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Había ido a las estrellas como un hombre civilizado, alerta a todo, con una mente flexible. No era un mono como los que trabajaban con los tubos, no fregaba cubiertas. Era un oficial, el más alto producto de la humanidad, armado con las mejores matemáticas y la más elevada topología. Una mente repleta de pepitas literarias Un hombre que había amado, que había aprendido. Ahora Burris se alegraba de no haberse casado nunca. A un navegante estelar le resulta difícil tener esposa, pero aún resulta mucho más difícil regresar de las estrellas transformado y abrazar a tu antigua amada. El fantasma había vuelto.

—Consulta con Aoudad —le aconsejó—. Te llevará a donde puedes hallar ayuda. Hará que vuelvas a ser un hombre completo.

—¿Aoudad?

—Aoudad.

—No pienso verle.

Burris estaba solo una vez más.

Contempló sus manos. Dedos delicados y terminados en punta, dedos que no habían cambiado en nada esencial salvo el tentáculo prensil que le habían injertado a cada lado de la primera falange. Otra de sus pequeñas diversiones. Podrían haberle puesto un par de esos tentáculos bajo los brazos, para lo que le habrían servido… O darle una cola prensil, convirtiéndole al menos en un ser arbóreo tan eficiente como un mono del Brasil. Pero esos dos cables de músculo, del grosor de un lápiz y de siete centímetros y medio de longitud, ¿de qué servían? Por primera vez se dio cuenta de que le habían ensanchado la mano para acomodar así los nuevos apéndices sin trastornar las proporciones de ésta. Qué considerado por su parte. Burris descubría una faceta distinta de su nuevo yo a cada día que pasaba. Pensó en Malcondotto, muerto. Pensó en Prolisse, muerto. Pensó en Aoudad. ¿Aoudad? ¿En qué forma concebible podía ayudarle Aoudad?

Lo habían tendido sobre una mesa o sobre el equivalente de una mesa en Manipool, algo que se agitaba y no parecía demasiado seguro. Lo habían medido. ¿Qué habían comprobado? Temperatura, ritmo cardíaco, presión sanguínea, peristalsis, dilatación de las pupilas, absorción de yodo, funciones capilares, ¿cuántas cosas más? Habían colocado calibradores sobre la película salina que cubría sus globos oculares. Habían calculado el volumen de contenido celular en el conducto seminal. Habían buscado los caminos seguidos por la excitación neural para poder bloquearlos.

Anestesia. ¡Un triunfo!

Cirugía.

Quitar la corteza, pelándola. Buscar la pituitaria, el hipotálamo, la tiroides. Calmar los aleteantes ventrículos. Descender con escalpelos minúsculos e intangibles para entrar en los pasadizos. El cuerpo, ya lo había sospechado Galeno, no era más que una bolsa de sangre. ¿Existía un sistema circulatorio? ¿Había una circulación? En Manipool habían descubierto los secretos de la constitución humana en tres sencillas lecciones. Malcondotto, Prolisse, Burris. A dos de ellos no habían sabido utilizarlos. El tercero resistió.

Habían anudado los vasos sanguíneos. Habían dejado al desnudo la sedosidad gris del cerebro. Aquí estaba el nódulo de Chaucer. Ahí el arado de Piers. Aquí la agresión. El deseo de venganza. La percepción sensorial. Caridad. Fe. En este bulto reluciente moraban Proust, Hemingway, Mozart, Beethoven, ahí estaba Rembrandt.

¡Mirad, mirad el firmamento donde se extiende la sangre de Cristo!

Había esperado a que todo empezara, sabiendo que Malcondotto había perecido bajo sus manipulaciones y que Prolisse, con la piel arrancada y el cuerpo hecho pedazos, ya no existía. Quedaos quietas, esferas del cielo en eterno movimiento, para que pueda cesar el tiempo y nunca llegue la medianoche. La medianoche llegó. Los cuchillos se hundieron en su cerebro. No le dolería, estaba seguro de eso, y sin embargo le tenía miedo al dolor Su único cuerpo, su yo insustituible. No les había hecho daño. Había acudido a ellos con toda su inocencia.

