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– Ellos lo creen, pero yo lo dudo. Los hombres se asemejan mucho a los avestruces. Comparados con nosotras, les cuesta menos rehusar ver lo que no les conviene, pero no creo que esto sea una ventaja.

– No opinarías de ese modo si tuvieras que vivir en St. Agustine-in-the-Meads.

– Si yo tuviera que vivir en St. Agustine-in-the-Meads, querida, me moriría.

Ida señora Cherrell contempló a su sobrina política. Desde luego, tenía un aspecto frágil y parecía que pudiera romperse, pero tenía también un aspecto de «pura sangre», como si su carne estuviera dominada por el espíritu. Hubiese podido revelar unas inesperadas fuerzas de resistencia impermeables a las cosas exteriores.

– No estoy muy segura de ello, Dinny. -Perteneces a una raza endurecida. De no ser así, tu tío se hubiese muerto hace mucho tiempo. Ahí tienes el tribunal. Siento no poder entrar, pero me falta tiempo. De todos modos, te tratarán bien. Es un lugar muy humano, a pesar de ser indelicado: Ten un poco de cuidado si te sientas al lado de alguien.

Dinny arrugó las cejas. – ¿Piojos, tía May?

– Bueno, no me atrevería a decir que no. Vuelve a tomar el té, si puedes.

Dicho esto, se fue.

La Bolsa y mercado de las indelicadezas humanas estaba atestada. El público, con su infalible olfato para los sucesos dramáticos, se había sentido atraído por el proceso en que Hilary debía actuar como testigo, puesto que se hallaba en: juego también la integridad de la Policía.

La sesión ya había comenzado cuando Dinny logró acomodarse en los últimos treinta centímetros cuadrados que aún estaban libres. Los vecinos que tenía a la derecha le recordaron un verso infanticlass="underline" El carnicero, el panadero, el herrero. A su izquierda se hallaba un policía muy alto. En el fondo de la sala, entre la muchedumbre, había muchas mujeres. El aire estaba cargado y olía a ropa sucia. Dinny miró al magistrado, ascético y como conservado en salmuera, y se preguntó por qué no tenía encima de su pupitre un turíbulo humeante de incienso. Luego sus ojos se posaron sobre la figura sentada en el banco de los acusados: una muchacha más o menos como ella, de su misma edad, vestida aseadamente y de facciones bonitas, menos la boca, que era quizá un tanto sensual. Sus cabellos parecían rubios. Permanecía inmóvil, con un ligero rubor en las pálidas mejillas y en los ojos una expresión de asustada inquietud. Se llamaba Millicent Pole. Según la denuncia del policía, se había acercado a dos hombres en Euston Róad, pero ninguno dé los dos estaba presente para declarar en contra de ella. En el banco de los testigos, un joven, que parecía un estanquero, afirmó haberla visto pasar dos o tres veces - se había fijado especialmente en ella por su aspecto de «buena moza» -, pero siempre le había parecido preocupada, como si estuviese buscando algo

¿Quería decir buscando a alguien?

Puede que sí, pero, ¿cómo podía saberlo? No, no miraba al suelo; no, no se había detenido; a «él» ni le había echado una mirada. ¿Le había dirigido la palabra? ¡ Nada de eso!¿Qué estaba haciendo? Después de haber cerrado se había quedado ante la puerta de su tienda para respirar un poco de aire puro. ¿La había visto hablar con alguien? No, pero él no se había quedado mucho rato.

– El reverendo Hilary Charwell.

Dinny vio a su tío levantarse y subir al banco de los testigos. Tenía un aspecto ágil y poco sacerdotal. Dinny se quedó mirando con agrado su largo rostro sólido, tan arrugado y risueño.

– ¿Se llama usted Hilary Charwell? – Cherrell, si no le importa.

– En absoluto. ¿Es usted el vicario de St. Agustín-inthe-Meads?

Hilary inclinó la cabeza. – ¿Cuánto tiempo hace? – Trece años.

– ¿Conoce usted a la acusada? – Desde que era niña.

– Díganos, por favor, señor Cherrell', ¿qué sabe usted de ella?

