—Estás deformando mis palabras.
—¿Sí? Dije que me encontraba estupendamente. Y tú empezaste a construir una enorme y elaborada fantasía de malestar para mí. Tú…
—Basta, Minner.
Tenía los ojos opacos, apagados. Sus palabras sonaron secas, quebradizas, con un filo aguzado en el tono. Burris pegó sus hombros a la cuna e intentó hacer que sus tentáculos se desenroscaran. Lona lo había conseguido: había estado relajado, pero ella había hecho que se pusiera tenso. ¿Por qué tenía que actuar de esta forma, haciéndole de madre? No era ningún lisiado. No necesitaba que le tranquilizaran durante un despegue. Había estado despegando años antes de que ella naciera. Entonces, ¿qué le asustaba ahora? ¿Cómo era posible que sus palabras hubieran minado tan fácilmente su confianza? Detuvieron la discusión igual que si hubieran cortado una cinta, pero los bordes rotos seguían existiendo.
—No te pierdas la vista, Lona —dijo, tan amablemente como le fue posible—. Nunca has contemplado la Tierra desde aquí arriba, ¿verdad?
Ahora el planeta se encontraba lejos de ellos. Todo su perfil era visible. El hemisferio occidental les daba la cara envuelto en el fulgor del sol. De la Antártida, donde habían estado hacía tan sólo unas horas, no se veía nada excepto el largo dedo de la Península haciéndole una mueca burlona al Cabo de Hornos.
Con un esfuerzo por no parecer didáctico, Burris le mostró cómo la luz solar daba oblicuamente en el planeta, calentando el sur en esta época del año, sin iluminar apenas el norte. Habló de la eclíptica y de su plano, de la rotación y la revolución del planeta, de la procesión de las estaciones. Lona le escuchó gravemente, asintiendo a menudo con la cabeza, emitiendo corteses sonidos afirmativos cada vez que él hacía una pausa, esperándolos. Burris sospechó que seguía sin comprender nada. Pero en ese momento estaba dispuesto a conformarse con una mera sombra de comprensión, si es que no podía conseguir la sustancia de ella, y Lona le dio esa sombra.
Salieron de su camarote y dieron una vuelta por la nave. Vieron la Tierra desde varios ángulos. Bebieron un par de copas. Les dieron de comer. Aoudad les sonrió desde su asiento en la sección turista. Recibieron una considerable cantidad de miradas. Durmieron, de vuelta al camarote. Pasaron dormidos por el momento místico del cambio, cuando por fin se vieron transferidos de la atracción de la Tierra a la de la Luna. Burris se despertó sobresaltado, miró a la chica dormida, parpadeó en la oscuridad. Le parecía estar viendo las vigas calcinadas de la Rueda hecha pedazos flotar allá fuera. No, no; imposible. Pero las había visto, en un viaje de hacía una década. Se decía que algunos de los cuerpos que habían escapado de la Rueda al partirse ésta aún seguían en órbita, moviéndose en enormes parábolas cercanas al Sol. Que Burris supiera, nadie había llegado a ver en todos aquellos años a ninguno de tales viajeros; la mayor parte de los cadáveres, quizá casi todos, habían sido decentemente recogidos por las naves antorcha que se los llevaron y el resto, o eso le gustaría creer, a estas alturas ya habrían llegado al sol para tener el más soberbio de todos los funerales. Uno de sus viejos terrores privados era ver el rostro contorsionado de aquella chica flotando en el vacío cuando pasara por esta zona.
La nave se sacudió levemente y giró sobre sí misma, y el blanco y amado rostro de la Luna, picado por la viruela, se hizo visible.
Burris tocó a Lona en el brazo. La joven se removió, parpadeó, le miró, luego miró hacia fuera. Burris la observó, captó el asombro que iba difundiéndose por su rostro incluso teniéndola de espaldas a él.
En la superficie lunar se podían distinguir media docena de relucientes cúpulas. —¡El Tívoli! —exclamó ella.
