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—¿Me ayudarás a verle? —preguntó.

—Yo…

—Me ayudarás a verle. —Esta vez no era una pregunta.

—Sí. Sí.

Las manos que le bloqueaban el camino se apartaron. Aoudad le quitó la ropa, temblando. Era hermosa: ya había dejado atrás su primera juventud y estaba algo entrada en carnes, pero, aun así, era hermosa. ¡Las italianas! Piel blanca, cabello oscuro. ¡Sensualíssima! Que viera a Burris si lo deseaba. ¿Pondría objeciones Chalk a ello? Chalk ya había indicado el tipo de emparejamiento que esperaba conseguir. Burris y la joven Kelvin. Pero, ¿no podía ser Burris y la viuda de Prolisse antes? La mente de Aoudad era un torbellino.

Elise alzó los ojos hacia él, con una mirada de adoración, mientras su cuerpo, delgado y resistente, se cernía sobre ella.

Su última prenda se rindió por fin. Aoudad contempló aquellos acres de blancura, islas de negro y rojo.

—Mañana te encargarás de hacer los arreglos —dijo Elise.

—Sí. Mañana.

Cayó sobre su desnudez. Alrededor de la parte más carnosa de su muslo izquierdo llevaba una banda de terciopelo negro. Una banda de luto por Marco Prolisse llevado incomprensiblemente a la muerte por unos seres incomprensibles en un mundo incomprensible. ¡Pover’uo! La carne de Elise ardía. Su cuerpo estaba incandescente. Un valle tropical le llamó, haciéndole señas. Aoudad grito de éxtasis.

11 — Dos si es de noche

El hospital se encontraba en el mismo confín del desierto. Era un edificio en forma de U, largo y bajo, cuyos miembros apuntaban hacia el este. La primera luz del sol naciente reptaba a lo largo de ellos hasta derramarse sobre la gran barra horizontal que conectaba las alas verticales situadas en líneas paralelas. El lugar estaba construido con piedra arenisca de color gris con vetas rojas. Al oeste del edificio —es decir, detrás de su parte principal—, se encontraba una angosta tira de jardín, y más allá del jardín empezaba la zona del desierto, seco y amarronado.

El desierto no carecía de vida. Los sombríos arbustos de la salvia eran bastante comunes. Bajo la agrietada superficie se hallaban los túneles de los roedores. Los afortunados podían ver ratones canguro de noche y saltamontes durante el día. Los cactus, las euforbias y otras plantas suculentas brotaban del suelo como remaches.

Parte de la abundante vida del desierto había llegado a invadir los mismos terrenos del hospital. El terreno de atrás era un jardín del desierto, repleto con las espinosas plantas de la sequedad. El patio situado entre los dos Palos de la U también había sido plantado con cactus. Había allí un saguaro de seis veces la altura de un hombre, un áspero tronco central y cinco brazos que se alzaban hacia el cielo. Junto a él, enmarcándolo, había dos especímenes de esa extraña variante, el cactus cáncer, con el tronco sólido y dos brazos pequeños que pedían auxilio, y un grupo de brotes retorcidos y deformes en lo alto. Siguiendo el sendero, tan alto como un árbol, estaba el grotesco cholla blanco. Frente a él, robusto y achaparrado, el tonel ceñido por las espinas de un cactus de agua. Los bastones punzantes de una opuntia; la pera de agujas, achatada y grisácea; la curvada hermosura de un céreo. En otras épocas del año, estas gárgolas formidables, estólidas y erizadas de clavos, lucían tiernas flores de color rosa, violeta y amarillo, pálidas y delicadas. Pero ahora reinaba el invierno. El aire era seco y el cielo de un duro azul sin nubes, aunque aquí nunca caía la nieve. En este lugar el tiempo no existía y la humedad estaba casi en el cero. Los vientos podían dejar helado y sufrir variaciones de casi treinta grados del verano al invierno, pero, por lo demás, el lugar permanecía inalterado.