Dinny vio que su tío se volvía con decisión hacia el magistrado.

– Sus padres, sir, fueron unas personas merecedoras del máximo respeto. Educaron bien a sus hijos. El padre era zapatero. Pobre, por supuesto. Todos somos pobres en mi parroquia. Casi podría decir que murieron de pobreza hace cinco o seis años y desde entonces apenas si he perdido de vista a sus dos hijas. Trabajan en la casa Petter y Poplin. Jamás he oído decir nada en contra de Millicent. Por lo que me consta, es una muchacha buena y honrada.

– Supongo, señor Cherrell, que no tendrá usted muchas oportunidades de juzgarlo por sí mismo, ¿verdad?

– Suelo visitar la casa en donde viven ella y su hermana. Si viese usted. aquella casa, sir, convendría en que, para vivir como viven, es necesario respetarse a sí mismo.

– ¿Frecuenta su iglesia?

Una sonrisa apareció en los labios de Hilary y se reflejó en los del magistrado.

– Raramente, sir. Los domingos son demasiado preciosos para los jóvenes de hoy en día. Pero Millicent, así como otras muchachas, pasa sus vacaciones en nuestro albergue cerca de Borhing. La señora Mont, esposa de un sobrino mío, que es la que administra el albergue, me ha dado buenos informes de Millicent. ¿Puedo leer- lo que me ha escrito?

»Querido tío Hilary:

Me pides noticias sobre Millicent Pole. Ha estado aquí tres veces y la directora me asegura que es una buena muchacha, nada ligera. A mí me ha causado también la misma impresión.

– Entonces, señor Cherrell, según su punto de vista, ¿aquí se ha cometido un error?

– Sí, sir, estoy convencido de ello.

La acusada se llevó el pañuelo a los ojos, y Dinny sintióse repentinamente llena de indignación contra la extrema miseria de aquella situación. ¡Tener que estar allí, delante de toda aquella gente, incluso aunque hubiese cometido el hecho de que la acusaban! ¿Y por qué razón una muchacha no podía pedirle a un hombre su compañía? No estaba obligado a otorgársela.

El policía que estaba a su lado hizo un movimiento, la miró como si olfatease la heterodoxia y luego tosió.

– Gracias, señor Cherrell.

Al bajar del banco, Hilary vio a su sobrina y le hizo una seña con la mano. Dinny se dio cuenta de que el proceso había concluido y que el magistrado estaba reflexionando sobre el veredicto. Silencioso, con las puntas de los dedos unidos entre sí, contemplaba fijamente a la muchacha que había acabado de secarse los ojos y que le estaba mirando. Dinny retenía la respiración. Toda una vida, quizá, dependía de la decisión de un minuto. El policía cambió de posición. ¿Sus simpatías estaban dirigidas hacia su compañero o bien hacia la muchacha? Todos los pequeños rumores de la sala habían cesado y solamente oíase el que producía una plumilla sobre el papel. El magistrado separó los dedos y dijo

– No estoy convencido de que haya pruebas suficientes. La acusada está libre. Puede irse.

Ida muchacha emitió un sollozo ahogado.

– ¡Oye, oye! -dijo a su derecha el herrero, con voz ronca.

– ¡Silencio! -ordenó el policía altor

Dinny vio a su tío salir con la muchacha y al pasar le dirigió una sonrisa.

– Aguárdame, Dinny. No tardaré dos minutos. Deslizándose tras la alta figura del policía, Dinny esperó en el vestíbulo. Aquel ambiente le causaba la misma sensación de estremecimiento que se siente por la noche al encender la luz en una cocina oscura. El olor de desinfectante la m9lestaba profundamente y se acercó un poco más a la puerta de entrada. Un sargento de policía le dijo

– ¿Puedo hacer algo por usted, señorita?

– Gracias, estoy aguardando a mi tío. Está a punto de llegar.

– ¿El reverendo?

Dinny hizo con la' cabeza un signo afirmativo.

– ¡Ah El vicario es una excelente persona.! ¿Han dejado en libertad a la muchacha?

– Sí.

– ¡Bien! Siempre puede cometerse algún error. Ahí viene, señorita.