En el trayecto había espectáculos no tan famosos, que Burris encontró más profundamente conmovedores. Las nubes giratorias de metano y las hilachas de amoníaco helado que adornaban las desnudas montañas, por ejemplo, dándoles el aspecto de montañas dibujadas en un pergamino de la dinastía Sung. O el oscuro lago de metano a media hora de la cúpula. En sus cerúleas profundidades moraban las pequeñas y resistentes criaturas vivas de Titán, criaturas que eran más o menos moluscos y artrópodos, inclinándose preferentemente hacia el menos. Estaban equipadas para respirar y beber metano. En este sistema solar la vida era algo tan escaso, que Burris encontró fascinante contemplar esas rarezas en su ambiente nativo. Alrededor del lago vio su comida: la hierba de Titán, plantas de aspecto grasiento parecidas a cuerdas, blancas como un muerto, capaces de soportar este clima infernal sintiéndose perfectamente a gusto. El trineo siguió avanzando hacia la Cascada Helada. Ahí estaba: azul y blanca, brillando bajo la luz de Saturno, suspendida sobre un inmenso vacío. Los espectadores emitieron los suspiros y jadeos obligados. Nadie salió del trineo, pues los vientos de ahí fuera eran de una intensidad salvaje y no se podía confiar del todo en los trajes respiradores para que le protegieran a uno contra la atmósfera corrosiva.
Trazaron un círculo alrededor de la cascada, contemplando el reluciente arco de hielo desde tres lados distintos. Después, llegó la mala noticia de su cicerone:
—Se acerca una tormenta. Vamos a regresar.
La tormenta llegó mucho antes de que alcanzaran la seguridad de la cúpula. Primero vino la lluvia, un diluvio de amoníaco en precipitación, parecido al granizo, que repiqueteó sobre el techo de su trineo, y después nubes de nieve compuesta por cristales de amoníaco impulsadas por el viento. El trineo siguió avanzando con dificultad. Burris jamás había visto caer tanta nieve ni tan deprisa. El viento la hacía girar en grandes remolinos, la arrancaba del suelo, la amontonaba en catedrales y bosques. Con un cierto esfuerzo, el trineo a motor evitó nuevas dunas y se abrió paso alrededor de repentinas barricadas. La mayoría de los pasajeros mantenían una expresión imperturbable. Burris, que sabía lo cerca que se hallaban de verse enterrados en una tumba, permaneció sentado en un lúgubre silencio. Quizá la muerte le trajera finalmente la paz, pero, si le fuera posible escoger su muerte, no tenía intención de elegir el ser enterrado vivo. Ya podía sentir el olor acre y rancio de la atmósfera a medida que el aire empezaba a viciarse y los zumbantes motores introducían sus humos en el compartimento de los pasajeros. Simples imaginaciones. Intentó disfrutar con la belleza de la tormenta.
Aun así, entrar nuevamente en el calor y la seguridad de la cúpula fue un gran alivio.
Lona y él volvieron a pelearse poco después de su regreso. Para esta pelea había todavía menos razones que para ninguna de las anteriores. Pero alcanzó muy rápidamente un nivel de auténtica malevolencia.
—¡Minner, durante todo el viaje no me miraste ni una sola vez!
—Estaba mirando el paisaje. Para eso hemos venido aquí.
—Podrías haberme cogido la mano. Podrías haber sonreído.
—Yo…
—¿Tan aburrida resulto?
Burris estaba harto de batirse siempre en retirada.
—¡Lo eres, la verdad! ¡Eres una niña aburrida, espantosa e ignorante! ¡No mereces nada de todo esto! ¡Nada! No puedes apreciar la comida, la ropa, el sexo, el viaje…
—¿Y tú qué eres? ¡No eres más que un fenómeno horrible!
—Pues ya somos dos.
—¿Soy un fenómeno? —chilló Lona—. No se nota. Al menos, yo soy un ser humano. ¿Qué eres tú?
Entonces fue cuando Burris se lanzó sobre ella.
