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Solamente una ventana estaba iluminada: la del despacho de su padre. Parecía raro que ya se hubiesen acostado, con la alegría que debía embargar sus corazones. Silenciosamente avanzó por la terraza y escudriñó a través de los visillos no del todo corridos. El general hallábase sentado ante su escritorio, con unos documentos esparcidos delante suyo, las manos entre las rodillas y la cabeza inclinada. Distinguía la cavidad debajo de las sienes, los cabellos encima, la expresión de su rostro casi abatida. Su actitud era la de un hombre sumido en un paciente silencio que se preparaba a aceptar el desastre. En Mount Street ella habla leído algo sobre la Guerra de Secesión americana y pensó que, aparte las barbas que su padre no llevaba, ésa podía ser la actitud de algún viejo general del Sur la noche anterior a la rendición de Lee. Repentinamente pensó que, quizá por alguna malignidad de la suerte, no había recibido el telegrama.

Dio unos golpecitos en el cristal. Su padre levantó la cabeza. Su rostro, bañado por la claridad de la luna, estaba de un color gris ceniciento y era evidente que interpretaba su llegada como una confirmación de lo peor. Abrió la ventana. Dinny se apoyó en el alféizar y le posó las manos sobre los hombros.

– ¡Papá! ¿No has recibido mi telegrama? Todo ha salido bien. Hubert está en libertad.

Las manos del general se levantaron impetuosamente y le estrecharon las muñecas. Su rostro adquirió color, sus labios se distendieron y, de repente, pareció haber rejuvenecido diez años.

– Dinny, ¿es cierto?

Asintió. Sonreía, pero tenía los ojos empañados en lágrimas.

– ¡Dios santo! ¡Qué sorpresa! ¡Entra!! He de subir a decírselo a tu madre! – y antes de que ella hubiese entrado, él había abandonado la habitación.

En aquel cuarto que había resistido a sus tentativas de embellecimiento y a las de su madre, y que conservaba la severidad de un despacho, Dinny permaneció mirando a aquella derrota del arte con una sonrisa que habíasele tomado crónica. Su padre, con sus documentos, sus libros de guerra, sus fotografías antiguas, sus recuerdos de la India y de Sudáfrica y el retrato viejo estilo de su caballo favorito, la planta de la prosperidad, la piel de leopardo cuyas garras probara y los dos cuernos de ciervo, sería nuevamente feliz. ¡Qué bendición!

Presintiendo que a sus padres les gustaría quedarse a solas para alegrarse del suceso, subió despacio al cuarto de Clara. Este vivaz miembro de la familia estaba dormido, con un brazo cubierto por la manga del pijama fuera de la sábana y la mejilla 4poyada en el dorso de la mano. Dinny miró cariñosamente la cabeza de oscuros cabellos, y volvió a salir.

Era inútil echarle a perder el primer sueño. Se quedó de pie frente a la ventana de su dormitorio, mirando a través de los olmos desnudos los campos y el bosque lejano iluminados por la luna. Se hallaba en su casa, como un buque en el puerto después de la tempestad. ¡Esto era suficiente! Se tambaleó y se dio cuenta de que estaba casi dormida. La cama no estaba hecha. Sacó del armario una bata vieja y gruesa, se quitó los zapatos y el traje, se puso la bata y se acurrucó debajo del edredón. Dos minutos más tarde, siempre con aquella sonrisa en los labios, estaba dormida.

Un telegrama de Hubert, recibido al día siguiente durante el desayuno, les informó que él y Jean llegarían a la hora de cenar.

– ¡El joven Squire regresa ¡- murmuró Dinny -. Trae consigo a la novia. Gracias a Dios será tarde y podremos matar al cordero más gordo en privado. ¿Está listo el cordero gordo, papá?

– Tengo dos botellas de Chambertin 1865, de tu bisabuelo. Beberemos eso_ y coñac viejo.

– Mamá, Hubert prefiere las becadas y los bollos. ¿Y las ostras? Le encantan las ostras.

– Ya me cuidaré de todo, Dinny.

– Y las setas – añadió Clara.

