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Garganta, pulmones y corazón tendrían que haberse disuelto. Una hora de tiempo con ella tendida sobre el frío suelo, retorciéndose, y así habría ocurrido. Pero apenas habían pasado unos minutos cuando Lona ya estaba recibiendo ayuda. Metiéndole a la fuerza por la garganta una sustancia neutralizante. Introduciéndola en un coche. El puesto de primeros auxilios. Y después el hospital, a mil seiscientos kilómetros del hogar. Estaba viva. Había sufrido heridas, por supuesto. Se había quemado los conductos nasales, se había causado daños en la garganta, y había perdido un considerable pedazo de tejido pulmonar. La noche anterior habían reparado los daños menores, y la nariz y la garganta ya se estaban curando. En unos cuantos días sus pulmones volverían a estar enteros. La muerte ya no dominaba esta tierra.

La pálida luz del sol acariciaba sus mejillas. La tarde finalizaba; el sol se hundía hacia el Pacífico detrás del hospital. Lona parpadeó y abrió los ojos. Ropa blanca, sábanas blancas, paredes verdes. Unos cuantos libros, unas cuantas cintas. Un surtido de equipo médico precavidamente sellado tras una lámina de esprayón transparente. ¡Una habitación privada! ¿Quién estaba pagando eso? La última vez habían pagado los científicos del gobierno. Pero, ¿y ahora?

Desde su ventana podía ver las siluetas retorcidas, espinosas y atormentadas de los cactus que había en el jardín de atrás. Frunció el ceño y distinguió dos siluetas que se movían por entre las rígidas hileras de plantas. Una era la de un hombre bastante alto que vestía una bata de hospital color marrón claro. Tenía los hombros de una anchura superior a la normal. Sus manos y su rostro estaban vendados. Ha estado en un incendio, pensó Lona. Pobre hombre. Junto a él había otro hombre, más bajo y vestido con un traje de calle, delgado, inquieto. El más alto le estaba señalando un cactus al otro. Diciéndole algo, quizá dándole una conferencia sobre la botánica de los cactus. Y ahora estaba alargando su mano vendada. Tocando las afiladas espinas. ¡Cuidado! ¡Te harás daño! ¡Se está clavando las espinas en la mano! Ahora se da la vuelta hacia el pequeño. Señala con la mano. El pequeño menea la cabeza…, no, no quiere clavarse ninguna espina.

Lona acabó llegando a la conclusión de que el más alto de los dos hombres debía estar un poco loco.

Les observó mientras ellos se aproximaban un poco más a la ventana. Vio que el más pequeño tenía las orejas puntiagudas y unos ojillos grises parecidos a cuentas. De la cara del más alto no podía ver nada. Sólo unas minúsculas rendijas interrumpían la blanca pared de su vendaje. La mente de Lona le proporcionó rápidamente los detalles de su mutilación: la piel arrugada, la carne derretida y deformada por las llamas, los labios rígidos en una mueca inmóvil. Pero eso podían arreglarlo. Seguro que aquí le darían una cara nueva. Se pondría bien. Lona sintió una profunda envidia. Sí, este hombre había sufrido un gran dolor, pero los doctores pronto lo arreglarían todo. Su dolor estaba sólo en la superficie. Le mandarían a su casa, alto, fuerte, nuevamente apuesto, de vuelta junto a su esposa, junto a sus… …hijos.

Se abrió la puerta. Una enfermera entró en la habitación, una enfermera humana, no un robot. Aunque bien podría haberlo sido. La sonrisa era impersonal, vacía.

—¿Ya despierta, querida? ¿Ha dormido bien? No intente hablar, limítese a mover la cabeza. ¡Estupendo! He venido para prepararla. Vamos a hacerle unos cuantos arreglos en los pulmones. No le supondrá ninguna molestia…, ¡lo único que deberá hacer es cerrar los ojos, y cuando se despierte estará respirando tan bien como si los tuviera nuevos!

Era pura y simplemente la verdad, como de costumbre.

