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Centillizos. Cien parientes compartiendo el mismo grupo de genes. ¿Cómo serían? ¿Cómo crecerían? ¿Era posible que un hombre viviese en un mundo compartido por cincuenta hermanas y cincuenta hermanos? Eso era parte del experimento. Este experimento iba a durar toda una vida. Los psicólogos ya habían entrado en escena. De los quintillizos se sabían muchas cosas: los sixtillizos habían sido parcialmente estudiados, y treinta años antes hubo un breve tiempo en el que observar a unos septillizos. Pero, ¿centillizos? ¡Un infinito de nuevas investigaciones!

Sin Lona. Su parte había terminado el primer día. Algo frío y que hacía cosquillas metido entre sus muslos por una sonriente enfermera. Después, hombres que contemplaban su cuerpo sin ningún interés. Una droga. Un sopor neblinoso a través del cual era consciente de la penetración. Ninguna otra sensación. El final. «Gracias, señorita Kelvin. Sus honorarios.» Sábanas frescas sobre su cuerpo. En otro lugar estaban empezando a hacer cosas con los óvulos que le habían tomado prestados.

Mis bebés. Mis bebés.

¡Luces en mis ojos!

Cuando llegó el momento de matarse, Lona no tuvo demasiado éxito en ello. Los doctores que eran capaces de darle vida a un puntito de materia también eran capaces de mantener la vida en la fuente de ese puntito. La dejaron como nueva, y luego se olvidaron de ella.

Los prodigios fugaces siempre acaban consiguiendo rápidamente la oscuridad.

La oscuridad, pero no la paz. La paz fue algo que nunca se le concedió; tenía que ser ganada de la forma más dura, desde dentro. Lona vivía de nuevo en la oscuridad, pero nunca podría volver a ser la misma, pues en algún lugar había cien bebés que crecían y se desarrollaban. Habían llegado no sólo a sus ovarios sino también a las mismísimas entrañas de la vida para sacar de ella a esos bebés, y Lona todavía sentía temblar su cuerpo a causa del retroceso.

Se estremecía en la oscuridad.

Pronto volveré a intentarlo, se prometió a sí misma. Muy pronto. Y esta vez nadie se fijará en mí. Dejarán que me vaya. Dormiré mucho tiempo.

9 — En el principio fue el verbo

Para Burris fue algo así como nacer. No había dejado su habitación desde hacía tantas semanas que había llegado a parecerle un refugio permanente.

Claro que Aoudad se encargó de que el parto le resultara tan poco doloroso como fuera posible. Partieron de noche, cuando la ciudad dormía. Burris iba cubierto por una capa y llevaba la cabeza encapuchada. Eso le daba un aspecto tan parecido al de un conspirador que no tuvo más remedio que sonreír ante el efecto; sin embargo, le parecía necesario. La capucha le ocultaba muy bien y, mientras mantuviera la cabeza gacha, estaba a salvo de las miradas de los transeúntes. Cuando salieron del edificio, Burris permaneció pegado a la pared más alejada del pozo, rezando para que a nadie se le ocurriera utilizarlo mientras bajaba. Nadie lo hizo. Pero, cuando iban hacia la entrada, una masa vagabunda de luz le silueteó por un instante, justamente cuando entraba uno de los inquilinos que volvía a su hogar. El hombre se detuvo un segundo, intentando ver algo por debajo del capuchón. Burris no alteró el gesto. El hombre parpadeó al ver lo inesperado. El feroz y distorsionado rostro de Burris le contempló fríamente, y el hombre siguió avanzando. Esa noche tendría el sueño manchado por las pesadillas. Pero Burris pensó que eso era mejor que no ver cómo la pesadilla se infiltraba en la misma textura de tu vida, igual que le había sucedido a él. Un vehículo esperaba pegado al edificio.

—Normalmente, Chalk no celebra entrevistas a estas horas —le dijo con voz animada Aoudad—. Pero, claro, debe comprender que esto es algo especial… Pretende tratarle con tanta consideración como sea posible.

—Espléndido —dijo Burris con voz sombría.

Entraron en el coche. Era como cambiar un útero por otro, menos espacioso pero más acogedor. Burris se acomodó en un asiento-sofá lo bastante grande como para contener a varias personas pero, evidentemente, modelado para acoger a un solo par de enormes nalgas. Aoudad se instaló junto a él, en otro asiento de un tipo más normal. El coche se puso en movimiento, alejándose silenciosamente con un latir de turbinas. Sus sistemas captaron las emanaciones de la autopista más cercana, y muy pronto hubieron dejado tras ellos las calles de la ciudad y se encontraron avanzando velozmente por una ruta de acceso restringido.

