Estaba solo, pero eso no le parecía una razón suficiente como para dejar de proclamar en voz alta sus pensamientos. Hablaba muy a menudo consigo mismo. En una ocasión, un médico le había dicho que existían unos auténticos beneficios neuropsíquicos en la vocalización, incluso estando solo.
Flotaba en un baño de sales aromáticas. La bañera tenía tres metros de profundidad, seis de longitud y casi cuatro de anchura: había espacio suficiente incluso para la mole de un Duncan Chalk. Sus lados de mármol estaban rematados con ribetes de alabastro, y la rodeaban baldosas de reluciente porcelana color rojo sangre, con el conjunto del baño cubierto por una gruesa cúpula transparente que le proporcionaba a Chalk una visión completa del cielo. Alguien del exterior no habría obtenido una visión recíproca de Chalk; un astuto ingeniero óptico se había ocupado de ello. Desde fuera la cúpula presentaba una superficie lechosa veteada por remolinos de luz rosada.
Chalk flotaba perezosamente, libre de la gravedad, pensando en sus amantis que sufrían. La noche ya había llegado pero no se veían estrellas, sólo el resplandor rojizo de nubes invisibles. Estaba nevando otra vez. Los copos ejecutaban intrincados arabescos a medida que iban cayendo en espirales hacia la superficie de la cúpula. —Está aburrido de ella —dijo Chalk—. Ella le tiene miedo. Para sus gustos, a ella le falta intensidad. Para los de ella, el voltaje es demasiado alto. Pero viajan juntos. Comen juntos. Duermen juntos. Y pronto se pelearán acerbamente.
Las cintas eran muy buenas. Tanto Aoudad como Nikolaides se mantenían disimuladamente detrás de ellos, recogiendo dispersas imágenes alegres de la pareja para transmitirlas al público que aguardaba. Esa pelea con bolas de nieve: una obra maestra. Y el viaje en el trineo a motor. Minner y Lona en el Polo Sur. El público lo estaba devorando ansiosamente.
Chalk, a su manera, también lo devoraba.
Cerró los ojos, opacificó su cúpula y siguió flotando tranquilamente en la cálida y fragante bañera. Sensaciones de inquietud dispersas y fragmentadas iban llegando a él.
…tener articulaciones que no se portan como deberían hacerlo unas articulaciones humanas…
…sentirse despreciado, apartado de la humanidad… …maternidad sin hijos…
…relucientes destellos de dolor, tan brillantes como los hongos termoluminiscentes que desprenden su resplandor amarillo en las paredes de su oficina… …el dolor de su cuerpo y el dolor de su alma… …¡sola!
…¡repugnante!
Chalk dio un respingo, como si una corriente de poco voltaje estuviera atravesando su cuerpo. Un dedo de su mano se alzó formando ángulo y permaneció un instante en esa posición. Un sabueso con las fauces babeantes saltó a través de su lóbulo frontal. Bajo la fláccida carne de su pecho, los gruesos haces de músculos se contrajeron rítmicamente y volvieron a relajarse.
…demonios que me visitan durante el sueño…
…un bosque de ojos observando, ojos brillantes que brotan de tallos…
…un mundo de sequedad… espinas… espinas…
…los crujidos y chasquidos de bestias extrañas moviéndose en las paredes… la carcoma del espíritu… toda la poesía convertida en cenizas, todo el amor marchito…
…ojos de piedra alzándose hacia el universo… y el universo devolviéndoles la mirada…
Chalk agitó el agua con los pies, en éxtasis, enviando hacia lo alto cascadas de espuma. La palma de su mano golpeó la superficie líquida. ¡Por allí resopla! ¡Ahí está! ¡Adelante, adelante!
El placer le sumergió y le consumió.
Y esto, se dijo satisfecho unos minutos después, era meramente el comienzo.