– Me temo, mamá, que tendrás que recorrer todo el condado.

Lady Chenrell sonrió y su sonrisa la hizo parecer más joven.

– Es un hermoso día para ir a cazar – dijo el general -. ¿Qué te parece, Clara? El encuentro está fijado para las once, en Wyvell's Cross.

– ¿Desde luego?

Regresando de las caballerizas después de haber presenciado la partida de su padre y de Clara, Dinny se quedó fuera, jugueteando con los perros. El término de aquella larga espera y la sensación de no tener nada por qué preocuparse eran tan deliciosos que ella no se rebelaba contra el singular parecido del estado presente de la carrera de Hubert con el que tanta pena le causara dos meses antes. Era exactamente la misma posición, e incluso puede que peor, porque estaba casado. Sin embargo, se sentía alegre como un pájaro.

Esto demostraba que Einstein tenía razón y que todo era relativo.

Estaba cantando «El cazador furtivo de Lincolnshire», mientras se dirigía hacia el jardín, cuando el rumor de una moto en el paseo le hizo volver la cabeza. Un joven en traje de motorista agitó una mano, arrimó la moto a un matorral de rododendros y se dirigió hacia ella, quitándose el casco.

¡Alan, naturalmente! Tuvo en seguida la sensación que experimenta una jovencita que está a punto de ser pedida en matrimonio. Sentía que, aquella mañana, nada le impediría a Alan formular su pregunta, porque no había logrado llevar a cabo la acción peligrosa y heroica que habría podido hacer demasiado obvia la petición de una recompensa.

«Pero quizá – pensó – todavía lleva barbas…, lo cual podría frenarle.»

¡Ay!, la barbilla se destacaba sólo algo más pálida que el resto del rostro bronceado.

Fue a su encuentro con las manos tendidas y ella le ofreció las suyas. Así unidos permanecieron mirándose mutuamente.

– Bueno – dijo Dinny, finalmente -. Cuéntame tu historia. Nos has asustado hasta lo inversosímil, jovencito.

– Vamos a sentarnos allá arriba, Dinny.

– Perfectamente. Ten cuidado con Scaramouch. Está debajo de tu pie…, y es un pie muy grande.

– No tanto. Dinny, pareces…

– Parezco más ajada que otra cosa. Por lo demás, lo sé todo a propósito del profesor Hallorsen, del cajón especial para los huesos bolivianos y la proyectada substitución de Hubert en el barco.

– ¿Pero, cómo es posible?

– No somos imbéciles, Alan. ¿En qué consistía tu papel especial, con barbas y todo lo demás?… Aquí no podemos sentarnos sin poner algo entre nosotros y la piedra.

– ¿No podría ser yo ese algo?

– No, desde luego que no. Pon tu gabardina. ¡Bueno!

– Bueno – repuso él, mirándose las botas con desaprobación -. Si quieres realmente saberlo… No había nada seguro, por supuesto, dado que todo dependía del medio con que transportaran a Hubert. Debíamos variar los proyectos, según los casos. Si hubiese habido un puerto de escala, en España o Portugal, nos habríamos servido del truco del cajón. Hallorsen, Jean y yo hubiéramos estado en el puerto con un aparato y los huesos auténticos. Jean debía pilotar cuando hubiésemos encontrado a Hubert. Es aviadora por naturaleza. Se habrían dirigido a Turquía.

– Sí – dijo Dinny -, todo eso ya lo habíamos adivinado. – ¿De qué manera?

No importa. ¿Y los otros casos?

– De no haber habido un puerto de escala, la cosa se ponía más difícil. Habíamos pensado enviarles un falso telegrama a los que estaban encargados de custodiar a Hubert cuando el tren hubiese llegado a Southampton o a otro puerto, diciéndoles que llevasen a Hubert a la Central de Policía y que aguardasen ulteriores instrucciones. Durante el trayecto, Hallorsen habría chocado con una moto contra un costado del coche y lo mismo habría hecho yo por el otro. Hubert habría saltado sobre mi moto y yo le hubiera conducido donde estaba el aparato.