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La imagen de su yo desvanecido brotó de la penumbra. El Minner Burris que había sido borrado se encontraba en una esquina de la habitación, estudiándole.

Diálogo del yo y el alma.

—¡Has vuelto, sucia alucinación!

—Nunca te abandonaré.

—Todo lo que tengo, ¿es eso? Bien, ponte a gusto. ¿Un poquito de coñac? Acepta mi humilde hospitalidad. ¡Siéntate, siéntate!

—Me quedaré de pie. ¿Qué tal te va, Minner?

—Mal. Aunque a ti eso no te importa mucho.

—¿Lo que he detectado en tu voz es o no una nota de autocompasión?

—¿Y qué si lo es? ¿Y qué si lo es?

—Una voz terrible, y una voz que jamás te he enseñado.

Burris ya no era capaz de sudar, pero una nube de vapor se acumulaba sobre cada uno de sus nuevos poros exhaladores. Clavó la mirada en su antiguo yo.

—¿Sabes lo que deseo? —dijo en voz baja—. Que te pillaran a ti y te hiciesen lo que me hicieron. Entonces lo comprenderías.

—¡Minner, Minner, ya me lo han hecho! ¡Ecce homo! ¡Ahí estás, acostado, para probar todo aquello por lo que he pasado!

—No. Estás ahí, de pie, para demostrar que no te ha ocurrido nada. Tu rostro. Tu páncreas. Tu hígado y tu vesícula biliar. Tu piel. Duele, duele… ¡Es a mí a quien le duele, no a ti!

La aparición sonrió con dulzura.

—¿Cuándo empezaste a sentir tanta lástima por ti mismo? Esto es algo nuevo, Minner. Burris torció el gesto.

—Quizá tengas razón. —Sus ojos se deslizaron fluidamente por la habitación, examinándola de una pared a otra—. Me están observando, ése es el problema — murmuró.

—¿Quiénes?

—¿Cómo voy a saberlo? Ojos. Telesentidos en las paredes. Los he buscado, pero no sirve de nada. Dos moléculas de diámetro…, ¿cómo voy a poder encontrarlos nunca? Y me ven.

—Pues entonces déjales que miren. No tienes nada de qué avergonzarte. No eres ni hermoso ni feo. No hay ningún punto de referencia para ti. Creo que ha llegado el momento de que vuelvas a salir fuera.

—A ti te es fácil decir eso —respondió secamente Burris—. A ti nadie te mira.

—Ahora mismo me estás mirando.

—Cierto —admitió Burris—. Pero ya sabes por qué.

Con un esfuerzo consciente, hizo comenzar la fase del cambio. Sus ojos lucharon con la luz de la habitación. Ya no tenía retinas, pero las placas focales introducidas en su cerebro le iban bastante bien. Contempló su antiguo yo.

Un hombre alto, corpulento y de anchas espaldas, con grandes músculos y una densa cabellera color arena. Así había sido. Así era ahora. Los cirujanos alienígenas habían dejado intacta la estructura subyacente. Pero todo lo demás era distinto.

La imagen del yo que tenía ante él poseía un rostro casi tan ancho como alto, con unos pómulos generosos, orejas pequeñas y ojos oscuros bastante separados. Los labios eran de ese tipo que se comprimen fácilmente para formar una línea más bien quisquillosa. La piel estaba cubierta por un ligero espolvoreo de pecas; un fino vello rubio se esparcía por casi todas las partes de su cuerpo. El efecto producido era de una rutinaria virilidad: un hombre de cierta fuerza, cierta inteligencia y cierta habilidad, que destacaría de entre un grupo no en virtud de ningún rasgo positivo claramente visible sino gracias a toda una constelación de rasgos positivos poco evidentes. Éxito con las mujeres, éxito con los demás hombres, éxito en su profesión…, todas esas cosas acompañaban un atractivo tan poco espectacular como triunfante.

Ahora todo eso había desaparecido.

—No quiero dar la impresión de que me estoy autocompadeciendo —dijo Burris en voz baja y suave—. Dame una patada si empiezo a gimotear. Pero, ¿te acuerdas de cuando veíamos jorobados? ¿Un hombre sin nariz? ¿Una chica doblada sobre sí misma, sin cuello y con la mitad de un brazo? ¿Fenómenos? ¿Víctimas? Y nos preguntábamos cómo resultaría el ser horrible.

