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El truco consistía en establecer algún tipo de existencia para uno mismo, independiente de Duncan Chalk. Chalk exigía la mayor parte de las horas que pasabas despierto y, si podía, no desdeñaba el utilizarte también durante tu sueño. Sin embargo, siempre había algún fragmento de tu vida en el cual te encontrabas separado del hombre gordo y te considerabas como un ser humano completo que gobernaba su propia existencia. Para Nikolaides, la respuesta se hallaba en el ejercicio físico: hacer esquí por los lagos, viajar hasta el cráter de un volcán hirviente lleno de azufre, volar, hacer excavaciones en el desierto. Aoudad había escogido también el ejercicio, pero de una clase más suave; con las piernas abiertas y el pie de una tocando al de otra, sus mujeres formarían una cadena que abarcaría varios continentes. D’Amore y los demás tenían sus propias escapatorias individuales. Chalk devoraba a quienes no las poseían.

Estaba volviendo a nevar. Los delicados copos perecían casi cuando aterrizaron, pero el sendero del vehículo se encontraba algo resbaladizo. Los servomecanismos ajustaron rápidamente el equipo de guía para mantener erguido el vehículo. Sus ocupantes reaccionaron de formas distintas; Nikolaides se animó ante la idea del peligro potencial, por diminuto que fuera, mientras que Aoudad pensó lúgubremente en los muslos anhelantes que le aguardaban si sobrevivía al viaje.

—Sobre ese trato… —dijo Nikolaides.

—Olvídalo. Si la respuesta es no, la respuesta es no.

—Sólo quiero saber una cosa. Respóndeme, Bart: ¿Estás interesado en el cuerpo de la chica?

Aoudad retrocedió con un gesto de inocencia demasiado exagerado.

—¿Qué infiernos te piensas que soy?

—Sé lo que eres, y también lo saben todos los demás.

Pero ahora lo único que hago es curiosear. ¿Se te ha metido en la cabeza la extraña idea de que si nos intercambiamos las misiones y te quedas con Lona podrás acabar consiguiéndola?

—Tengo un límite, y ciertas mujeres quedan fuera de él —dijo Aoudad, casi balbuceando—. Nunca intentaría meterme con ella. ¡Por el amor de Cristo, Nick! La chica es demasiado peligrosa. Una virgen de diecisiete años con un centenar de críos… ¡Jamás la tocaría! ¿Piensas realmente que sería capaz de hacerlo?

—No, realmente no.

—Entonces, ¿por qué lo preguntas? Nikolaides se encogió de hombros y contempló la nieve.

—Chalk te ha pedido que lo averigües, ¿verdad? —dijo Aoudad—. Tiene miedo de que la importune, ¿no? ¿Es eso? ¿Es eso? —Nikolaides no respondió, y de repente Aoudad empezó a temblar. Si Chalk podía concebir la sospecha de que era capaz de tales deseos, Chalk tenía que haber perdido la fe en él. Los compartimientos estaban separados: aquí el trabajo, allí las mujeres. Aoudad todavía no había unido nunca esos dos compartimientos, y Chalk lo sabía. ¿Qué andaba mal? ¿En qué le había fallado al hombre gordo? ¿Por qué se le había retirado la confianza de esa forma?—. Nick —dijo con voz ronca—, te juro que no tenía tales intenciones al proponer un intercambio. La chica no me interesa en lo más mínimo, sexualmente hablando. En lo más mínimo. ¿Crees que puedo querer a una condenada cría grotesca como ella? Me había cansado de contemplar el cuerpo deforme de Burris, eso es todo. Quería variar un poco de trabajo. Y tú…

—Basta, Bart.

—…lees toda clase de siniestras y perversas…

—No es cierto.

—Pues entonces ha sido Chalk. Y tú has estado de acuerdo en ayudarle. ¿Es una trampa? ¿Quién pretende acabar conmigo?