Sus lisos dedos se cerraron alrededor de su garganta Lona le golpeó, le dio puñetazos, le arañó las mejillas con sus uñas. Pero fue incapaz de herir su piel, y eso la hizo enfurecerse todavía más. Burris la sujetó con firmeza, sacudiéndola, haciendo que su cabeza oscilara salvajemente al final de su cuello; y, durante todo ese tiempo, ella pataleó y le propinó puñetazos. A través de sus arterias corrían todos los subproductos de la rabia.
Con qué facilidad podría matarla, pensó él.
Pero el mismo acto de hacer una pausa para permitir que un pensamiento coherente cruzara su mente le calmó. Soltó a Lona. Burris contempló sus manos, y ella le contempló a él. En el cuello de Lona había marcas que casi igualaban las manchas recién brotadas en la cara de Burris. Se apartó de él, jadeando. No dijo nada. Su temblorosa mano le señaló.
La fatiga le golpeó, haciéndole caer de rodillas.
Todas sus fuerzas se desvanecieron en un segundo Sus articulaciones cedieron y resbaló, fundiéndose, incapaz ni tan siquiera de sostenerse con las manos. Se quedó tendido en el suelo, pronunciando su nombre. Jamás se había sentido tan débil anteriormente, ni tan siquiera mientras había estado recuperándose de lo que le hicieron en Manipool.
Esto es lo que se siente cuando te han dejado sin sangre, se dijo. ¡Las sanguijuelas se han divertido conmigo! Dios, ¿volveré a ser capaz de levantarme alguna vez?
—¡Socorro! —gritó, sin que nadie le oyera—. Lona, ¿dónde estás?
Cuando volvió a sentirse lo bastante fuerte como para levantar la cabeza, descubrió que ella se había ido. No sabía cuánto tiempo había transcurrido. Se fue incorporando débilmente, centímetro a centímetro, y se quedó sentado en el borde del lecho hasta que lo peor de su debilidad hubo pasado. ¿Era un castigo por haberla pegado? Cada vez que se habían peleado había sentido este mismo malestar, idéntica debilidad.
—¿Lona?
Fue al vestíbulo, sin separarse de la pared. Probablemente todas las mujeres elegantes y bien educadas que pasaban junto a él le tomaban por un borracho. Sonreían. Burris intentó devolverles sus sonrisas.
No la encontró.
Sin saber muy bien cómo, horas después, dio con Aoudad. El hombrecillo parecía preocupado.
—¿La has visto? —graznó Burris.
—Ahora ya debe estar a medio camino de Ganímedes. Se fue en el vuelo de la cena.
—¿Se fue? Aoudad asintió.
—Nick fue con ella. Vuelven a la Tierra. ¿Qué le hiciste…, le sacudiste un poco o qué?
—¿La dejaste marchar? —murmuró Burris—. ¿Permitiste que se fuera? ¿Qué dirá Chalk de eso?
—Chalk lo sabe. ¿Acaso crees que no hablamos con él antes de hacer nada? Dijo que por supuesto, que si quería volver a casa la dejáramos marchar. Metedla en la siguiente nave que salga. Y eso hicimos. Eh, Burris, estás pálido. ¡Pensé que con tu piel no podías ponerte pálido!
—¿Cuándo sale la próxima nave?
—Mañana por la noche. No pensarás perseguirla, ¿verdad?
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—De esa forma nunca conseguirás nada —dijo Aoudad, sonriendo—. Deja que se marche. Este lugar está lleno de mujeres que se alegrarán de poder ocupar su sitio. Te sorprendería saber cuántas… Algunas de ellas saben que estoy contigo y vienen a verme, me piden que les prepare una cita. Es la cara, Minner. Tu cara les fascina.
Burris se dio la vuelta, apartándose de él.
—Estás afectado —dijo Aoudad—. ¡Oye, vamos a tomar una copa!
—Estoy cansado —replicó Burris, sin mirar hacia atrás—. Quiero descansar.
—¿Quieres que te mande a una de esas mujeres dentro de un rato?
—¿Ésa es tu idea del descanso?
—Bueno, a decir verdad, sí. —Rió afablemente—. No me importaría ocuparme personalmente de ellas, entiéndeme, pero es a ti a quien quieren. A ti.