Cuando entró en el vestíbulo, resbaló y empezó a caer.
Eso era algo que le estaba sucediendo cada vez con mayor frecuencia ahora que se mostraba en público. En realidad, jamás había aprendido cómo utilizar sus piernas. Sus rodillas eran unos complicados mecanismos hechos de cojinetes y espacios vacíos, claramente diseñados para no producir fricción, y había momentos impredecibles en los que no Lograban sostenerle. Eso era lo que estaba sucediendo ahora. Tuvo la misma sensación que si su pierna izquierda estuviera desintegrándose, y empezó a caer hacia la gruesa alfombra amarilla.
Los botones robot, siempre alertas, se lanzaron en su ayuda. Aoudad, cuyos reflejos no eran tan buenos como los de ellos, intentó cogerle demasiado tarde. Pero quien estaba más cerca era Lona. Dobló las rodillas y colocó su hombro contra el pecho de él, sosteniéndole mientras él agitaba las manos, intentando recuperar el equilibrio. Burris quedó sorprendido ante lo fuerte que era. Le sostuvo hasta que los demás pudieron llegar a él.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Lona, casi sin aliento.
—Más o menos. —Movió la pierna hacia atrás y hacia adelante hasta tener la seguridad de que la rodilla había vuelto a quedar colocada en su sitio. Feroces oleadas de dolor le recorrieron, llegando hasta la cadera—. Eres fuerte. Me has sostenido.
—Todo ocurrió tan deprisa… No sabía lo que estaba haciendo. Sencillamente, me moví, y tú estabas allí.
—Pero yo peso mucho.
Aoudad estaba sujetándole por el brazo. Le soltó, como si le hubiera costado mucho tiempo darse cuenta de ello.
—¿Puedes sostenerte solo? —le preguntó—. ¿Qué ha pasado?
—Durante un segundo me olvidé de cómo funcionan mis piernas —dijo Burris. El dolor resultaba casi cegador. Lo absorbió con un esfuerzo de voluntad y, tomando la mano de Lona, encabezó lentamente la procesión hacia el banco de gravitrones. Nikolaides estaba encargándose del trabajo rutinario de registrarles en el hotel. Estarían allí dos días. Aoudad entró con ellos en el pozo de subida más cercano, y fueron hacia arriba.
—Ochenta y dos —le dijo Aoudad a la placa sensora del ascensor.
—¿Es muy grande la habitación? —preguntó Lona.
—Es una suite —dijo Aoudad—. Hay un montón de habitaciones.
En total había siete habitaciones. Un grupo de dormitorios, una cocina, una sala de estar, y una gran sala de conferencias en la que se congregarían luego los representantes de la prensa. Ante la discreta petición de Burris, a él y a Lona se les habían dado dormitorios contiguos. Todavía no había nada físico entre ellos. Burris sabía que cuanto más esperase más difícil resultaría y, sin embargo, seguía conteniéndose. No era capaz de juzgar la profundidad de los sentimientos de Lona, y en este mismo momento tenía graves dudas sobre los suyos.
Chalk no había escatimado gastos para conseguirles aquellos alojamientos. La suite era muy lujosa, adornada con tapices de otros mundos que latían y parpadeaban con una luz interior. Los adornos de cristal hilado que había sobre la mesa cantarían dulces melodías una vez se los hubiera calentado en la mano. Eran caros. La cama de su habitación era lo bastante grande como para contener a un regimiento. La de ella era redonda y giraba con sólo tocar un interruptor. En los techos del dormitorio había espejos. Haciendo un ajuste, se contorsionaban para convertirse en las facetas de un diamante; con otro, se convertían en un montón de fragmentos astillados; con otro más, proporcionaban un reflejo estable, más grande y detallado que el objeto real. También podían volverse opacos. Burris no dudaba de que las habitaciones también eran capaces de otros trucos.
—La cena de esta noche será en el Salón Galáctico —anunció Aoudad—. Daréis una conferencia de prensa mañana, a las once. Os encontraréis con Chalk por la tarde. A la mañana siguiente os marcháis para el Polo.
