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—Ven a echarles una mirada conmigo, Minner. —Su voz sonaba demasiado aguda, demasiado seca.

—¿Hay alguno que parezca interesante?

—Todos lo parecen. Realmente, no sé cuál es el mejor. Escoge tú.

Tomaron asiento en la cama y fueron repasando e. fajo de folletos multicolores. Estaba la excursión a Tierra de Adélie, medio día, para ver los pingüinos. Un excursión de un día entero al Banco de Ross, incluyendo una visita a Pequeña América y a las otras bases de exploración en McMurdo Sound. Una parada especial.

para ver el volcán activo, el monte Erebus. O una excursión más larga por la Península Antártica para ver focas y leopardos marinos. El viaje para esquiar en la Tierra de Marie Byrd. La excursión a las montañas de la costa a través de la Tierra de Victoria hasta llegar a la lengua glacial de Mertz. Y una docena más. Escogieron la excursión de los pingüinos y, cuando bajaron a cenar, más tarde, pusieron sus nombres en la lista. En la cena estuvieron solos a la mesa.

—Háblame de tus niños, Lona —dijo Burris—. ¿Les has visto alguna vez?

—La verdad es que no. No de forma que pudiera tocarlos, salvo una vez. Sólo en pantallas.

—¿Y Chalk te conseguirá realmente alguno para que lo críes?

—Dijo que lo haría.

—¿Le crees?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó ella. Su mano cubrió la de Burris—. ¿Te duelen las piernas?

—No mucho.

Ninguno de los dos comió demasiado. Después de la cena pasaron películas: vividas cintas en tres dimensiones de un invierno antártico. La oscuridad era la oscuridad de la muerte, y un viento de muerte azotaba, la llanura, alzando la capa superior de la nieve igual que un millón de cuchillos. Lona vio a los pingüinos sobre sus huevos, dándoles calor. Y después vio a los pingüinos expulsados por la galerna, desfilando sobre la nieve, mientras un tambor cósmico resonaba en los cielos e invisible sabuesos del infierno saltaban sobre sus patas silenciosas de un pico a otro. La película terminaba con la salida del sol; el hielo manchado de un rojo sangre con el amanecer que seguía a una noche de seis meses; los océanos congelados rompiéndose, témpanos gigantes chocando unos con otros y haciéndose pedazos. La mayor parte de los huéspedes del hotel fueron de la sala de proyecciones al bar. Lona y Burris se marcharon a la cama. No hicieron el amor. Lona sentía la tormenta que se estaba desarrollando dentro de él, y supo que haría erupción antes de que llegara la mañana.

Permanecieron tendidos en la oscuridad; habían tenido que opacificar la ventana para expulsar al incansable sol. Lona estaba tendida de espaldas, junto a él, respirando lentamente, su flanco tocando el de Burris. Acabó quedándose dormida, y un sueño nervioso y poco profundo se apoderó de ella. Sus propios fantasmas la visitaron pasado un tiempo. Despertó sudando, para encontrarse desnuda en una habitación extraña, con un hombre desconocido junto a ella. Su corazón latía con fuerza. Se llevó las manos a los pechos y recordó dónde estaba. Burris se agitó y gimió.

Ráfagas de viento golpeaban el edificio. Estamos en verano, se recordó Lona. El frío la había penetrado hasta los huesos. Oyó un distante sonido de risas. Pero no se apartó de Burris, y no intentó volver a quedarse dormida. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, escrutaron su rostro. La boca resultaba expresiva dentro de su peculiar construcción de goznes, abriéndose, cerrándose, abriéndose de nuevo. En una ocasión sus ojos hicieron lo mismo, pero no vio nada, ni tan siquiera cuando los párpados se apartaron. Ha vuelto a Manipool, comprendió Lona. Acaban de aterrizar; él y… y los que tienen nombres italianos. Y dentro de poco las Cosas vendrán a buscarle.

Lona intentó visualizar Manipool. El suelo reseco y enrojecido, las plantas retorcidas y llenas de espinas. ¿Cómo eran las ciudades? ¿Tenían carreteras, coches, pantallas? Burris nunca se lo había contado. Cuanto sabía es que era un mundo seco, un mundo viejo, un mundo donde los cirujanos eran muy hábiles. Y Burris gritó.

