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Ya era demasiado tarde para hacer todo el trayecto hasta el Banco de Ross. Pero estuvieron viajando durante más de una hora en dirección noroeste desde el Polo, hacia una cadena de montañas que nunca se aproximaba, y llegaron a un misterioso punto cálido donde no había nieve, sólo tierra de color marrón manchada de rojo por una capa de algas, y rocas cubiertas con una delgada costra de liquen amarillo verdoso. Entonces Lona preguntó si se podían ver pingüinos, y se le dijo que en esta época del año no había pingüinos en el interior salvo los que se habían perdido.

—Son pájaros acuáticos —dijo el guía—. Se mantienen cerca de la costa y sólo vienen al interior cuando es tiempo de poner sus huevos.

—Pero aquí es verano. Ahora tendrían que estar andando.

—Hacen sus nidos a mitad del invierno. Los bebés pingüino nacen en junio y en julio. La época más oscura y fría del año. Si quiere ver pingüinos tiene que inscribirse en la gira de la Tierra de Adélie. Allí verá pingüino Burris pareció estar de buen humor durante el largo trayecto de vuelta al hotel en el trineo. Bromeó con Lona, tomándole el pelo amistosamente, y en un momento dado hizo que el guía parase el trineo para que pudieran deslizarse por un banco de nieve tan pulida como el cristal. Pero, a medida que se aproximaban al hotel, Lona detectó el cambio que se estaba produciendo en su interior. Era como la llegada del crepúsculo, pero en el Polo no había crepúsculos dada la estación. Burris se fue oscureciendo. Su rostro se volvió rígido, y dejó de reír y bromear. Cuando franquearon las dobles puertas del refugio parecía algo tallado en hielo.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—¿Quién ha dicho que pase nada?

—¿Te gustaría tomar algo?

Fueron al bar. La sala era muy grande, con paneles de madera y una chimenea auténtica para darle ese aspecto siglo veinte. Había unas dos docenas de personas sentadas en las pesadas mesas de roble, hablando y bebiendo. Lona se fijó en que todo eran parejas. Este lugar estaba prácticamente dedicado a las lunas de miel. Los jóvenes recién casados venían aquí para iniciar sus vidas en la helada pureza del Antártico. Decían que en las montañas de la Tierra de Marie Byrd había lugares excelentes para esquiar.

Cuando entraron, bastantes cabezas se volvieron hacia Burris y Lona. Y se apartaron con igual rapidez, en una veloz desviación refleja. Oh, cómo lo siento. No pretendía mirarles así. Un hombre con una cara como la suya…, probablemente no le gusta que le observen. Sólo estábamos mirando para ver si nuestros amigos los Smith habían bajado a tomar una copa.

—El demonio en el banquete de bodas —murmuró Burris.

Lona no estuvo segura de haber entendido correctamente lo que dijo. No le pidió que lo repitiera.

Un servidor robot se encargó de su pedido. Lona bebió cerveza, él un ron de caña. Tomaron asiento en una mesa situada casi al extremo de la habitación. De repente se encontraron sin nada que decirse. Las conversaciones de quienes les rodeaban daban la impresión de sonar extrañamente altas. Charlas sobre futuras vacaciones, deportes, las muchas excursiones disponibles que ofrecía la organización.

Nadie se acercó a ellos para sentarse a su mesa. Burris estaba muy quieto, rígido y con los hombros erguidos, una postura que Lona sabía que le resultaba dolorosa. Terminó rápidamente su bebida y no pidió otra. Fuera, el pálido sol se negaba a ocultarse.

—Sería tan bonito si tuviéramos aquí un crepúsculo romántico —dijo Lona—. Trazos de azul y oro sobre la nieve. Pero no vamos a tener ningún crepúsculo, ¿verdad? Burris sonrió. No le respondió.

