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Observaron los silenciosos fuegos artificiales durante media hora. Luego Lona se cansó de ellos, y se fueron.

—¿Adonde vamos ahora? —le preguntó Burris.

—Demos unas cuantas vueltas.

Burris estaba tenso y nervioso. Lona lo sentía, percibía que estaba listo para saltar a su cuello si cometía un solo error. ¡Cómo debía odiar el encontrarse en este ridículo parque de diversiones! Le miraban mucho. También a ella la miraban, pero Lona resultaba interesante por lo que habían hecho con ella, no por su aspecto, y los ojos no se detenían mucho tiempo en su persona.

Siguieron avanzando a lo largo de un pasillo lleno de puestos, y luego fueron por el siguiente.

El lugar era una feria del tipo tradicional, siguiendo un modelo fijado hacía siglos. La tecnología había cambiado, pero la esencia no. Había juegos de habilidad y muñecas de trapo; restaurantes baratos que vendían platos preparados casi incomibles; atracciones giratorias que habrían satisfecho a cualquier derviche; espectáculos de horror vulgar; salas de baile; pabellones para apostar; teatros sumidos en la penumbra (¡sólo adultos!) en donde revelar los ya fláccidos misterios de la carne; el circo de las pulgas y el perro parlante; fuegos artificiales, aunque hubieran sufrido una mutación; música atronadora; deslumbrantes manchones de luz. Cuatrocientas hectáreas de rancios placeres construidos utilizando lo último en trucos. La diferencia más significativa entre el Tívoli lunar de Chalk y los mil tívolis del pasado estaba en su situación, en el amplio seno del cráter Copérnico, mirando hacia el arco este de la pared del anillo. Aquí se respiraba aire puro, pero se bailaba con sólo una fracción de la gravedad normal. Esto era la Luna.

—¿Remolino? —preguntó una voz untuosa—. ¿Quieren subir al Remolino, señor, señorita?

Lona fue hacia allí, sonriendo. Burris depositó unas monedas sobre el mostrador, y fueron admitidos. Una docena de conchas de aluminio, abiertas igual que los despojos de almejas gigantes, flotando en un lago de mercurio. Un hombre achaparrado, con el pecho desnudo y la piel cobriza, dijo:

—¿Una concha para dos? ¡Por aquí, por aquí!

Burris la ayudó a subir a una de las conchas. Tomó asiento junto a ella. La tapa fue colocada en su lugar y asegurada. En el interior estaba oscuro, hacía calor, y la atmósfera resultaba opresivamente cerrada. Sólo había sitio para ellos dos.

—Fantasías del útero feliz —dijo él.

Ella cogió su mano y se la apretó bruscamente. A través del lago de mercurio les llegó una chispa de energía motriz. Y partieron, girando hacia lo desconocido. ¿Por qué negros túneles bajarían, qué gargantas ocultas iban a cruzar? La concha se agitaba en el maelstrom. Lona gritó, una vez, y otra, y otra.

—¿Tienes miedo? —preguntó él.

—No lo sé. ¡Se mueve tan deprisa!

—No nos pasará nada.

Era corno flotar, como volar. Casi no había gravedad, y tampoco fricción que pudiera obstaculizar sus movimientos mientras iban de un lado a otro por los desvíos y pasadizos del trayecto, impulsados por el chorro. Un abrirse de conductos secretos y un aroma se filtró dentro de la concha.

—¿Qué hueles? —le preguntó ella.

—El desierto. El olor del calor. ¿Y tú?

—Los bosques en un día lluvioso. Hojas que se pudren, Minner. ¿Cómo es posible?

Quizá sus sentidos no sientan las cosas igual que los míos, como lo hace un ser humano. ¿Cómo puede oler el desierto? ¡Ese olor de moho y humedad, tan potente, casi palpable! Podía ver los hongos rojizos que brotaban del suelo. Cosas diminutas con muchas patas se escabullían y escondían en la tierra. Un gusano reluciente. Y Minner: ¿el desierto?

La concha pareció girar sobre sí misma, estrellándose con toda su masa contra el medio que la sostenía, y luego se enderezó de nuevo. Cuando Lona volvió a fijarse en él, se había producido un cambio en el olor.