El sonido empezó en lo más hondo de su garganta, un grito incoherente, como un gorgoteo, y luego fue subiendo de timbre y de volumen a medida que iba abriéndose camino. Lona se dio la vuelta y le abrazó, apretándose con fuerza contra su cuerpo. ¿Tenía la piel cubierta de transpiración? No; imposible; debía ser la suya. Burris se debatió y dio patadas, mandando la colcha al suelo. Notó enroscarse sus músculos, formando bultos bajo su lisa piel. Podría partirme en dos con uno de esos movimientos, pensó.

—Todo va bien, Minner. Estoy aquí. Estoy aquí. ¡Todo va bien!

—Los cuchillos… Prolisse… ¡Santo Dios, los cuchillos!

—¡ Minner!

No le soltó. Ahora su brazo izquierdo colgaba fláccido, y daba la impresión de doblarse por el codo en una dirección equivocada. Se estaba calmando. Su ronca respiración hacía tanto ruido como el batir de los cascos de un caballo. Lona se inclinó sobre él y encendió la luz.

Su rostro volvía a estar moteado, lleno de manchas. Pestañeó tres o cuatro veces, de esa espantosa manera especial suya, hacia los lados, y se llevó una mano a los labios. Lona le soltó y se echó hacia atrás, temblando levemente. La explosión de esta noche había sido más violenta que la de la noche anterior.

—¿Un vaso de agua? —le preguntó. Burris asintió con la cabeza. Estaba agarrando el colchón con tal fuerza que Lona pensó que iba a romperlo. Burris tragó saliva.

—¿Ha sido muy malo esta noche? ¿Te estaban haciendo daño?

—Soñé que les estaba viendo operar. Primero Prolisse, y murió. Después hicieron pedazos a Malcondotto. Murió. Y luego…

—¿Te tocó el turno?

—No —dijo él, asombrado—. No, pusieron a Elise sobre la mesa de operaciones. La abrieron, justo por entre los… los pechos. Y levantaron una parte de su tórax, y vi las costillas y su corazón. Y hurgaron dentro.

—Pobre Minner. —Tenía que interrumpirle antes de que derramara sobre ella toda esa suciedad. ¿Por qué había soñado con Elise? ¿Era buena señal el que viera cómo la mutilaban? O, pensó Lona, quizá habría sido mejor si hubiese soñado que era ella la que… Yo, siendo convertida en algo como él.

Le cogió la mano y dejó que reposara sobre el calor de su cuerpo. Sólo se le ocurría un método para calmar su dolor, y lo empleó. Burris respondió incorporándose, cubriéndola con su cuerpo. Se movieron con anhelo, armoniosamente.

Después de eso pareció quedarse dormido. Lona, más nerviosa que antes, se apartó de él y esperó hasta que volvió a quedar sumida en un sopor no muy profundo. Sueños amargos lo mancharon. Al parecer, un navegante estelar había vuelto trayendo consigo una criatura pestilente, una especie de vampiro obeso, y ese vampiro estaba pegado a su cuerpo, chupándola, dejándola seca…, vaciándola. Era un sueño desagradable, aunque no lo bastante desagradable como para despertarla, y un tiempo después acabó hundiéndose en un sueño más profundo y reposado.

Cuando despertaron había círculos oscuros bajo los ojos de Lona, y su rostro estaba tenso y cansado. Burris no mostraba ningún efecto de su agitada noche; su piel no era capaz de reaccionar tan gráficamente a efectos catabólicos de corto alcance. Mientras se preparaban para el nuevo día, casi parecía animado.

—¿Con ganas de ver los pingüinos? —preguntó.

¿Había olvidado su profunda depresión de la tarde y sus gritos aterrados de la noche? ¿O, sencillamente, intentaba apartarlos allí donde ella no pudiese verlos?

Y, de todas formas, se preguntó Lona, ¿hasta qué punto es humano?

—Sí —dijo con frialdad—. Nos lo pasaremos estupendamente, Minner. Apenas si puedo esperar para verlos.

23 — La música de las esferas

—Ya están empezando a odiarse mutuamente—dijo Chalk con placidez.