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Adrián dejó el maxilar y cogió una reproducción Pitecanthropus, ese ser curioso hallado en Trinil, en la isla de Java, y que durante mucho tiempo mantuvo en discrepancia las opiniones de si debía llamársele hombre-mono o bien mono-hombre. ¡Qué distancia desde él al moderno cráneo inglés que se hallaba sobre la repisa de la chimenea! Por mucho que rebuscasen las autoridades en la materia, jamás hallarían una respuesta a la pregunta: ¿Dónde estuvo la cuna del Homo Sapiens, el nido en que se desarrollara el hombre de Trinil, Pitldown o Neardental, o de alguna de aquellas criaturas colaterales que afín no habían sido descubiertas?

Si Adrián alimentaba una pasión, además…de la qué sentía por Diana Fersé era el ardiente deseo de establecer el lugar en donde había sido generada la raza humana. De momento, el mundo científico se recreaba con la idea de descender del hombre de Neardental, pero a él no le parecía posible. Habiendo alcanzado la evolución un punto tan definitivo como aparecía en aquellos restos de brutos, no se hubiese podido desviar hacia un tipo tan distinto. ¡Era como creer que el ciervo derivaba del alce! Volvióse a mirar el enorme globo terráqueo en el que, con su clara escritura, estaban registrados todos los descubrimientos importantes hechos hasta entonces sobre los orígenes del hombre moderno, con las notas relativas a los cambios geológicos, al período y al clima. Pero, ¿dónde buscar? Era un problema policíaco, solucionable sólo con el método francés, es decir, mediante la valuación instintiva de la localidad probable, ratificada por las búsquedas efectuadas en el lugar elegido. Realmente era el mayor problema policíaco del mundo. ¿El Himalaya, el Fayúm, o cualquiera otro sitio sumergido actualmente bajo el Océano? De ser así jamás podría quedar establecido con certeza. ¿Se trataba de una cuestión puramente académica? No del todo, puesto que a ella estaba unido el problema de la esencia del hombre, de la verdadera naturaleza primitiva del ser humano, sobre el que se podía y se debía fundar la filosofía social; una cuestión que últimamente había sido discutida con ahínco. ¿Era el hombre fundamentalmente bueno y pacífico, como parecían sugerir los estudios hechos sobre la vida de los animales y sobre algunos pueblos llamados salvajes, o bien fundamentalmente agresivo e intranquilo, como podía aseverar el lúgubre relato de la Historia? Una vez encontrado el lugar de origen del Homo Sapiens, quizá surgiría algún elemento positivo para decidir si era un ángel-demonio o bien un demonio-ángel.

Para un hombre del carácter de Adrián, la resurgida tesis de la substancial bondad del hombre resultaba muy atractiva, pero sus hábitos intelectuales le impedían aprobar fácil y completamente una tesis, cualquiera que ésta fuese. También los animales inofensivos y los pájaros vivían obedeciendo a la ley de la conservación de la especie. Así lo hada el hombre primitivo. Las perversidades del hombre adulterado comenzaron, naturalmente, al extender sus actividades y al aumentar sus rivalidades; es decir, comenzaron con las ramificaciones de la ley de la conservación, causadas por la llamada vida civilizada. La existencia sencilla del hombre primitivo seguramente ofrenda menores ocasiones a las siniestras manifestaciones del instinto de conservación, pero era difícil que de esto se lograse deducir algo. Era mejor aceptar al hombre moderno tal como era y procurar limitar sus ocasiones de hacer daño. Tampoco podía tenerse demasiado en cuenta la dulzura natural de los pueblos primitivos. La noche anterior leyó algo a propósito de una cacería de elefantes en el África Central, en la que los negros primitivos, hombres y mujeres, que batían la selva para ayudar a los cazadores blancos, se echaron sobre los elefantes recién muertos, los despedazaron, se comieron la carne cruda y chorreante de sangre y luego desaparecieron emparejados en el bosque para completar la orgía. Después de todo, ¡algo había que decir en favor de la civilización!

En ese momento el bedel anunció

– El profesor Hallorsen desea verle, señor. Quiere echar una ojeada a los cráneos peruanos.

– ¡Hallorsen! – exclamó Adrián sorprendido -. ¿Está usted seguro? Creí que se hallaba en los Estados Unidos, James.