Burris dudaba de que ninguna de las cúpulas fuera realmente el parque de diversiones. La Luna estaba infestada de edificios en forma de cúpula construidos a lo largo de las décadas por toda una variedad de razones bélicas, comerciales o científicas, y ninguna de aquellas cúpulas encajaba con su propia imagen mental del Tívoli. Pero no la corrigió. Estaba aprendiendo.
El transbordador fue frenando y bajó en una espiral hacia la pista donde debía posarse.
Ésta era una época de cúpulas, muchas de ellas obra de Duncan Chalk. En la Tierra tendían a ser cúpulas geodésicas reforzadas, pero no siempre; aquí, bajo una gravedad inferior, normalmente pertenecían a la variedad más sencilla y menos rígida de las cúpulas construidas en una sola pieza. El imperio de los placeres de Chalk se hallaba ceñido y delimitado por las cúpulas, empezando con aquella que cubría su piscina privada y pasando después a la cúpula del Salón Galáctico, el hotel de la Antártida, la cúpula del Tívoli y más, muchas más, extendiéndose hacia las estrellas. El aterrizaje fue muy suave.
—¡Pasémoslo bien aquí, Minner! ¡Siempre he soñado con venir a este sitio!
—Nos divertiremos —prometió él.
A Lona le brillaron los ojos. Era una niña, simplemente eso. Inocente, llena de entusiasmo, sencilla… Burris fue enumerando sus cualidades. Pero estaba llena de calor. Le adoraba, le cuidaba y le nutría, como una madre, sin fallar en nada. Burris sabía que estaba subestimándola. La vida de Lona había conocido tan pocos placeres que no había llegado a cansarse de las pequeñas emociones. Podía responder abiertamente a los parques de Chalk, con todo su corazón. Era joven. Pero no estaba hueca, Burris intentó convencerse de ello. Había sufrido. Llevaba cicatrices, igual que él.
La rampa ya estaba fuera. Lona salió corriendo de la nave hacia la cúpula de espera y él la siguió, teniendo sólo leves dificultades para coordinar sus piernas.
25 — Lágrimas de la Luna
Lona contuvo la respiración mientras veía cómo el cañón retrocedía y el cartucho de fuegos artificiales se deslizaba por el conducto, arriba, a través de la abertura de la cúpula, emergiendo luego por entre la negrura.
La noche se manchó de colores.
Ahí fuera no había aire, nada que pudiera servirle de almohada a las partículas de polvo a medida que iban cayendo. Ni tan siquiera flotaban, sino que más o menos permanecían allí donde habían ido a parar. El dibujo era muy abigarrado. Ahora estaban haciendo animales. Extrañas siluetas de figuras extraterrestres. Burris estaba junto a ella, mirando hacia arriba, tan concentrado como cualquiera de los demás.
—¿Has visto alguna vez uno de ésos? —le preguntó ella.
Era una criatura con zarcillos parecidos a cuerdas, un cuello infinito, aletas achatadas por pies. Algún mundo pantanoso lo había engendrado.
—Nunca.
Un segundo cartucho salió disparado hacia lo alto. Pero éste era solamente el de borrado, que eliminó del espacio a la criatura con aletas por pies y dejó la pizarra celestial vacía y dispuesta para la siguiente imagen.
Otro disparo.
Otro.
Otro.
—Es tan distinto de los fuegos artificiales en la Tierra —dijo ella—. Ningún estallido. Ningún trueno. Y luego todo se queda ahí, sin moverse. Minner, ¿cuánto tiempo perduraría si no lo borrasen?
—Unos cuantos minutos. Aquí también hay gravedad. Las partículas acabarían siendo atraídas hacia abajo. Y los escombros cósmicos las desordenarían. Del espacio cae todo tipo de basura.
Siempre estaba listo para recibir cualquier pregunta, siempre tenía la respuesta. Al principio esa cualidad la había impresionado. Ahora resultaba irritante. Lona deseaba poder pillarle desprevenido, sin nada que decir. Seguía intentándolo. Sabía que sus preguntas le molestaban tanto como sus respuestas la molestaban a ella.
Somos una pareja soberbia. ¡Ni tan siquiera estamos en nuestra luna de miel, y ya nos tendemos pequeñas trampas el uno al otro!