Elise acarició su piel. Siempre estaba tocándole, como si se deleitara con lo diferente de su textura.
—Hazme el amor otra vez —dijo.
—Ahora no. Elise, ¿qué hay en mí que tanto deseas?
—Todo.
—Hay un cosmos lleno de hombres que pueden hacerte feliz en la cama. ¿Qué me encuentras de especial?
—Los cambios de Manipool.
—¿Me amas por mi aspecto?
—Te amo porque no eres normal.
—¿Y los ciegos? ¿Los tuertos? ¿Los jorobados? ¿Y los hombres sin nariz?
—No existen. Ahora todos llevan prótesis. Todo el mundo es perfecto.
—Salvo yo.
—Sí. Salvo tú. —Sus uñas se clavaron en la piel de Burris—. No puedo arañarte. No puedo hacerte sudar. Ni tan siquiera puedo mirarte sin ponerme un poco nerviosa. Eso es lo que deseo en ti.
—¿El nerviosismo?
—No digas tonterías.
—Eres una masoquista, Elise. Quieres arrastrarte. Escoges al ser más extraño del sistema y te arrojas a sus pies, y a eso le llamas amor, pero no es amor, ni tan siquiera es sexo, no es más que torturarte a ti misma. ¿Verdad?
Elise le miró de una forma extraña.
—Te gusta que te hagan daño —dijo Burris. Puso la mano sobre uno de sus pechos, extendiendo los dedos para abarcar toda su masa cálida y suave. Después apretó. Elise dio un respingo. Sus delicadas fosas nasales se dilataron y sus ojos empezaron a lagrimear. Pero no dijo nada mientras él seguía apretando. Su respiración se hizo más jadeante; a Burris le pareció que podía sentir el trueno de su corazón. Absorbería cualquier cantidad de este dolor sin ni tan siquiera un gemido, aunque arrancara de su cuerpo la blanca esfera de carne. Cuando la soltó, había seis señales blancas destacando en la palidez de su carne. Apenas pasó un segundo empezaron a volverse rojas. Parecía una tigresa a punto de saltar. Por encima de ellos, la Cascada Helada se lanzaba hacia adelante en su eterna inmovilidad. ¿Empezaría a fluir de repente? ¿Caería Saturno de los cielos y rozaría a Titán con sus veloces anillos?
—Mañana me voy a la Tierra —dijo. Elise se reclinó en el asiento. Todo su cuerpo estaba dispuesto a recibirle.
—Hazme el amor, Minner.
—Volveré solo. Para buscar a Lona.
—No la necesitas. Deja de intentar ofenderme. —Tiró de él—. Tiéndete junto a mí. Quiero mirar otra vez Saturno mientras me posees.
Burris pasó la mano por su carne sedosa. Los ojos de Elise ardían.
—Salgamos del trineo —dijo él en un susurro—. Corramos desnudos hasta ese lago y nademos en él.
Nubes de metano se agitaban a su alrededor. La temperatura del exterior haría que la Antártida en invierno pareciese tropical. ¿Morirían primero por congelación o por el veneno en sus pulmones? Nunca llegarían al lago. Burris les vio tendidos en la nevada duna, blanco sobre blanco, rígidos como el mármol. Él duraría más que ella, conteniendo su aliento mientras Elise se derrumbaba y caía dando vueltas, la carne acariciada por el baño de hidrocarburos. Pero no duraría mucho.
—¡Sí! —exclamó ella—. ¡Nadaremos! ¡Y luego haremos el amor junto al lago!
Alargó la mano hacia el control que levantaría el techo transparente del trineo. Burris admiró la tensión y el juego de sus músculos mientras su brazo se extendía hacia él al desplazar su mano, con los ligamentos y los tendones funcionando magníficamente bajo la suave piel que iba del tobillo a la muñeca. Una pierna estaba doblada bajo su cuerpo, la otra bellamente extendida hacia adelante para hacer eco a la línea de su brazo. Sus pechos estaban levantados; su garganta, que mostraba tendencia al aflojamiento, se hallaba tensa en ese instante. En conjunto era un hermoso espectáculo. Sólo necesitaba levantar una palanca y el techo se deslizaría, exponiéndoles a la virulenta atmósfera de Titán. Sus delgados dedos estaban sobre la palanca. Burris dejó de contemplarla. Cerró su mano sobre el brazo de Elise justo cuando sus músculos se tensaban y la apartó de ahí, lanzándola contra el acolchado del asiento. Elise se dejó caer en una postura lasciva. Cuando se erguía, Burris la abofeteó en los labios. La sangre goteó hacia su mentón y sus ojos centellearon de placer. Volvió a golpearla, una y otra vez, golpes feroces que hacían saltar la carne de su cuerpo. Elise jadeó, se agarró a él. El olor de la lujuria invadió sus fosas nasales.