—Espléndido. —Burris tomó asiento.
—¿Quieres que mande a un médico para que le eche una mirada a tu pierna?
—No es necesario.
—Volveré dentro de una hora y media para acompañaros a cenar. Encontraréis ropa en los armarios.
Aoudad se marchó.
A Lona le brillaban los ojos. Se encontraba en el País de las Maravillas. Incluso Burris, que no se impresionaba fácilmente con el lujo, sentía como mínimo cierto interés por la extensión de las comodidades. Le sonrió.
Los ojos de Lona brillaron todavía más. Burris le guiñó un ojo.
—Echémosle otra mirada al lugar —murmuró ella.
Hicieron una gira por la suite. Su habitación, la de él, la cocina. Lona acarició el nódulo programador del banco de alimentos.
—Podríamos comer aquí esta noche —sugirió—. Si lo prefieres. Podemos conseguir todo lo que nos haga falta.
—Prefiero que salgamos.
—Como quieras.
No necesitaba afeitarse, ni tan siquiera lavarse: pequeños favores de su nueva piel. Pero Lona estaba bastante más cerca de lo humano. La dejó en su habitación, mirando el vibrorrociador montado en su cubículo. Su panel de control era casi tan complicado como el de una nave espacial. Bueno, que jugara con él.
Burris inspeccionó su guardarropa.
Lo habían llenado igual que si fuera a ser la estrella de algún drama de la tridi. En un estante había como unos veinte recipientes de rociador, cada uno con una brillante ilustración representando su contenido. En éste, una chaqueta verde y una lustrosa túnica con vetas púrpura. En éste otro, una holgada túnica provista de luz autogenerada. Aquí, algo abigarrado y parecido a un plumaje de pavo real con hombreras y refuerzos en el pecho. Sus gustos tendían hacia los diseños más sencillos, incluso los materiales más convencionales. Lino, algodón, telas antiguas. Pero no eran sus gustos particulares los que dirigían este asunto. Si le hubieran dejado guiarse por ellos, estaría acurrucado en su mísera habitación de las Torres Martlet, hablando con su propio fantasma. En cambio, aquí estaba, un títere voluntario bailando suspendido de los hilos de Chalk, y tenía que ejecutar los pasos de baile adecuados. Éste era su purgatorio. Escogió el traje de las hombreras y los refuerzos.
Pero, ¿funcionaría el rociador?
Su piel resultaba extraña tanto en porosidad como en otras propiedades físicas. Quizá rechazara el traje. O —una auténtica pesadilla—, era posible que se dedicara a disolver pacientemente las moléculas, de tal forma que, en el tiempo de un parpadeo, su ropa se hiciera jirones en el Salón Galáctico, dejándole no tan sólo desnudo en medio de una multitud, sino revelado en toda su extraña diferencia. Correría el riesgo. Que mirasen. Que lo vieran todo. Por su mente cruzó la imagen de Elise Prolisse colocando la mano en un remache secreto y eliminando en un instante su negro sudario, desvelando las blancas tentaciones. No se podía tener mucha confianza en estas ropas. Que así sea. Burris se desnudó y colocó el recipiente del rociador en el aparato de suministro. Luego se puso bajo él.
El vestido se adaptó habilidosamente a la forma de su cuerpo.
La aplicación requirió menos de cinco minutos. Cuando examinó su multicolor atuendo en el espejo, no se sintió disgustado. Lona estaría orgullosa de él.
La esperó.
Transcurrió casi una hora. No oía ningún sonido procedente de su habitación. Seguramente ya debía estar lista.
—¿Lona? —llamó, y no obtuvo ninguna respuesta.
El pánico le atravesó igual que una lanza. Aquella chica tenía tendencias suicidas. La pompa y elegancia de este hotel podían ser justo la gota de agua que desbordara el vaso. Se encontraban a más de trescientos metros por encima del nivel del suelo; esta vez, su intentona de suicidio no saldría mal. Jamás tendría que haberla dejado sola, se dijo.