Una vez, de niño, se hizo un corte en la pierna mientras jugaba, un corte hondo que se abría para revelar la carne en su interior. Una herida, pensó, tengo una herida. La sangre había brotado y caído sobre su pie. Le habían curado, no tan rápidamente como se hacían hoy estas cosas, pero mientras observaba cómo le cosían la roja abertura había pensado en el cambio producido. Su pierna nunca volvería a ser la misma, a partir de ahora llevaría la cicatriz de la herida. A la edad de doce años eso le había conmovido profundamente… un cambio tan fundamental en su cuerpo, tan permanente. Pensó en aquello durante los momentos finales antes de que las Cosas empezaran a trabajar en él. ¡Venid, venid, montañas y colinas, venid y caed sobre mí para ocultarme a la pesada ira de Dios! ¡No, No! Entonces, me hundiré en la tierra: ¡tierra, ábrete!

Una orden inútil.

¡Oh, no, no desea acogerme!

Los silenciosos cuchillos giraron velozmente. El núcleo de la médula, que recibía impulsos del mecanismo vestibular del oído…, fuera. Los ganglios básales. El sulci y el giri. Los bronquios, con sus anillos cartilaginosos. Los alvéolos, las maravillosas esponjas. La epiglotis. El vas deferens. Los vasos linfáticos. Dendritas y axones. Los doctores sentían una gran curiosidad: ¿cómo funciona esta maravillosa criatura? ¿De qué está compuesta?

Le fueron desmontando hasta dejarle tendido sobre una mesa, anestesiado, extendido hasta una distancia infinita. ¿Seguía vivo en ese momento? Manojos de nervios, montones de intestinos. ¡Ahora, cuerpo, conviértete en aire, o Lucifer te llevará raudo al infierno! ¡Oh, alma, hazte gotitas de agua y cae en el océano para no ser nunca hallada!

Habían vuelto a montarlo con paciencia. Realizaron la tediosa labor de reconstruirlo, mejorando el modelo original allí donde más importaba mejorarlo. Y, después, no cabía duda de que, sintiendo un gran orgullo, los habitantes de Manipool le devolvieron a su gente.

¡No te acerques, Lucifer!

—Consulta con Aoudad —le aconsejó la aparición.

¿Aoudad? ¿Aoudad?

7 — Aquí está la muerte, tirándome de la oreja

La habitación apestaba. El olor era horrible. Preguntándose si aquel hombre se tomaba alguna vez la molestia de ventilarla, Bart Aoudad introdujo disimuladamente un reductor olfatorio en su sistema. El cerebro funcionaría tan agudamente como siempre; más le valía. Pero, durante un tiempo, las fosas nasales dejarían de informar sobre todo aquello que de otra forma les habría sido posible detectar.

Tenía suerte de estar aquí, con mal olor o sin él. Había ganado ese privilegio tras un concienzudo cortejo.

—¿Es capaz de mirarme? —dijo Burris.

—Es sencillo. Sinceramente, me fascina. ¿Esperaba que me sintiera repelido?

—Hasta el momento, eso es lo que le ha ocurrido a la mayoría de la gente.

—La mayoría de la gente es imbécil —dijo Aoudad.

No reveló que ya llevaba observando a Burris desde hacía muchas semanas, las suficientes como para estar preparado a resistir todo lo que de extraño había en aquel hombre. Era extraño, sí, y tenía mucho de repulsivo; pero los rasgos y configuraciones de su cuerpo eran algo a lo que uno terminaba acostumbrándose. Aoudad aún no estaba preparado para solicitar el mismo tratamiento de belleza, pero era insensible a las deformidades de Burris.