– Hallorsen ha sido el nombre que ha dado, señor. Es un señor alto que habla como un americano. Aquí está su tarjeta de visita.

– ¡Hum! Hágale pasar, James – dijo, pensando: al Sombra de Dinny! ¿Qué voy a decirle?».

Entró un hombre muy alto y bien parecido, de unos treinta y ocho años aproximadamente. El rostro afeitado irradiaba salud, los ojos estaban llenos de luz y los cabellos oscuros tenían un mechón o dos prematuramente grises. Una agradable brisa pareció entrar con éL Comenzó a hablar en seguida.

– ¿El señor conservador? Adrián se inclinó.

– Pero, ¡me parece que ya nos hemos encontrado en alguna otra parte! Fue en la montaña, ¿no es así?

– Sí – contestó Adrián.

– Bien, bien. Mi nombre es Halloren. Me han dicho que sus cráneos peruanos son estupendos. He traído conmigo unos pocos cráneos bolivianos y pensaba cotejarlos con los de usted. ¡Cuántas sandeces escriben a propósito de los cráneos algunos que jamás han visto los originales!

– Exacto, profesor. Me encantará ver sus bolivianos. Por otra parte, creo que usted no conoce mi nombre. Aquí lo tiene.

Adrián le tendió una de sus tarjetas de visita. Hallorsen la cogió.

– ¡Oh! ¿Es usted pariente del capitán Charwell? ¿No sabe que desearía verme muerto?

– Soy su tío. Pero tenía la sensación de que era usted quien deseaba verle muerto a él.

– Bueno, me metió en un buen embrollo.

– Según mi sobrino, fue usted quien le metió en un buen embrollo a él.

Escuche, señor Charwell…

– Nuestro apellido se pronuncia Cherrell, si no le importa.

– Cherrell… sí, ahora lo recuerdo. Pero veamos. Si usted paga a un hombre para que realice un trabajo y resulta que ese trabajo es demasiado fatigoso para él y por el hecho de que le es demasiado fatigoso se queda usted con un palmo de narices, ¿qué haría usted? ¿Darle una medalla de oro?

– Lo mejor sería, creo yo, informarse de si el trabajo que le fue confiado era humanamente posible realizarlo y, antes de juzgar…

– Esto corre de cuenta de quien se encarga de cumplir con el trabajo. ¿En qué consistía al fin y al cabo? En dirigir a unos cuantos mestizos.

No estoy demasiado enterado, pero tengo entendido que tenía la misión de cuidarse también de los animales de transporte.

Desde luego; y dejó que todo se le escapase de entre las manos. Claro que como se trata de su sobrino, ya sé que no va usted a ponérsele en contra. Pero, ¿puedo ver los cráneos

– Naturalmente.

– Muy amable por su parte.

Durante la recíproca inspección que siguió a sus palabras, Adrián levantó varias veces la vista hacia el magnífico ejemplar de- Homo Sapiens que estaba a su lado. Raramente había visto a un hombre tan rebosante de vida y de salud. Era bastante natural que cualquier obstáculo le irritara. Su misma vitalidad le impediría ver el lado negativo de las cosas. Al igual que su nación, exigía que todo el mundo procediese a su manera, puesto que ninguna otra solución parecía posible ante su exuberancia.

«Después de todo – pensó -, no tiene la culpa de ser el verdadero prototipo creado por Dios: «Homo transatlanticus sugrerbus». Y en voz alta, dijo en tono malicioso

– De modo, profesor, que el sol está a punto de viajar de Oeste a Este, ¿no es así?

Hallorsen sonrió, y su sonrisa fue realmente dulce.

– Bueno, señor conservador, supongo que estamos de acuerdo en que la civilización comenzó con la agricultura. Si podemos probar que cultivamos maíz en el continente americano en tiempos lejanos, quizá miles de años antes que el trigo y la cebada de la antigua civilización del Nilo, ¿por qué la corriente no podría deslizarse en sentido contrario?

– Y ¿puede usted probarlo?

– Poseemos de veinte a veinticinco tipos distintos de maíz. Herwdlicha afirma que para diferenciar estos tipos han sido necesarios por lo menos veinte mil años. Esto nos sitúa a la cabeza como padres de la agricultura.