—¿Has visitado muchos soles?
—Once. Nueve con planetas.
—¿Incluyendo alguno de los que acabas de nombrar? Me gustan esos nombres.
Burris agitó negativamente la cabeza.
—Los soles a los que fui tenían números en vez de nombres. Al menos, no eran nombres que les hubieran dado los terrestres. La mayor parte de ellos tenían otros distintos. Aprendí algunos. —Ella vio cómo las comisuras de su boca se abrían y luego volvían a cerrarse rápidamente: en él era un signo de tensión, Lona había llegado a descubrirlo. ¿Puedo hablarle de las estrellas? Quizá no quiere que se lo recuerden.
Pero bajo este brillante dosel era incapaz de olvidar el tema.
—¿Volverás ahí alguna vez?
—¿Fuera de este sistema? Lo dudo. Ahora estoy retirado del servicio. Y no tenemos vuelos turísticos a las estrellas vecinas. Pero volveré a salir de la Tierra, por supuesto. Contigo: la gira planetaria. No será del todo lo mismo. Pero resultará más seguro.
—¿Puedes… puedes…,? —Lo discutió consigo misma, y luego decidió lanzarse—. ¿Puedes señalarme el planeta donde fuiste… capturado?
Tres rápidas contorsiones de su boca.
—Es un sol azulado. No puedes verlo desde este hemisferio. No podrías verlo a simple vista ni tan siquiera desde más abajo. Seis planetas. Manipool es el cuarto. Cuando estábamos orbitándolo, preparándonos para bajar, sentí una extraña excitación. Como si mi destino me estuviera atrayendo hacia ese lugar. Quizá llevo dentro de mí algún leve poder precognitivo, ¿eh, Lona? Sí, desde luego que Manipool ocupaba un lugar muy importante en mi destino. Pero creo que no tengo poderes de precognición. De vez en cuando me asalta la poderosa convicción de que estoy marcado para hacer un viaje de regreso. Y eso es absurdo. Volver ahí… para enfrentarme nuevamente a Ellos… —Su puño se cerró bruscamente, apretándose con un chasquido convulsivo que hizo que se moviera todo su brazo. Un jarrón con flores de gruesos pétalos azules estuvo a punto de salir volando hacia el abismo. Lona lo cogió. Se dio cuenta de que, cuando él cerraba su mano, el pequeño tentáculo exterior se colocaba pulcramente sobre sus dedos, por sí mismo. Apoyó sus dos manos sobre la de él y le apretó los nudillos hasta que la tensión fue desapareciendo y sus dedos se abrieron.
—No hablemos de Manipool —sugirió—. Pero las estrellas son hermosas.
—Sí. Realmente, nunca había pensado en ellas bajo ese aspecto hasta que volví a la Tierra después de mi primer viaje. Desde aquí abajo sólo las vemos como puntitos de luz. Pero cuando estás ahí fuera, atrapado en el fuego cruzado de la luz estelar, rebotando hacia aquí y hacia allá mientras las estrellas te abofetean, es distinto. Dejan una huella en ti. Lona, ¿sabes que desde este salón tienes una vista de las estrellas casi tan impresionante como la que ves desde la mirilla de una nave espacial?
—¿Cómo lo hacen? Nunca había visto nada parecido.
Intentó explicarle lo de la cortina de luz negra. Lona se perdió después de la primera frase, pero clavó atentamente la mirada en sus extraños ojos, fingiendo escuchar y sabiendo que no debía decepcionarle. ¡Estaba enterado de tantas cosas! Y, sin embargo, estaba asustado por encontrarse en esta sala de los deleites, igual que lo estaba ella. Mientras siguieran hablando, creaban una barrera contra el miedo. Pero, en los silencios, Lona era incómodamente consciente de los centenares de personas ricas y sofisticadas que la rodeaban, y del abrumador lujo de la estancia, y del abismo que había junto a ella, y de su propia ignorancia y falta de experiencia. Tenía la sensación de estar desnuda bajo ese arder de estrellas. En las pausas de la conversación, incluso Burris volvía a resultarle extraño; sus distorsiones quirúrgicas, que casi había dejado de percibir, cobraban de repente una feroz aparatosidad.