Éste era el lugar al que había sido llevada Lona Kelvin en verano, hacía seis meses, después de su intento de suicidio. Por aquella época la mayor parte de los cactus ya habían florecido. Ahora había regresado y había vuelto a perderse la estación en que florecían, llegando tres meses demasiado pronto en vez de tres meses demasiado tarde. Habría sido mejor para ella que ajustara con más precisión sus impulsos autodestructivos.

Los doctores rodeaban su cama, hablando de ella igual que si ella se encontrara en algún otro sitio.

—Esta vez será más sencillo repararla. No hace falta curar ningún hueso. Sólo un injerto de pulmón y estará perfectamente.

—Hasta que vuelva a intentarlo.

—Eso no es algo de lo que deba preocuparme. Que la manden a psicoterapia. Yo sólo me encargo de reparar cuerpos rotos.

—Esta vez no se ha roto. Sólo se ha desgastado bastante.

—Tarde o temprano conseguirá acabar con su vida. Una persona realmente decidida a ello siempre acaba teniendo éxito. Basta con que salte dentro de un convertidor nuclear o algo tan permanente como eso. O se tire desde noventa pisos de altura. No podemos hacer nada con un montón de moléculas sueltas.

—¿No tienes miedo de estar dándole ideas?

—No creo que nos esté escuchando. Pero, si lo deseara, podría haber pensado en ello por sí misma.

—Creo que en eso tienes razón. Quizá no esté realmente decidida a terminar con su vida. Quizá lo único que desea es hacerse un poco de publicidad.

—Me parece que estoy de acuerdo contigo. Dos intentos de suicidio en seis meses, los dos fracasados…, cuando todo lo que necesitaba era abrir una ventana y saltar por ella…

—¿Cómo va la cuenta alveolar?

—No está mal.

—¿Y la presión sanguínea?

—Subiendo. El flujo adrenocortical ha bajado. La respiración ha subido dos décimas. Va saliendo adelante.

—Dentro de tres días la tendremos caminando por el desierto.

—Necesitará descanso. Alguien con quien hablar. Y, de todas formas, ¿por qué diablos quiere matarse?

—¿Quién sabe? Jamás hubiera creído que fuese lo bastante inteligente como para querer suicidarse.

—Miedo y temblor. La enfermedad que lleva a la muerte.

—Se supone que la anomia queda reservada para personalidades más complicadas…

Se apartaron de su cama y continuaron con su conversación. Lona no abrió los ojos. Ni tan siquiera había logrado decidir cuántos habían estado apiñados alrededor de ella. Tres, suponía. Más de dos, menos de cuatro…, eso le había parecido. Pero sus voces eran tan semejantes… Y, en realidad, no estaban discutiendo entre ellos; sencillamente colocaban una frase sobre otra igual que si fueran losas, pegándolas cuidadosamente para que se sostuvieran en su sitio. ¿Por qué la habían salvado si la tenían en un concepto tan bajo?

Aquella vez había estado segura de que moriría. Hay formas y formas de matarse. Lona era lo bastante astuta como para pensar en algunas de las más fiables pero, sin saber por qué, no se había permitido el probarlas, no por miedo a encontrarse con la muerte, sino por miedo a lo que podía encontrar durante el camino hacia ésta. La otra vez se había arrojado delante de un camión. No en una autopista, donde los vehículos lanzados hacia ella a casi trescientos kilómetros por hora la habrían reducido a picadillo de forma tan rápida como efectiva, sino en una calle de la ciudad, donde el camión la atropello y la mandó volando por los aires, rota pero no totalmente destrozada, haciéndola rebotar en un edificio. Y los médicos reconstruyeron sus huesos y Lona estuvo caminando de nuevo al cabo de un mes, y no le quedó ninguna cicatriz exterior.

Y, ayer…, había parecido tan sencillo recorrer el pasillo hasta la sala de disolución, y hacer cuidadosamente caso omiso de las reglas, y abrir el saco de los desperdicios, y meter la cabeza dentro, y aspirar una honda bocanada del humo acre…