—No eres horrible, Minner. Sólo diferente.

—¡Ojalá se te atragantara tu apestosa semántica! Ahora soy algo que todo el mundo se quedará mirando. Soy un monstruo. De repente, estoy fuera de tu mundo y metido en el mundo de los jorobados. Ellos saben condenadamente bien que no pueden escapar a todos esos ojos. Dejan de tener existencias independientes y se pierden en el hecho de sus propias deformidades, se vuelven borrosos.

—Estás proyectando tus sentimientos, Minner. ¿Cómo puedes saberlo?

—Porque me está ocurriendo. Ahora toda mi vida está construida alrededor de lo que me hicieron las Cosas. No tengo ninguna otra existencia. Es el hecho central, el único hecho. ¿Cómo podemos distinguir al bailarín de la danza? Yo no puedo hacerlo. Si saliera al exterior sería como estar siempre expuesto en un escaparate.

—Un jorobado tiene toda una vida para acostumbrarse a sí mismo. Acaba olvidándose de su espalda. Todavía eres nuevo en esto. Sé paciente, Minner. Acabarás acostumbrándote. Perdonarás a los ojos que te miran.

—¿Cuándo? ¿Cuándo?

Pero la aparición se había ido. Burris examinó la habitación, provocándose varios cambios de visión, y descubrió que estaba solo. Se irguió en la cama, sintió cómo las agujas se le clavaban en sus nervios. No había ningún movimiento que no trajera consigo una serie de incomodidades. Su cuerpo le acompañaba constantemente.

Se puso en pie, alzándose con un solo movimiento lleno de fluidez. Este nuevo cuerpo me proporciona dolor, se dijo, pero es eficiente. Tengo que llegar a quererlo.

Con un esfuerzo, se quedó inmóvil en el centro de la habitación.

La autocompasión es fatal, pensó Burris. No debo hundirme en ella. Tengo que acostumbrarme. Tengo que adaptarme a esto.

Tengo que salir al mundo.

Era un hombre fuerte, no sólo físicamente. ¿Acaso toda mi fuerza, esa fuerza, ha desaparecido ahora?

En su interior los tubos se enroscaban, se unían y separaban. Pequeñas válvulas liberaban hormonas misteriosas. Las recámaras de su corazón ejecutaban una intrincada danza.

Me están observando, pensó Burris. ¡Que miren! ¡Que miren hasta saciarse!

Conectó el espejo con un salvaje barrido de su mano y contempló su yo desnudo.

3 — Rumores subterráneos

—¿Y si cambiáramos? —dijo Aoudad—. Tú observa a Burris y yo observaré a la chica. ¿Eh?

—No. —Nikolaides prolongó la vocal de forma casi lujuriosa—. Chalk me la ha dado a mí, y a ti te ha tocado él. De todas formas, resulta muy aburrida. ¿Por qué cambiar?

—Estoy cansado de él.

—Pues aguántate —le aconsejó Nikolaides—. Soportar lo desagradable es bueno para reforzar el carácter.

—Llevas demasiado tiempo escuchando a Chalk.

—¿No lo llevamos todos?

Sonrieron. No habría ningún intercambio de responsabilidades. Aoudad accionó el interruptor, y el vehículo en el que viajaban pasó bruscamente de una red de control a otra y empezó a dirigirse hacia el norte a doscientos cincuenta kilómetros por hora.

Aoudad había diseñado él mismo ese vehículo para uso de Chalk. Era muy parecido a un útero, recubierto con suaves y cálidas fibras esponjosas de color rosa, y estaba equipado con todas las comodidades posibles, aparte los gravitrones. Últimamente Chalk se había cansado de él y consentía que sus subordinados lo utilizaran. Aoudad y Nikolaides viajaban a menudo en el vehículo. Cada uno de ellos se consideraba el más íntimo asociado de Chalk; cada uno, en su fuero interno, consideraba al otro como un mero criado. Era una ilusión mutua que resultaba útil.