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Pasaron seis días en el Tívoli de la Luna. La pauta de cada día era idéntica. Levantarse tarde, un copioso desayuno, ver un poco la Luna, y luego el parque. El lugar era tan grande que siempre había nuevos descubrimientos que hacer, pero al tercer día Burris descubrió que estaban volviendo compulsivamente sobre sus pasos, una y otra vez, y al quinto ya estaba profundamente harto del Tívoli. Intentó ser tolerante, ya que Lona parecía extraer un placer tan obvio del sitio. Pero, al final, su paciencia siempre acababa por agotarse, y se peleaban. La pelea de cada noche superaba en intensidad a la de la noche anterior. Algunas veces resolvían el conflicto en una feroz y sudorosa pasión, algunas veces en noches sin sueño de silencio malhumorado.

Y siempre, durante la pelea o justo después de ella, venía esa sensación de fatiga, esa enfermiza y destructiva pérdida de energías y aguante. Antes, a Burris jamás le había pasado nada parecido. El hecho de que esos ataques le sucedieran simultáneamente a la chica lo hacía doblemente extraño. No le dijeron nada a Nikolaides o Aoudad, a quienes veían ocasionalmente por entre la multitud.

Burris sabía que esas discusiones virulentas estaban abriendo un abismo cada vez más ancho entre ellos. En los momentos menos tempestuosos lo lamentaba, pues Lona era tierna y amable, y él valoraba su calidez. Pero todo eso quedaba olvidado en los instantes de rabia. Entonces le parecía hueca, inútil e irritante, una carga añadida a todas sus demás cargas, una niña ignorante, estúpida y odiosa. Y le dijo todo eso, al principio ocultando su significado tras metáforas que lo disimulaban, más tarde arrojándole las palabras desnudas a la cara.

La ruptura tenía que llegar. Estaban agotándose a sí mismos, perdiendo su vitalidad en aquellos combates. Ahora, los momentos de amor se hallaban cada vez más espaciados. Y la amargura aparecía con más frecuencia. En la mañana arbitrariamente designada de su arbitrariamente designado sexto día de estancia en el Tívoli, Lona le dijo:

—Cancelemos esto y vayamos a Titán ahora.

—Se supone que debemos pasar cinco días más aquí.

—¿Quieres pasarlos?

—Bueno, francamente…, no.

Tenía miedo de que aquello provocara otro manantial de palabras irritadas, y la hora resultaba demasiado temprana para empezar con eso. Pero no, ésta era su mañana de los gestos de sacrificio.

—Creo que ya he tenido bastante —dijo Lona—, y no es ningún secreto que tú ya has tenido suficiente. Así pues, ¿por qué debemos quedarnos? Es probable que Titán resulte mucho más emocionante.

—Es probable.

—Y aquí nos hemos portado tan mal el uno con el otro… Un cambio de escenario debería ayudarnos.

Desde luego que lo haría. Cualquier bárbaro con una cartera bien repleta podía permitirse el precio de un billete al Tívoli de la Luna, y el lugar estaba lleno de idiotas, borrachos y camorristas. Atraía a generosas cantidades de un público potencial que se encontraba muy por debajo de las clases dirigentes de la Tierra. Pero Titán era más selecto. Su clientela estaba compuesta únicamente por gente rica y sofisticada, aquellos para quienes gastar dos veces el salario anual de un obrero en un solo viaje no muy largo resultaba algo trivial. Por lo menos, esa gente tendría la educación necesaria para tratar con él como si sus deformidades no existieran. Las parejas en luna de miel de la Antártida se habían limitado a tratarle igual que si fuera invisible, cerrando sus ojos a lo que les ponía nerviosos. Los clientes del Tívoli se habían reído en su cara y se habían burlado de sus diferencias. Pero en Titán las buenas maneras decretarían una fría indiferencia ante su aspecto. Mirar al hombre extraño, sonreír, charlar amablemente, pero no mostrar nunca ni de palabra ni de obra que eras consciente de que resultaba extraño: en eso consistía la buena educación. De las tres crueldades, Burris creía preferir ésa. Consiguió acorralar a Bart Aoudad bajo el resplandor de los fuegos artificiales y dijo:

—Ya hemos tenido bastante de este lugar. Mándanos a Titán.

—Pero tenéis…

—…cinco días más. Bien, no los queremos. Sácanos de aquí y llévanos a Titán.