La golpeó una vez más. Entonces, comprendiendo que no hacía sino darle lo que deseaba, se apartó de ella y le arrojó el traje que se había quitado.
—Póntelo. Volvemos a la cúpula.
Era la encarnación pura y simple del hambre. Se retorcía en lo que podía haber sido una autoparodia del deseo. Le llamaba con voz enronquecida.
—Vamos a regresar —dijo él—. Y no vamos a volver desnudos.
Elise se vistió de mala gana. Burris se dijo que habría abierto el techo. Habría ido a nadar con él al lago de metano.
Puso en marcha el trineo para volver al hotel.
—¿Te irás realmente a la Tierra mañana?
—Sí. Ya he reservado el billete.
—¿Sin mí?
—Sin ti.
—¿Y si volviera a seguirte?
—No puedo impedírtelo. Pero no te servirá de nada.
El trineo llegó a la escotilla de la cúpula. Burris lo metió por ella y lo devolvió al puesto de alquiler. Elise parecía maltrecha y sudorosa dentro de su traje.
Burris fue a su habitación y se apresuró a cerrar la puerta. Elise llamó a ella unas cuantas veces. No le contestó, y acabó marchándose. Apoyó la cabeza entre sus manos. La fatiga estaba volviendo, el cansancio sin límites que no había sentido desde la última pelea con Lona. Pero pasó tras unos cuantos minutos.
Una hora después fue visitado por personal del hotel. Tres hombres de rostro ceñudo, que apenas si abrieron la boca. Burris se puso el traje que le dieron y salió al exterior con ellos.
—Está bajo la manta. Nos gustaría que la identificara antes de que la entren.
La manta estaba cubierta con delicados cristales de nieve de amoníaco. Cuando Burris la apartó, los cristales salieron despedidos. Elise, desnuda, parecía estar abrazando el hielo. Las marcas que sus dedos habían dejado en sus pechos se habían vuelto de un púrpura oscuro. La tocó. Como si fuera de mármol.
—Murió al instante —dijo una voz junto a él. Burris alzó la mirada.
—Esta tarde bebió mucho. Quizás eso lo explique.
Se quedó en su habitación el resto del día y toda la mañana siguiente. Al mediodía le llamaron para ir al espacio puerto, y cuatro horas después ya había despegado con destino a la Tierra vía Ganímedes. Durante todo ese tiempo, apenas si habló con nadie.
29 — Dona nobis pacem
Arrastrada por las mareas, había acabado llegando a las Torres Martlet. Vivía allí, en una sola habitación, sin salir casi nunca, cambiándose muy poco de ropa, sin hablar con nadie. Ahora conocía la verdad, y la verdad la había aprisionado.
…y, finalmente, él la encontró.
Ella se quedó inmóvil, igual que un pájaro, dispuesta a huir.
—¿Quién es?
—Minner.
—¿Qué quieres?
—Déjame entrar, Lona. Por favor.
—¿Cómo me has encontrado?
—Pensando. Unos cuantos sobornos. Abre la puerta, Lona.
Le abrió la puerta. No parecía haber cambiado en las semanas transcurridas desde que le vio por última vez. Burris entró en la habitación, sin sonreír con su equivalente de la sonrisa, sin tocarla, sin besarla. La habitación estaba casi a oscuras. Lona fue a encender la luz, pero él la detuvo con un gesto brusco.
—Siento que esté tan destartalada —dijo ella.
—Está muy bien. Está igual que la habitación en la que vivía yo. Pero ésa se encontraba dos edificios más allá.