Nikolaides apretó con el pulgar izquierdo el botón del dispensador, y por la abertura asomó una bandeja de tranquilizantes. Le entregó uno a su compañero sin decir palabra, y Aoudad aceptó el delgado tubo color marfil y lo apretó contra su antebrazo. Un instante después la tensión le abandonó. Aoudad le dio un tirón a su puntiaguda oreja izquierda. Ese brote de tensión y suspicacia había sido bastante malo. Ahora estaba sucediendo con más frecuencia. Temía que le estuvieran jugando una mala pasada y que Duncan Chalk no estuviera absorbiendo sus emociones, bebiendo las sensaciones que emitía siguiendo un rumbo predestinado a través de la paranoia y la esquizofrenia hasta terminar en la suspensión catatónica.

No permitiré que me ocurra eso, decidió Aoudad. Puede obtener sus placeres donde quiera, pero no hundirá sus colmillos en mi garganta.

—Seguiremos con nuestras misiones hasta que Chalk diga otra cosa, ¿de acuerdo? — dijo en voz alta.

—De acuerdo —replicó Nikolaides.

—¿Les observamos durante el trayecto?

—No tengo objeción.

Ahora el vehículo estaba pasando por el Túnel de los Apalaches. Los inmensos y pulidos muros se cerraron a su alrededor. Aquí la ruta tenía una fuerte inclinación y, mientras el coche se lanzaba por ella, con la alta gravedad de la aceleración apareció en los ojos de Nikolaides un brillo de apreciación sensual. Se reclinó en el inmenso asiento concebido para Chalk. Aoudad, a su lado, abrió los canales de comunicación. Las pantallas se iluminaron.

—Tuyo —dijo—. Mío.

Miró su pantalla. Aoudad ya no se estremecía al ver a Minner Burris, pero incluso ahora la imagen resultaba más bien aterradora. Burris se hallaba delante de su espejo, con lo cual le proporcionaba un espectáculo repetido.

—Así habríamos podido acabar, de no ser por la gracia de como se llame —murmuró Aoudad— ¿Te gustaría que te hiciesen eso?

—Me mataría al instante —dijo Nikolaides—. Pero pienso que es la chica quien se encuentra en peor situación, aunque no sabría decirte por qué. ¿Puedes verla desde donde estás sentado?

—¿Qué hace ahora? ¿Está desnuda?

—Está bañándose —dijo Nikolaides—. ¡Cien niños! ¡Ningún hombre la ha poseído jamás! Lo que llegamos a dar por supuesto, Bart… Mira.

Aoudad miró. La pequeña y brillante pantalla le mostró a una chica desnuda debajo de un vibrorrociador. Tenía la esperanza de que Chalk estuviera conectado a su torrente emocional en ese mismo instante, porque mientras contemplaba el cuerpo desnudo de Lona Kelvin no sentía nada. Nada en absoluto. Ni una sola brizna de sensualidad.

No debía pesar mucho más de cuarenta y cinco kilos. Tenía los hombros encorvados, el rostro pálido y macilento, y a sus ojos les faltaba brillo. Sus pechos eran pequeños, la cintura estrecha y las caderas angostas y parecidas a las de un muchacho. Mientras Aoudad la observaba, se dio la vuelta, mostrándole unas nalgas planas que apenas si parecían de mujer, y desconectó el vibrorrociador. Empezó a vestirse. Se movía con lentitud, y en su rostro había una expresión triste y abatida.

—Quizá yo tenga prejuicios por haber estado trabajando con Burris —dijo Aoudad—, pero me parece que él es mucho más complejo que ella. No es más que una niña tonta que lo ha pasado bastante mal. ¿Qué verá en ella?

—Verá a un ser humano —dijo Nikolaides—. Puede que eso sea suficiente. Quizá. Quizá. Vale la pena intentarlo y hacer que se reúnan.

—Hablas igual que un benefactor de la humanidad —dijo Aoudad, asombrado.

—No me gusta ver cómo sufre la gente.

—¿Y a quién le gusta, aparte de a Chalk? Pero, ¿cómo puedes sentir nada por esos dos? ¿Por donde se les puede coger? Están demasiado lejos de nosotros. Son seres grotescos. Extravagancias. No veo forma alguna de que Chalk pueda vendérselos al público.