—Veré lo que puedo hacer —prometió Aoudad.

Aoudad les había visto pelearse. A Burris eso no le gustaba nada, por razones hacia las que sentía cierto desprecio. Aoudad y Nikolaides habían sido sus Cupidos, y de alguna manera Burris tenía la sensación de que su responsabilidad era comportarse en todo momento como un enamorado lleno de pasión. Cada vez que le gritaba a Lona era como si, de una forma extraña y oscura, decepcionase a Aoudad. ¿Y por qué me importa decepcionarle? Aoudad no se está quejando para nada de las peleas. No se ofrece a mediar entre nosotros. No dice ni una sola palabra.

Tal y como Burris esperaba, Aoudad les consiguió billetes para Titán sin ninguna dificultad. Antes, llamó para notificarle al complejo hotelero que llegarían con antelación a lo previsto. Y se marcharon.

Un despegue lunar no se parecía en nada a una partida de la Tierra. Enfrentados tan sólo con un sexto de gravedad, sólo hizo falta un suave empujón para mandar la nave al espacio. El espacio puerto de aquí estaba muy concurrido, con salidas diarias hacia Marte, Venus, Titán, Ganímedes; y la Tierra, cada tres días hacia los planetas exteriores, cada semana hacia Mercurio. De la Luna no partía ninguna nave interestelar; por ley y por costumbre, las naves estelares sólo podían salir de la Tierra, controladas a cada paso de su trayecto hasta que daban el salto al hiperespacio en algún lugar situado más allá de la órbita de Plutón. La mayor parte de las naves con destino a Titán se paraban primero en el importante centro minero de Ganímedes, y su itinerario original había previsto que tomaran una de tales naves. Pero la nave de hoy no hacía paradas. Lona se perdería Ganímedes, pero eso era obra suya. Era ella quien había sugerido que partieran antes, no él. Quizá pudieran hacer una parada en Ganímedes durante el trayecto de vuelta a la Tierra.

Mientras se deslizaban por el abismo de oscuridad, en el parloteo de Lona hubo una nota de animación forzada. Quería saberlo todo sobre Titán, al igual que había querido saberlo todo sobre el Polo Sur, el cambio de las estaciones, la estructura de un cactus y muchas cosas más; pero aquellas preguntas anteriores las había hecho con una ingenua curiosidad, mientras que éstas de ahora las hacía con la esperanza de restablecer el contacto, cualquier tipo de contacto que hubiera podido haber entre ella y él.

Burris sabía que eso no iba a funcionar.

—Es la mayor luna del sistema. Es incluso mayor que Mercurio, y Mercurio es un planeta.

—Pero Mercurio se mueve alrededor del Sol, y Titán alrededor de Saturno.

—Así es. Titán es mucho más grande que nuestra luna. Se encuentra a un millón doscientos mil kilómetros de Saturno. Tendrás una buena visión de los anillos. Tiene atmósfera: metano y amoníaco, no demasiado buena para los pulmones. Helada. Dicen que es pintoresco. Nunca he estado allí.

—¿Cómo es eso?

—Cuando era joven no pude permitirme el ir. Luego, estuve demasiado ocupado en otras partes del universo.

La nave se deslizaba por el espacio. Lona, con los ojos muy abiertos, vio cómo saltaban por encima del plano del cinturón de los asteroides, y obtuvo una buena vista de Júpiter, que no se encontraba demasiado lejos de ellos en su órbita. Siguieron avanzando. Saturno ya era visible.

Y llegaron a Titán.

Otra cúpula, por supuesto. Una pista de aterrizaje, desnuda y lúgubre, en una meseta desnuda y lúgubre. Titán era un mundo de hielo, pero muy distinto de la mortífera Antártida. Cada centímetro de Titán era extraño y ajeno, mientras que en la Antártida todo adquiría rápidamente una chirriante familiaridad. Éste no era un simple lugar de frío, viento y blancura.

Por ejemplo, estaba Saturno. El planeta de los anillos se cernía en el cielo, considerablemente más grande que la Tierra vista desde la Luna. El amoníaco y el metano de la atmósfera estaban presentes en la cantidad justa para darle al cielo de Titán un tinte azulado, creando un hermoso telón de fondo para el reluciente y dorado Saturno, con su espesa y oscura franja atmosférica y su serpiente Midgard de minúsculas partículas de piedra.