24 — Así en el cielo como en la tierra
Partieron hacia el Tívoli de la Luna en un día de sol llameante, entrando en la siguiente etapa de su paso a través de los reinos del placer de Chalk. El día estaba despejado, pero seguía siendo invierno; huían del auténtico invierno del norte y del ventoso verano del sur para ir hacia el invierno sin clima del vacío. En el espacio puerto se les dio todo el tratamiento de las celebridades: fotos y cintas en la terminal, luego el pequeño vehículo de morro chato llevándoles rápidamente a través de la pista mientras la gente normal les contemplaba con asombro, vitoreando sin demasiado entusiasmo a los famosos, fueran quienes fueran.
Burris lo odió. Ahora, cada mirada que se posaba en él parecía un nuevo acto de cirugía efectuado en su alma.
—Entonces, ¿por qué te has dejado meter en esto? —quiso saber Lona—. Si no quieres que la gente te vea, ¿cómo has permitido que Chalk te mandara a hacer este viaje?
—Como penitencia. Como una forma deliberadamente escogida de compensar mi retirada del mundo. Para disciplinarme.
La ristra de abstracciones no logró convencerla. Quizá ninguna de ellas había logrado ni tan siquiera acercarse al blanco gigante durante casi tres años antes de que se completara la operación de recogida.
Alguien a quien Burris amó se encontraba en la Rueda cuando ésta murió. Pero estaba allí con otra persona, saboreando los juegos de mesa, los espectáculos sensoriales, la alta cocina y la atmósfera de el mañana nunca llegará. El mañana había llegado inesperadamente.
Cuando rompió con él, Burris había pensado que en todo el resto de sus días nunca podría sucederle algo peor. La fantasía romántica de un joven, pues muy poco tiempo después ella estaba muerta, y eso fue mucho peor para él que cuando le rechazó. Muerta, se encontraba más allá de toda esperanza de recuperarla, y durante cierto tiempo él también estuvo muerto, aunque siguiera caminando. Y, después de eso, curiosamente, el dolor se fue debilitando hasta esfumarse. ¿Lo peor que le podía suceder, perder una chica ante un rival, y luego perderla en una catástrofe? Difícilmente. Difícilmente. Diez años después, Burris se había perdido a sí mismo. Ahora creía saber qué podía ser realmente lo peor.
—Damas y caballeros, bienvenidos a bordo del Aristarco IV. En nombre del capitán Villeparisis quiero ofrecerles nuestros mejores deseos de que tengan un viaje agradable. Debemos pedirles que permanezcan en sus cunas protectoras hasta que haya terminado el período de máxima aceleración. Una vez hayamos escapado de la Tierra, estarán en libertad de estirar un poco las piernas y gozar con las vistas del espacio.
La nave contenía cuatrocientos pasajeros, carga y correo. A lo largo de sus flancos había veinte camarotes privados, y uno de ellos había sido asignado a Burris y Lona. Los demás pasajeros estaban sentados en una vasta congregación, luchando por obtener una buena posición ante la mirilla más cercana.
—Ahí vamos —dijo Burris en voz baja. Sintió cómo se encendían los reactores con una patada contra el suelo, sintió cómo se ponían en marcha los cohetes, sintió cómo la nave se alzaba sin esfuerzo alguno. Un triple sistema de gravitrones protegía a los pasajeros de los peores efectos del despegue, pero resultaba imposible eliminar completamente la gravedad en una nave tan enorme, tal y como había sido capaz de hacer Chalk en su pequeña embarcación de recreo.
La Tierra, cada vez más encogida, colgaba igual que una ciruela verde justo delante de la mirilla. Burris se dio cuenta de que Lona no estaba mirándola, sino que le observaba atentamente a él.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó.
—Estupendamente. Estupendamente.
—No pareces relajado.
—Es el tirón de la gravedad. ¿Crees que estoy nervioso por salir al espacio?
Un encogimiento de hombros.
—Es la primera vez que estás aquí arriba desde…, desde Manipool, ¿no?
—Hice ese viaje en la nave de Chalk, ¿recuerdas?
—Eso fue diferente. Fue un viaje subatmosférico.
—¿Crees que me voy a quedar helado de terror sólo porque estoy haciendo un viaje espacial? —preguntó él—. ¿Crees que me imagino que este transbordador es un expreso sin paradas que me devolverá a Manipool?