Las ventanillas del coche estaban agradablemente opacificadas. Burris se quitó la capucha. Estaba acostumbrándose a mostrarse a otras personas, al menos en etapas cortas. Aoudad, a quien no parecían importarle sus mutilaciones, era un buen sujeto con el que practicar.

—¿Algo de beber? —preguntó Aoudad—. ¿Fuma? ¿Algún tipo de estimulante?

—No, gracias.

—¿Puede consumir ese tipo de cosas…, siendo como es ahora?

Burris le sonrió sin ninguna alegría.

—Incluso ahora, mi metabolismo es básicamente parecido al suyo. Las cañerías son diferentes. Puedo comer sus alimentos. Bebo lo mismo que usted. Pero en este momento no me apetece tomar nada.

—No estaba seguro de ello. Disculpe mi curiosidad.

—Por supuesto.

—Y las funciones corporales…

—Mejoraron la excreción. No sé qué han hecho con la reproducción. Los órganos siguen ahí, pero, ¿funcionan? No he tenido demasiadas ganas de hacer la prueba.

Los músculos de la mejilla izquierda de Aoudad se tensaron como en un espasmo. A Burris no se le escapó esa respuesta. ¿Por qué está tan interesado en mi vida sexual? ¿Mera salacidad normal? ¿O es algo más?

—Disculpe mi curiosidad —dijo nuevamente Aoudad.

—Ya la he disculpado. —Burris se reclinó en el asiento y sintió como éste le hacía cosas extrañas. Un masaje, quizá. Sin duda estaba tenso, y el pobre asiento intentaba arreglar las cosas. Pero el asiento estaba programado para un hombre mucho más grande que él. Parecía estar zumbando igual que si tuviera un circuito sobrecargado. Burris se preguntó si lo que le molestaba sería tan sólo la diferencia de tamaño. ¿O acaso eran los contornos reestructurados de su anatomía lo que le ponía tan nervioso?

Le habló de ello a su acompañante, y Aoudad desconectó el asiento. Sonriendo, Burris se felicitó a sí mismo por su plácido estado de relajación. No había dicho ni una sola frase amarga desde la llegada de Aoudad. Se encontraba tranquilo, libre de tempestades, flotando en un punto central muerto. Bien. Bien. Había pasado demasiado tiempo solo y permitiendo que sus miserias le corroyeran. Aoudad, pobre imbécil, era un ángel de misericordia venido para liberarle de sí mismo. Me siento agradecido, se dijo Burris con satisfacción.

—Esto es. La oficina de Chalk se encuentra aquí.

El edificio era relativamente bajo, sólo unos tres o cuatro pisos, pero se encontraba bien apartado de las torres que lo flanqueaban. El gran tamaño de su masa, que se extendía de forma horizontal, compensaba su falta de altura. A derecha e izquierda se abría en ángulos sostenidos por grandes soportes; Burris, usando su visión Periférica aumentada, miró tan lejos como le fue posible hacia los flancos del edificio y calculó que probablemente tendría ocho lados. La pared exterior era de un metal marrón oscuro, delicadamente acabado y con incrustaciones ornamentales de guijarros. Dentro del edificio no se veía luz alguna; pero, claro, tampoco había ventanas. De repente una de las paredes se abrió ante ellos al moverse silenciosamente un oculto panel. El vehículo se lanzó hacia delante igual que un cohete y se detuvo en las entrañas del edificio. Su compuerta se abrió bruscamente. Burris se dio cuenta de que un hombre bajito y con los ojos brillantes le estaba mirando.

Al encontrarse tan inesperadamente examinado por un desconocido experimentó un breve momento de aturdimiento. Se recobró rápidamente y le devolvió la mirada, invirtiendo el flujo de la sensación. También el hombre bajito era digno de que se le mirase. Pese a no haber podido beneficiarse de los cuidados de cirujanos malévolos, era asombrosamente feo. Casi no tenía cuello; su espesa y revuelta cabellera negra bajaba hacia su pecho; sus orejas eran grandes y deformes; la nariz tenía el puente muy estrecho y poseía unos labios increíblemente largos y delgados que ahora mismo se hallaban fruncidos en un repelente mohín de fascinación. No era ninguna belleza.