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—¡Lona!

Cruzó la mampara que le separaba de la habitación de ella. La vio nada más hacerlo, y el alivio hizo que todo su cuerpo se entumeciera. Estaba ante el armario, desnuda, dándole la espalda. Tenía los hombros estrechos y las caderas aún lo eran más, de tal forma que el contraste de la delgada cintura se perdía. Su columna vertebral se alzaba igual que un surco subterráneo, bruscamente perdida en la sombra. Tenía nalgas de chico. Burris lamentó su intrusión.

—No te oía —dijo—. Estaba preocupado y por eso, cuando no me contestaste…

Ella se volvió hacia él, y Burris vio que a Lona le ocurría algo mucho más grave que una posible violación de su pudor. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas llenas de lágrimas. Alzó un delgado brazo para colocarlo sobre sus pequeños pechos como en una rutinaria muestra de modestia, pero el gesto era puramente automático y no ocultaba nada. Le temblaban los labios. Burris sintió bajo su piel el impacto del cuerpo de Lona, y se encontró preguntándose por qué una desnudez tan poco provista de atractivos debía afectarle de aquella manera. Porque, acabó decidiendo, hasta ahora se había encontrado más allá de una barrera que en este momento se había hecho pedazos.

—¡Oh, Minner, Minner, me daba vergüenza llamarte! ¡Llevo así más de media hora!

—¿Qué ocurre?

—¡No hay nada que pueda ponerme!

Burris se acercó a ella. Lona se dio la vuelta, apartándose del armario, situándose junto a su codo y bajando el brazo por encima de sus pechos. Burris miró dentro del armario. En su interior había docenas de recipientes. Cincuenta, un centenar de ellos.

—¿Y bien?

—¡No puedo llevar eso!

Cogió uno de los recipientes. Por la ilustración de la etiqueta, era algo hecho de noche y niebla, elegante, casto, soberbio.

—¿Por qué no puedes llevarlos?

—Quiero algo sencillo. Aquí no hay nada sencillo.

—¿Sencillo? ¿Para el Salón Galáctico?

—Minner, estoy asustada.

Y lo estaba. Se le había puesto piel de gallina.

—¡Hay veces en que te portas igual que una niña! —le dijo él secamente.

Las palabras se clavaron en Lona igual que garfios. Retrocedió, encogiéndose, pareciendo más desnuda que nunca, y nuevas lágrimas se deslizaron de sus ojos. La crueldad de las palabras parecía haber quedado suspendida en la habitación, igual que una capa de suciedad, después de que las palabras en sí se hubieran desvanecido.

—Si soy una niña —dijo ella con voz ronca—, ¿por qué debo ir al Salón Galáctico?

¿Tomarla en tus brazos? ¿Consolarla? Burris estaba atrapado en unos salvajes remolinos de incertidumbre. Controló su voz para que sonara a medio camino entre la ira paternal y la falsa solicitud y dijo:

—No seas tonta, Lona. Eres una persona importante. Esta noche, todo el mundo va a mirarte y a decir lo hermosa y lo afortunada que eres. Ponte algo que le hubiese gustado a Cleopatra, y luego imagínate que eres Cleopatra.

—¿Me parezco a Cleopatra?

Los ojos de Burris viajaron por su cuerpo. Tuvo la sensación de que eso era exactamente lo que ella deseaba que hicieran. Y se vio obligado a admitir que no tenía nada de voluptuoso. Lo cual, quizás, era también algo que ella deseaba oírle decir. Sin embargo, y dentro de su estilo delgado y modesto, resultaba atractiva. Incluso femenina. Oscilaba entre la juventud traviesa de una muchacha y la femineidad neurótica.

—Escoge uno de ésos y póntelo —dijo—. Ya verás como, una vez lo lleves, estarás a la altura del traje. No te sientas incómoda. Aquí me tienes a mí, con este traje de locos, y creo que es algo increíblemente divertido. Tienes que ir como yo. Adelante.

—Ése es el otro problema. Hay tantos… ¡No soy capaz de escoger ninguno!

