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—Y hoteles.

—Éste es el único. Chalk tiene el monopolio. El sol estaba muy alto en el cielo, brillante pero pequeño. Tan cerca del Polo, el día de verano parecía no terminar nunca; aún quedaban dos meses de luz solar ininterrumpida antes de que empezara la prolongada inmersión en la oscuridad. La luz hacía brillar la llanura de hielo. Aquí todo era plano, una lámina de blancura de un kilómetro y medio de espesor que enterraba por un igual valles y montañas. El hielo era firme bajo sus pies. En diez minutos habían dejado muy atrás el hotel.

—¿Hacia dónde queda el Polo Sur? —preguntó Lona.

—Por ahí. Hacia adelante, en línea recta. Después iremos a él.

—¿Y detrás de nosotros?

—Las montañas de la Reina Maud. Se desploman en el Banco de Ross. Es una gran losa de hielo que tiene doscientos metros de espesor, más grande que California. Los primeros exploradores levantaron sus campamentos en ella. Dentro de un par de días visitaremos la Pequeña Antártida.

—Aquí todo es tan liso… Y el reflejo del sol es tan brillante. —Lona se inclinó, cogió un puñado de nieve y lo lanzó alegremente al aire—. Me encantaría ver algunos pingüinos. Minner, ¿hago demasiadas preguntas?

¿Hablo demasiado?

—¿Debo ser sincero o debo mostrarme diplomático?

—Olvídalo. Sigamos caminando. Caminaron. Burris encontraba particularmente cómodo el paso deslizante que imponía el hielo. A cada paso que daba cedía de una forma casi imperceptible, adaptándose soberbiamente a las articulaciones modificadas de sus piernas. Los suelos de cemento no resultaban tan amables. Burris, que había pasado una noche tensa y cargada de dolor, agradecía el cambio.

Lamentó haberle gritado de aquella forma a Lona. Pero había perdido la paciencia. Lona era de una ignorancia sorprendente, pero él había sabido eso desde el principio. Lo que no había sabido era cuán rápidamente su ignorancia dejaría de parecer encantadora y empezaría a parecer despreciable. Despertar dolorido, casi agonizante, y tener que someterse a ese gotear de preguntas adolescentes…

Míralo desde otro punto de vista, se dijo. También se había despertado a mitad de la noche. Había soñado con Manipool y, naturalmente, había emergido del sueño gritando. Eso había ocurrido antes, pero antes nunca había tenido a alguien a su lado, un cuerpo cálido y suave para consolarle. Lona había hecho eso. No le había reñido por interferir con su propio sueño. Le había acariciado y le había calmado hasta que la pesadilla volvió a esfumarse en lo irreal. Le estaba agradecido por eso. Era tan tierna, tan cariñosa. Y él tan estúpido.

—¿Has visto alguna vez la Antártida desde el espacio? —le preguntó Lona.

—Muchas veces.

—¿Qué aspecto tiene?

—Igual que en los mapas. Más o menos redondeada, con un pulgar asomando hacia Sudamérica. Y blanca. Blanca por todas partes. Lo verás cuando vayamos a Titán.

Mientras caminaban Lona se pegó a su cuerpo, cobijándose en el hueco de su brazo. La articulación del brazo era adaptable; Burris lo extendió y creó un refugio cómodo para ella. Este cuerpo tenía sus méritos.

—Quiero volver aquí algún día y verlo todo… —dijo Lona—. El Polo, los museos de los exploradores, los glaciares. Pero quiero venir con mis niños.

Un carámbano atravesó limpiamente la garganta de Burris.

—¿Qué niños, Lona?

—Habrá dos. Un chico y una chica. Dentro de unos ocho años, entonces será el momento adecuado para traerlos aquí.

Los párpados de Burris se movieron incontrolablemente dentro de su capucha térmica. Se estrellaron el uno contra el otro igual que los acantilados móviles de las Simplégadas.

—Lona, deberías saber que no puedo darte niños —dijo en voz baja, controlándose con un salvaje esfuerzo de voluntad—. Los médicos lo descartaron. Sencillamente, los órganos internos no…

—Sí, lo sé. No me refería a los niños que pudiéramos tener, Minner.

