seguir siendo liberal.»

– ¡Desearía que tratara el asunto desde el punto de vista de la justicia! – exclamó Dinny -. Si lo hiciera así, Hubert estaría salvado. ¡Detesto esa forma de lisonjear a lo que ellos llaman la Democracia! A un cochero le concederían el beneficio de la duda.

– Es una relación contra los tiempos antiguos, Dinny, y ha ido demasiado lejos, como sucede con todas las reacciones. Cuando yo era muchacho, aún había algo de verdad en la acusación que se formulaba en contra de los privilegios. Ahora es todo lo contrario: una posición elevada es una desventaja frente a la Ley. Pero no hay nada tan difícil como gobernar entre la corriente: uno quiere ser justo y no lo logra.

– Mientras venía hacia aquí, he estado pensando en varias cosas, tío. ¿De qué ha servido que tú y Hubert, papá y tío Adrián y millones de otras personas hayáis cumplido lealmente con vuestro cometido? Aparte de lograr pan y vino, desde luego.

– Pregúntaselo a tu tía.

– Tía May, ¿de qué sirve?

– No lo sé, Dinny. Me han enseñado a creer que sirve de algo, de modo que continúo creyéndolo. Si tú te casaras y tuvieras familia, probablemente no harías tales preguntas.

– Ya sabía que tía May evitaría contestarme. Hazlo tú, tío. – Bueno, Dinny, yo tampoco lo sé. Como dice tu tía, nosotros hacemos lo que estamos habituados a hacer, y eso es todo.

– Hubert dice en su Diario que una atención hacia los demás es una atención hacia consigo mismo. ¿Es verdad?

– Es un modo más bien imperfecto de exponer la cuestión. Yo prefiero decir que dependemos tanto los unos de los otros que, para cuidarnos de nosotros mismos, es necesario no descuidar a los demás.

– Pero, ¿vale la pena?

– ¿Quieres decir si vale la pena vivir? – Sí.

– Después de cincuenta mil años (Adrián dice que por lo menos un millón) de vida humana, la población del mundo es, en modo notable, mucho más abundante de cuanto jamás haya sido. Pues bien, considerando todas las miserias y las luchas del género humano, la humanidad, tan consciente como está de sí misma, ¿habría continuado si no valiese la pena vivir?

– Creo que no – repuso Dinny, pensativa -. Pienso que en Londres uno pierde el sentido de las proporciones.

En ese momento entró la doncella.

– El señor Cameron desearía verle, sir.

– Hágale pasar, Lucy. Te ayudará a volverlo a encontrar, Dinny. Es una prueba ambulante del inextinguible amor a la vida. Ha tenido todas las enfermedades que existen debajo del sol, incluyendo una enfermedad ovejuna, y por si esto fuera poco, ha estado en tres guerras, ha sufrido los efectos de dos terremotos y ha hecho toda clase de trabajos en todas las partes del mundo. Ahora está sin empleo y sufre una enfermedad del corazón.

El señor Cameron entró. Era un hombre bajo y demacrado, sobre los cincuenta, de ojos célticos, grises y brillantes, cabellos oscuros algo canosos y nariz ligeramente ganchuda.

– Hola, Cameron – dijo Hilary, levantándose -. ¿Ha peleado de nuevo?

Una de sus manos estaba vendada, como si tuviera una luxación en el pulgar.

– Bueno, señor Vicario, el modo como muchos individuos tratan a los caballos es espantoso. Ayer tuve una pelea. Un fulano fustigaba a un caballo lleno de buena voluntad, pero sobrecargado, y yo jamás he podido tolerar una cosa semejante. -¡Espero que le diera su merecido!

El señor Cameron guiñó los ojos.

– Bueno, le hice sangrar un poco la nariz y yo sufrí una. luxación en el pulgar. Pero he venido a decirle, sir, que he encontrado una colocación en el Ayuntamiento. No es mucho, pero basta para ir tirando.

– ¡Estupendo! Oiga, Cameron, lo siento mucho, pero mi esposa y yo hemos de ir a una junta. Quédese aquí, tome una taza de café y charle un rato con mi sobrina. Háblele del Brasil.

El señor Cameron miró a Dinny. Tenía una sonrisa encantadora.

La hora siguiente pasó muy rápida y entretenida. El señor Cameron tenía una conversación fluida. Le contó, prácticamente, toda la historia de su vida, desde su infancia en Australia y su alistamiento a los dieciséis años para ir a la guerra de los boers, hasta sus experiencias después de la gran guerra. Había hospedado en su cuerpo toda especie de insectos y microbios; había tratado con caballos, chinos, cafres y brasileños; se había F roto la clavícula y una pierna, conocía los gases asfixiantes y la conmoción nerviosa producida por los bombardeos; pero – como explicó esmeradamente – ya no le quedaba mal alguno, salvo «aquella miaja de molestias en el corazón». Su rostro tenía una especie de luz interior y sus palabras demostraban que no tenía conciencia de ser un tipo fuera de lo ordinario. En esos momentos, era el mejor antídoto que Dinny hubiese podido tomar y lo retuvo todo lo posible.

Cuando se hubo marchado, salió ella también, sumándose É al tráfico callejero con ojos nuevos. Eran las tres y media. Aún tenía dos horas y media que matar. Anduvo hacia el Regent's Park. Pocas eran las hojas que habían quedado en los árboles y el aire olía fuertemente a hojarasca quemada. Pasó a través del humo tenue y azulado pensando en el señor Cameron y resistiendo a la melancolía. ¡Qué vida había hecho! ¡Y qué alegría de vivir habíale quedado! Pasó por las cercanías del Long Water, iluminado por los últimos rayos del sol, y entró en Marylebone. Se le ocurrió que antes de ir al Foreign Office tenía que buscar un lugar donde arreglarse un poco. Escogió los «Almacenes Harridge», y entró. Eran las cuatro y media. Ilis salones estaban llenos de gente. Fue vagando del uno al otro, compró una borla de polvos, tomó un té, se arregló y salió. Aún faltaba más de media hora y se puso de nuevo a caminar, a pesar de que ya se sentía cansada. A las seis menos cuarto exactas, dio su tarjeta de visita a un empleado del Foreign Office y la acompañaron a una sala de espera. La sala no tenía espejos, de forma que sacó de su bolso la polvera y se miró en el espejito, opaco por el polvo. Le pareció estar descontenta de sí misma y le supo mal, aunque, después de todo, no tuviese que ver a Walter. Tenía que quedarse a un lado y aguardar. ¡Siempre aguardar!