—¿Algo de beber? —le preguntó él.
—Sí. Sí, por favor. Pide tú. Yo no sé qué tomar. No se veía a ningún camarero, ni humano ni robot, y Lona tampoco había visto a nadie atendiendo las demás mesas. Burris dio la orden limitándose a hablar por una rejilla dorada que se encontraba junto a su codo izquierdo. La frialdad con que demostró saber qué hacer la impresionó, y tuvo la sospecha de que ése era precisamente su fin.
—¿Has comido aquí a menudo? —preguntó—. Pareces saber muy bien lo que debe hacerse.
—Estuve aquí en una ocasión. Hace más de una década. No es un sitio que se olvide fácilmente.
—¿Ya eras un navegante estelar entonces?
—Oh, sí. Había hecho un par de viajes. Estaba de permiso. Había una chica a la que deseaba impresionar…
—Oh.
—No la impresioné. Se casó con otro. Murieron cuando se derrumbó la Rueda, en su luna de miel.
Hace más de diez años, pensó Lona. Ella tenía entonces menos de siete años de edad. Su juventud hizo que se sintiera encogida a su lado. Cuando llegaron las bebidas se alegró.
Vinieron flotando a través del abismo en una pequeña bandeja gravitrónica. A Lona le pareció asombroso que ninguna de las bandejas del servicio, que ahora se dio cuenta eran bastante numerosas, chocara nunca con otra en su rumbo hacia las mesas. Pero, naturalmente, programar órbitas que no se interceptaran no era un trabajo demasiado difícil.
Su bebida venía en un cuenco de pulida piedra negra, pesada en la mano pero suave y agradable en el labio. Cogió el cuenco y se lo llevó automáticamente a la boca; entonces, deteniéndose un segundo antes de beber, se dio cuenta de su error. Burris esperaba, sonriente, con su bebida todavía ante él.
Cuando sonríe así tiene un aspecto espantosamente parecido al de un maestro de escuela, pensó. Riñéndome sin decir ni una sola palabra. Sé lo que está pensando: que soy una pequeña vagabunda ignorante que no conoce los buenos modales. Dejó que la ira se fuera calmando. Pasado un momento, comprendió que en realidad aquella ira iba dirigida hacia ella misma, no hacia él. Darse cuenta de ello hizo que le resultara un poco más fácil calmarse. Miró la bebida de Burris. Había algo nadando dentro de ella.
El vaso era de cuarzo traslúcido. Estaba lleno hasta sus tres quintas partes con un denso fluido verde de aspecto viscoso. Yendo perezosamente de un lado hacia otro había un animal minúsculo con forma de lágrima, cuya piel violeta dejaba detrás un débil resplandor a medida que nadaba.
—¿Se supone que debe estar ahí dentro? Burris se rió.
—Yo tomo lo que llaman un martini Deneb. Es un nombre ridículo. Especialidad de la casa.
—¿Y qué tiene dentro?
—Básicamente es algo parecido a un renacuajo. Una forma de vida anfibia procedente de un mundo de Aldebarán.
—¿Y te lo bebes?
—Sí. Vivo.
—Vivo. —Lona se estremeció—. ¿Por qué? ¿Tan bien sabe?
—Lo cierto es que no sabe a nada. Es un puro adorno. La sofisticación recorre el círculo completo y vuelve a la barbarie. Un trago, y ya está.
—¡Pero está vivo! ¿Cómo puedes matarlo?
—¿Te has comido alguna vez una ostra viva, Lona?
—No. ¿Qué es una ostra?
—Un molusco. Hubo un tiempo en el que fue muy popular, servida en su concha. Viva. La rocías con jugo de limón, ácido cítrico, ya sabes, y ves como se retuerce. Después te la comes. Sabe a mar. Lo siento, Lona. Es así. Las ostras no saben lo que les sucede. No tienen ni esperanzas, ni miedos ni sueños. Y tampoco los tiene esta criatura de ahí dentro.
—Pero matar…
—Matamos para comer. Una auténtica moralidad de los alimentos nos permitiría comer tan sólo productos sintéticos. —Burris le sonrió amablemente—. Lo siento. No lo habría pedido si hubiese sabido que iba a disgustarte. ¿Quieres que se lo lleven?