Él sintió que sus entrañas se desparramaban por el hielo.

—Me refiero a los que tengo ahora —siguió diciendo ella, con voz tranquila y dulce—. Los que sacaron de mi cuerpo. Voy a conseguir que me devuelvan dos…, ¿no te lo he contado?

Burris se sintió extrañamente aliviado al saber que ella no estaba planeando abandonarle por algún hombre biológicamente completo. Y, simultáneamente, le sorprendió la profundidad de su propio alivio. ¡De qué forma tan estúpida y orgullosa había dado por sentado que cualquier niño mencionado por Lona sería un niño que esperaba tener de él! ¡Qué terrible había sido pensar que ella podía tener hijos de otro!

Pero ella ya tenía una legión de niños. Casi se había olvidado de eso.

—No, no me lo contaste —dijo—. ¿Quieres decir que se ha acordado que vas a recibir alguno de esos niños para educarlo tú misma?

—Más o menos.

—¿Qué quiere decir eso?

—Creo que todavía no se ha llegado realmente a ningún acuerdo. Pero Chalk dijo que se encargaría de conseguirlo. Me lo prometió, me dio su palabra. Y sé que es un hombre lo bastante importante como para ser capaz de conseguirlo. Hay tantos bebés…, pueden prescindir de un par para la madre real si ella los desea. Y los deseo. Los deseo. Chalk dijo que me conseguiría los niños si yo…, si yo…

Se quedó callada. Su boca formó un círculo durante un momento y luego se cerró.

—¿Si tú qué, Lona?

—Nada.

—Habías empezado a decir algo.

—Dije que él me conseguiría los niños, si yo los quería. Burris se volvió hacia ella.

—No es eso lo que ibas a decir. Ya sabemos que quieres tenerlos. ¿Qué le prometiste a Chalk a cambio de que él te los consiguiera?

El espectro de la culpabilidad onduló por el rostro de Lona.

—¿Qué me estás ocultando? —le preguntó.

Lona meneó la cabeza en silencio. Burris le cogió la mano, y ella la apartó de un tirón. Se quedó inmóvil, empequeñeciéndola con su estatura, y, como ocurría siempre cuando sus emociones actuaban sobre su nuevo cuerpo, dentro de él se produjeron extrañas palpitaciones y movimientos.

—¿Qué le prometiste? —preguntó.

—Minner, tienes un aspecto tan extraño… Tienes el rostro lleno de manchas. Rojas, y púrpura en tus mejillas…

—¿Qué fue, Lona?

—Nada. Nada. Lo único que le dije… Sólo accedí a…

—¿Qué fue?

—Que sería amable contigo. —Con una voz casi inaudible—. Le prometí que te haría feliz. Y él me conseguiría un par de bebés para mí sola. ¿Hice mal, Minner?

Burris sintió que el aire escapaba por un gigantesco agujero de su pecho. ¿Era Chalk quien había dispuesto todo aquello? ¿Chalk la había sobornado para que cuidara de él? ¿Chalk? ¿Chalk?

—Minner, ¿qué pasa?

En su interior soplaban vendavales de tormenta. El planeta estaba oscilando sobre su eje, desplazándose, aplastándole, los continentes se soltaban y empezaban a resbalar en una inmensa cascada sobre él.

—No me mires de esa forma —le suplicó ella.

—Si Chalk no te hubiera ofrecido los bebés, ¿te habrías acercado a mí? —le preguntó secamente—. ¿Habrías llegado a tocarme alguna vez, Lona?

Ahora los ojos de ella estaban congelados de lágrimas.

—Te vi en el jardín del hospital. Sentí tanta pena por ti… Ni tan siquiera sabía quién eras. Pensé que habías estado en un incendio o algo parecido. Después te conocí. Te amo, Minner. Chalk no podía hacer que te amara. Lo único que podía hacer es que me portara bien contigo. Pero eso no es amor.

Burris tuvo la sensación de ser un estúpido, alguien ridículo, torpe, un montón de fango animado. La miró, boquiabierto. Ella parecía desconcertada. Un instante después se inclinó, cogió un poco de nieve, hizo una bola con ella y se la arrojó a la cara, riendo.