En eso tenía cierta razón. Burris contempló el armario. La gama de opciones resultaba abrumadora. La mismísima Cleopatra se habría sentido mareada, y esta pobre niña estaba a punto de perder el sentido. Burris hurgó por entre los recipientes, incómodo, esperando dar con algo que proclamara instantáneamente lo adecuado que resultaba para Lona. Pero ninguno de aquellos trajes había sido diseñado para pobres niñas y, mientras siguiera pensando en ella como tal, no podía seleccionar ninguno. Por fin acabó volviendo al primero que había cogido al azar, el casto y elegante.

—Éste —dijo—. Creo que es el más adecuado.

Lona contempló la etiqueta con expresión dubitativa.

—Me sentiría incómoda con algo tan extravagante.

—Lona, ya hemos hablado de eso. Póntelo.

—No puedo utilizar la máquina. No sé cómo hacerlo.

—¡Es lo más sencillo del mundo! —estalló él, y se maldijo por la facilidad con que subía el tono de voz cuando hablaba con ella—. Las instrucciones están en el mismo recipiente. Lo pones en la ranura…

—Hazlo por mí.

Lo hizo. Lona se colocó en la zona del dispensador, delgada, pálida y desnuda, mientras el traje iba brotando de éste como una fina niebla y se envolvía por sí mismo a su alrededor. Burris empezó a sospechar que había sido manipulado, y además con bastante destreza. En un salto de gigante habían cruzado la barrera de la desnudez, y ahora ella se le mostraba tan despreocupadamente como si llevara décadas siendo su esposa. Buscando su consejo sobre las ropas. Obligándole a quedarse quieto y mirar mientras ella hacía piruetas bajo el dispensador, envolviéndose en capa tras capa de elegancia. ¡Pequeña bruja! Admiró su técnica. Las lágrimas, el cuerpecito desnudo y encogido, el presentarse como la pobre niñita. ¿O acaso estaba leyendo en su pánico mucho más de lo que podía encontrarse en él? Quizá. Probablemente.

—¿Qué tal estoy? —le preguntó, dando un paso hacia adelante.

—Magnífica. —Lo decía en serio—. Ahí está el espejo. Decídelo tú misma.

El brillo de placer que iluminó su rostro valía por unos cuantos kilovatios. Burris decidió que se había equivocado totalmente en cuanto a sus motivos; no era tan complicada, había estado auténticamente aterrada ante la perspectiva de la elegancia, y ahora estaba auténticamente encantada ante el efecto final.

El cual era soberbio. La boquilla del dispensador había engendrado un traje que no era totalmente diáfano ni totalmente ceñido. Colgaba de ella igual que una nube, velando los delgados muslos y los hombros caídos y logrando sugerir con mucho arte una voluptuosidad que no estaba en absoluto allí. Nadie llevaba ropa interior con un traje rociado, y por eso el cuerpo desnudo quedaba oculto sólo por una delgada capa; pero los diseñadores eran muy astutos y lo vaporoso de este atuendo realzaba y amplificaba a quien lo llevara. Los colores resultaban igualmente deliciosos. Gracias a cierta magia molecular, los polímeros no estaban fuertemente atados a un solo segmento del espectro. A medida que Lona se movía, el traje cambiaba obedientemente de tonalidad, deslizándose del gris amanecer al azul de un cielo veraniego, y pasando luego al negro, al marrón hierro, al perla y al malva.

El atuendo había convertido a Lona en la imagen misma de la sofisticación. Parecía más alta, de mayor edad, más despierta y segura de sí misma. Tenía los hombros erguidos, y sus pechos sobresalían en una sorprendente transfiguración.

—¿Te gusta? —le preguntó quedamente.

—Es maravilloso, Lona.

—Me siento tan extraña dentro de él… Nunca he llevado nada parecido a esto. ¡De repente me he convertido en Cenicienta yendo al baile!

—¿Con Duncan Chalk como tu hada madrina? Se rieron.

—Espero que se convierta en una calabaza a medianoche —dijo ella. Fue hacia el espejo—. Minner, estaré lista dentro de cinco minutos más, ¿de acuerdo?