En la habitación había un flujo constante de entradas y salidas. La corriente trazaba un amplio desvío alrededor de su mesa. Eran rocas en el arroyo. Intercambio de besos, apretones de manos. Lona oía a la gente presentándose unos a otros. Era el tipo de sitio en el que una pareja podía dirigirse libremente a otros desconocidos y hallar una cálida respuesta. Nadie se acercó a ellos.

—Saben quiénes somos —le dijo Lona a Burris— Piensan que somos celebridades, tan importantes que no queremos ser molestados. Por eso nos dejan en paz. N quieren parecer unos entrometidos.

—Ya.

—¿Por qué no nos acercamos nosotros? Romper hielo, demostrarles que no somos unos estirados.

—No. Quedémonos aquí.

Lona creía saber lo que estaba royéndole por dentro. Estaba convencido de que rehuían su mesa porque él era horrible o, como mínimo, extraño. Nadie quería verse obligado a mirarle a la cara. Y no se podía mantener demasiado bien una conversación cuando tenías que mirar siempre a un lado. Por eso permanecían alejados de ellos. ¿Era eso lo que le estaba molestando? ¿Volvía a ser consciente de sí mismo? No se lo preguntó. Pensó que quizá pudiera hacer algo al respecto.

Aproximadamente una hora antes de la cena volvieron a su habitación. El recinto era muy grande pero sin divisiones, con una falsa apariencia rústica. Las paredes eran de troncos aserrados, ásperos y sin pulir, pero la atmósfera estaba cuidadosamente regulada, y había disponibles todas las comodidades modernas. Burris tomó asiento y siguió callado. Después de un rato, se puso en pie y empezó a examinarse las piernas, moviéndolas hacia delante y hacia atrás. Ahora su estado de ánimo era tan sombrío que la asustó.

—Discúlpame —dijo ella—. Volveré dentro de cinco minutos.

—¿Adonde vas?

—A echarle una mirada a las excursiones que ofrecen para mañana.

La dejó marchar. Lona recorrió el pasillo curvo que llevaba hasta el vestíbulo principal. A mitad del pasillo había una pantalla gigante que producía una aurora austral para un grupo de los invitados. Dibujos cambiantes de verde, rojo y púrpura resaltaban espectacularmente contra un telón gris neutro. Parecía una escena del fin del mundo.

Una vez en el vestíbulo, Lona recogió unos cuantos folletos sobre las excursiones. Después volvió a la sala de la pantalla. Vio a una pareja que había estado en el bar. La mujer no tendría mucho más de veinte años, rubia, con unos cuidados mechones verdes que brotaban del nacimiento de su cabello. Tenía ojos fríos y tranquilos. Su esposo, si era su esposo, tenía bastantes más años que ella, casi cuarenta, y vestía una túnica que parecía bastante cara. En su mano izquierda se retorcía un anillo de movimiento continuo procedente de uno de los mundos exteriores.

Lona se aproximó a ellos, con el cuerpo tenso. Sonrió.

—Hola. Soy Lona Kelvin. Quizá nos hayan visto en el bar.

Consiguió provocar unas sonrisas igual de tensas y nerviosas. Sabía lo que estaban pensando. ¿Qué quiere de nosotros?

Le dieron sus nombres. Lona no se enteró de ellos, pero eso no importaba.

—He pensado que quizá sería agradable que cenáramos los cuatro juntos esta noche —dijo—. Creo que Minner les parecerá muy interesante. Ha estado en tantos planetas…

Ponían cara de sentirse atrapados. La rubia esposa se hallaba casi al borde del pánico. El educado esposo acudió rápidamente al rescate.

—Nos encantaría…, otros compromisos…, amigos de casa…, quizá otra noche…

Las mesas no estaban limitadas a cuatro personas, ni tan siquiera a seis. Siempre había sitio para añadir a quien se quisiera. Lona, rechazada, supo ahora lo que Burris había percibido horas antes. No eran bienvenidos. Burris era el hombre con el mal de ojo, el que hacía llover las calamidades sobre la fiesta. Lona volvió rápidamente a la habitación, con sus folletos apretados en la mano. Burris estaba junto a la ventana, contemplando la nieve.