—Debemos investigar un poco más al navegante estelar —le dijo a Bart Aoudad. Aoudad asintió.
—Me encargaré de controlar los sensores, señor.
—Y la chica —le dijo Chalk a Tom Nikolaides—. Esa chica tan espantosamente aburrida… Intentaremos llevar a cabo un experimento. Sinergia. Catálisis. Reunirles. ¿Quién sabe? Puede que logremos generar un poco de dolor. Algún sentimiento humano. Nick, podemos aprender lecciones del dolor. Nos enseña que estamos vivos.
—Este Melangio… —dijo Aoudad—. No parece sentir su dolor. Lo registra y lo graba en su cerebro. Pero no lo siente.
—Exacto —replicó Chalk—. Justo lo que decía. No puede sentir nada, sólo registrar y repetir. El dolor está allí y hay suficiente. Pero no puede llegar hasta él.
—¿Y si nos encargáramos de liberarlo nosotros en su lugar? —sugirió Aoudad. Sonrió, no muy agradablemente.
—Demasiado tarde. Si ahora fuese realmente capaz de llegar a su dolor, se quemaría en un instante. No, Bart, déjale con sus calendarios. No debemos destruirle. Seguirá haciendo sus trucos, y todo el mundo le aplaudirá, y luego le volveremos a dejar en el charco de donde le sacamos. Pero el navegante estelar… eso es algo totalmente distinto.
—Y la chica —le recordó Nikolaides.
—Sí. El navegante estelar y la chica. Debería ser interesante. Deberíamos aprender muchas cosas.
2 — Así en la tierra como en el cielo
Mucho tiempo después, cuando la sangre fresca manchara sus manos y su corazón latiera con la potencia de la vida renovada, todo empezaría a parecerle un simple sueño feo y desagradable. Pero tendría que cruzar el reluciente puente de Heimdall para llegar hasta ahí. Ahora mismo seguía viviendo en el dolor, y sus sensaciones eran las mismas que mientras estaba sucediendo. Una multitud de terrores sumergían a Minner Burris.
Normalmente, no era un hombre vulnerable al terror. Pero esto había sido demasiado: las grandes siluetas grasientas moviéndose alrededor de su nave, las esposas doradas, el estuche de instrumentos quirúrgicos abierto y preparado.
—había dicho el monstruo cubierto de marcas que se encontraba a su izquierda.
—había replicado la criatura del otro lado, con lo que parecía ser un respeto untuoso.
Después, habían empezado la tarea de destruir a Minner Burris.
Entonces era entonces y ahora era ahora, pero Burris llevaba consigo una carga de dolor y de extrañeza que le recordaba eternamente, ya estuviera dormido o despierto, lo que se le había hecho más allá de la capa de oscuridad, más allá del hielo inmóvil de Plutón.
Había vuelto a la Tierra hacía tres semanas. Ahora vivía en un apartamento individual de las Torres Martlet, mantenido por una pensión del gobierno y sostenido, no sabía muy bien cómo, gracias a su propia resistencia interior. Ser transformado en monstruo por unos monstruos no era un destino fácil de aceptar, pero Burris estaba haciendo cuanto podía.
Si al menos no hubiera tanto dolor…
Los doctores que le habían examinado confiaron al principio en que podrían hacer algo respecto al dolor. No se necesitaba sino aplicar la moderna tecnología médica.
—…disminuir la entrada sensorial…
—…dosis mínima de drogas para bloquear los canales aferentes, y después…
—…cirugía menor correctiva…
Pero los canales de comunicación que había dentro del cuerpo de Burris se encontraban trastornados más allá de toda esperanza de arreglo. Fuera lo que fuese lo que le habían hecho los cirujanos alienígenas, lo cierto es que le habían transformado en algo que se encontraba más allá de la comprensión de la moderna tecnología médica y, desde luego, más allá de su capacidad. Las drogas normales para eliminar el dolor no hacían más que intensificar las sensaciones de Burris. Sus pautas de flujo neural eran extrañas; las sensaciones se veían alteradas, rechazadas, desviadas. No podían reparar el daño causado por los alienígenas. Y, finalmente, Burris se alejó de ellos, palpitante, mutilado, dolido, para esconderse en una habitación oscura de este decrépito coloso residencial.