Cuando la devolvieron a su habitación era por la mañana, por lo que Lona supo que habían estado trabajando en ella durante varias horas y luego la habían colocado en la sala postoperatoria. Ahora también ella estaba envuelta en vendas. Habían abierto su cuerpo, le habían proporcionado nuevos segmentos de pulmón, y habían vuelto a cerrarla. No sentía dolor, todavía no. Las palpitaciones vendrían después. ¿Tendría cicatriz? Algunas veces quedaban cicatrices después de la cirugía, incluso ahora, aunque generalmente no las había. Lona vio una huella rojiza que zigzagueaba desde el hueco de su garganta y bajaba por entre sus pechos. Por favor, no, una cicatriz no.

Había tenido la esperanza de morir en la mesa de operaciones. Había parecido su última oportunidad. Ahora tendría que volver a su casa, viva, sin ninguna alteración.

El hombre alto caminaba de nuevo por el jardín. Esta vez iba solo. Y ahora no llevaba los vendajes. Aunque le daba la espalda, Lona vio el cuello desnudo, el filo de la mandíbula. Estaba examinando los cactus, una vez más. ¿Qué había en esas feas plantas que le atraía de tal forma? Ahora se había puesto de rodillas y tocaba de nuevo las espinas. Ahora se ponía de pie. Se daba la vuelta.

¡Oh, pobre hombre!

Lona contempló su rostro, sorprendida y asombrada. Estaba demasiado lejos para que los detalles resultaran visibles, pero le resultaba perfectamente claro que en él había algo erróneo.

Lona pensó que ése era el aspecto con el que le habían dejado los médicos. Después del incendio. Pero, ¿por qué no habían podido darle un rostro normal? ¿Por qué le habían hecho eso?

No podía apartar los ojos de él. La imagen de aquellos rasgos artificiales la fascinaba. El hombre fue hacia el edificio, despacio, confiadamente. Un hombre lleno de fuerza. Un hombre que podía sufrir y soportarlo. Siento tanta pena por él. Ojalá pudiera hacer algo para ayudarle.

Se dijo que estaba portándose como una tonta. Ese hombre tenía una familia. Lograría salir adelante.

12 — No hay furia en el infierno

Burris recibió las malas noticias durante su quinto día de estancia en el hospital.

Estaba en el jardín, como de costumbre. Aoudad fue a verle.

—No puede hacerse ningún injerto de piel. Los doctores dicen que no. Tiene el organismo lleno de anticuerpos extraños.

—Eso ya lo sabía. —Con voz tranquila.

—Su piel incluso llega a rechazar su propia piel.

—No puedo culparla por eso —dijo Burris. Dejaron atrás el saguaro.

—Podría llevar algún tipo de máscara. Sería un poco incómodo, pero en estos tiempos hacen trabajos muy buenos. La máscara prácticamente respira. Plástico poroso, que le cubriría toda la cabeza. Se acostumbraría a ella en una semana.

—Pensaré en ello —le prometió Burris. Se arrodilló junto a un pequeño cactus barril. Hileras convexas de espinas trazaban una gran ruta circular hacia el polo. Daba la impresión de que ya se estaban empezando a formar los brotes de las flores. La pequeña etiqueta reluciente colocada en la tierra decía Echinocactus grusonii. Burris la leyó en voz alta.

—Estos cactus le fascinan tanto… —dijo Aoudad—. ¿Por qué? ¿Qué ve en ellos?

—Belleza.

—¿Éstos? ¡Son todo espinas!

—Amo los cactus. Ojalá pudiera vivir eternamente en un jardín de cactus. —La yema de un dedo tocó una espina—. ¿Sabe que en Manipool no tienen casi ninguna vegetación aparte de plantas suculentas espinosas? Yo no las llamaría cactus, por supuesto, pero el efecto global es el mismo. Es un mundo seco. Cinturones de lluvia alrededor de los polos, y luego una creciente sequedad a medida que uno se aproxima al ecuador. En el ecuador llueve cada mil millones de años y con una frecuencia algo superior en las zonas de clima más moderado.

—¿Nostalgia?

—Sería bastante difícil. Pero allí descubrí la belleza de las espinas.

—¿Las espinas? Te pinchan.

—Eso es parte de su belleza.