—Ahora es la Arcada de noche —dijo—. Palomitas de maíz…, sudor…, risas. ¿A qué huele la risa, Minner? ¿Qué crees oler tú?

—La sala de propulsión de una nave cuando se está cambiando el núcleo. Algo estuvo quemándose hace unas cuantas horas. Grasa friéndose allí donde se produjeron filtraciones en las varillas. Es algo que te golpea igual que si te metieran un clavo por la nariz.

—¿Cómo es posible que no estemos oliendo lo mismo?

—Psicovariación olfativa. Olemos las cosas que nuestras mentes ponen en marcha para nosotros. No nos están dando ningún olor en particular, sólo la materia prima. Nosotros damos forma a las pautas.

—No lo entiendo, Minner.

Él guardó silencio. Llegaron más olores: olor a hospital, a luz de luna, a acero, a nieve. Lona no volvió a preguntarle cuáles eran sus respuestas a esa estimulación generalizada. En un momento dado, Burris dio un respingo; en otro se encogió y le clavó los dedos en el muslo.

El diluvio de olores se detuvo.

Y la concha siguió deslizándose, un minuto detrás de otro. Ahora llegaban los sonidos: salvas de golpecitos suaves, grandes pulsaciones de órgano, golpes de martillo, chirrido rítmico de algo frotando el casco. Aquí no se les pasaba por alto ningún sentido. El interior de la concha se puso frío y luego volvió a calentarse; la humedad varió siguiendo un complejo ciclo. La concha se desplazaba bruscamente en una dirección, luego en otra. Giró sobre sí misma en veloces rotaciones, un frenesí final de movimientos, y de repente se encontraron sanos y salvos en el final del trayecto. La mano de Burris tiró de ella.

—¿Divertido? —le preguntó, el rostro serio.

—No estoy segura. Por lo menos ha sido algo fuera de lo normal.

Le compró caramelo de algodón. Pasaron ante un puesto donde había que arrojar pequeñas esferas de cristal a blancos dorados en una pantalla móvil. Si se le daba a tres blancos de cada cuatro se ganaba un premio. Hombres con músculos acostumbrados a la Tierra luchaban por adaptarse a la baja gravedad y fracasaban, mientras las chicas junto a ellos permanecían inmóviles, haciendo mohines. Lona señaló hacia los premios: delicados dibujos alienígenas, formas abstractas que ondulaban sin parar, ejecutadas sobre una especie de tela velluda.

—¡Gana uno para mí, Minner! —le suplicó.

Burris se quedó quieto y observó a los hombres que efectuaban sus lanzamientos, torpes y condenados al fracaso. La mayoría fallaban el blanco por exceso; algunos, intentando compensar la gravedad, lanzaban muy flojo, y veían cómo sus canicas caían lentamente antes de llegar al blanco. Ante el puesto había un montón de gente, los cuerpos apretados unos contra otros, pero cuando avanzó por entre ellos los espectadores le abrieron paso, apartándose con incomodidad. Lona se dio cuenta de ello y esperó que Burris no lo percibiera. Burris entregó unas monedas y cogió sus canicas. Su primer disparo erró el blanco por quince centímetros.

—¡Buen intento, amigo! ¡Déjenle un poco de espacio! ¡Aquí hay uno que tiene buen ojo! —El encargado del puesto miraba con incredulidad el rostro de Burris. Lona se puso roja. ¿Por qué tienen que mirarle así? ¿Tan extraño parece?

Burris volvió a lanzar. Clang. Y luego: Clang. Clang.

—¡Tres seguidos! ¡Déle su premio a la dama!

Lona agarró entre sus dedos algo cálido, velludo, casi vivo. Se alejaron del puesto, escapando al zumbido de las conversaciones.

—En este cuerpo odioso hay cosas que merecen respeto, Lona.

Un poco después, Lona dejó su premio en el suelo, y cuando se volvió a recogerlo había desaparecido. Burris se ofreció a ganar otro, pero ella le dijo que no se molestara.

No entraron en el edificio donde se daban las funciones eróticas.

Cuando llegaron a la casa de los fenómenos Lona vaciló, deseosa de entrar pero no sabiendo si podía sugerirlo. La duda fue fatal. Tres rostros atontados por la cerveza emergieron del edificio, miraron a Burris y se echaron a reír.