Setenta años antes, las Torres Martlet habían sido la última palabra en alojamientos: delgados edificios de un kilómetro y medio de alto dispuestos en apretadas hileras a lo largo de lo que antes habían sido las verdes laderas de los Adirondacks, a una distancia de Nueva York que permitía ir y volver con facilidad. Setenta años es un tiempo muy largo en la existencia de los edificios contemporáneos. Ahora las Torres estaban corroídas, marcadas por el tiempo, atravesadas por las flechas de la decadencia. Las resplandecientes suites de antaño habían sido subdivididas en alojamientos de una sola habitación. Un sitio ideal para esconderse, pensó Burris. Aquí uno podía quedarse inmóvil en su celda igual que un pólipo dentro de su caverna de piedra. Se podía descansar; se podía pensar; se trabajaba en la agotadora tarea de llegar a una aceptación de lo que se le había hecho a tu cuerpo indefenso.
Burris oyó ruidos en los pasillos. No los investigó. ¿Buccinos y quisquillas misteriosamente mutados para adaptarse a la vida terrestre, infiltrándose en los espacios del edificio donde les era posible arrastrarse? ¿Ciempiés buscando el dulce calor de las hojas pudriéndose? ¿Juguetes pertenecientes a esos niños de ojos vacuos y apagados? Burris se quedó en su habitación. A menudo pensaba en salir de noche y recorrer los pasadizos del edificio como si fuera su propio fantasma, avanzando por la oscuridad para provocar el terror en quienes le vieran. Pero desde el día en que las alquiló a través de un intermediario no había abandonado estas cuatro paredes, esta zona de calma en la tempestad. Estaba tendido en la cama. Una pálida luz verdosa se filtraba a través de los muros. El espejo no podía quitarse pues formaba parte de la estructura del edificio, pero al menos podía ser neutralizado; Burris lo había desconectado, y ahora no era más que un óvalo de un apagado color marrón en la pared. De vez en cuando lo activaba y se enfrentaba consigo mismo, como disciplina. Pensó que quizá lo hiciese hoy.
Cuando me levante de la cama.
Si me levanto de la cama.
¿Por qué debería levantarme de la cama?
En el interior de su cráneo había algo clavado, sus vísceras estaban sujetas por pinzas, clavos invisibles atravesaban sus tobillos. Sus párpados le raspaban los ojos igual que papel de lija. El dolor era una constante, algo que incluso estaba empezando a convertirse en un viejo amigo.
¿Qué dijo el poeta? Esa cualidad de estar con típica del cuerpo…
Burris abrió los ojos. Ya no se abrían hacia arriba y hacia abajo, como los ojos de los seres humanos. Ahora las membranas que servían de párpados se apartaban del centro para ir hacia las comisuras. ¿Por qué? ¿Por qué habían hecho todo aquello los cirujanos alienígenas? Pero este detalle en particular no parecía servir a ningún propósito válido. Un párpado arriba y otro abajo ya funcionaban bien. Estos nuevos párpados no mejoraban el funcionamiento de los ojos; sólo servían para actuar como guardianes que se entrometían en cualquier tipo de comunicación provista de significado que pudiera haber entre Burris y la raza humana. A cada parpadeo proclamaba a gritos su extrañeza.
Los ojos se movieron. Un ojo humano se mueve en una serie de minúsculas sacudidas que la mente funde hasta llegar a la abstracción de la unidad. Los ojos de Burris se movían como se movería el ojo de una cámara en un barrido si las cámaras estuviesen perfectamente montadas: con suavidad, de forma continua, sin pestañear. Lo que Burris vio carecía de atractivo. Paredes, un techo bajo, el espejo neutralizado, la pileta con el vibrador, la escotilla del conducto de la comida, todas las grises instalaciones de una sencilla habitación de poco precio diseñada para ser autosuficiente. La ventana había permanecido opacificada desde que se mudó aquí. No tenía ni la menor idea de la hora, del tiempo que hacía, ni tan siquiera de la estación del año, aunque cuando vino aquí era invierno y sospechaba que seguía siendo invierno. La iluminación del cuarto era mala. Los manchones formados por la luz indirecta seguían una pauta aleatoria. Éste era el período en que Burris sufría una baja receptividad a la luz. Había épocas, que duraban días enteros, en las que la máxima brillantez del mundo le parecía una oscuridad cenagosa, como si se hallara en el fondo de un estanque lleno de barro. Después, el ciclo se invertía a sí mismo con una sacudida impredecible, y unos pocos fotones bastaban para encender su cerebro en una llamarada salvaje.