– ¿Todos los hombres solteros de la ciudad excepto usted y los otros cuatro están buscando novia?
– Exactamente.
Ella miró a Burdy por encima del menú.
– ¿Y qué pasa con Brennan? ¿Por qué no se apunta a lo de las novias?
Burdy se rascó la barbilla con gesto pensativo.
– La verdad es que no lo sé. Sospecho que le gusta ser un lobo solitario. Aunque no haya escasez de damas que quisieran poner fin a esa situación. Todas dicen que es un verdadero encanto, que sabe exactamente cómo tratarlas. Y siempre están hablando de sus ojos, aunque yo no les vea nada de especial.
– ¿Sus ojos? No veo qué tengan de especial -mintió Perrie-. En cuanto a lo de ser encantador… Bueno, desde luego no es mi tipo.
– ¿Sabe?, rescató a una preciosidad del Denali hace unos días. La sacó de una hendidura en la montaña y le salvó la vida. Es un piloto de los mejores.
Eso despertó inmediatamente su interés.
– ¿De verdad? Eso no me lo había contado.
– A él no le gusta presumir. Pero todo el mundo lo quiere. Es generoso en extremo. El invierno pasado llevó a Acidie Pruett cuando su madre enfermó. Ella no tenía dinero para pagarle el vuelo, de modo que Joe le dijo que a cambio podría hacerle la colada durante tres meses. Y me trae verduras frescas para mis cenas de los sábados sin cobrarme el transporte. Supongo que no me cobra todo el precio del producto, tampoco, pero eso no puedo probarlo.
El instinto periodístico de Perrie surgió.
– ¿Qué hacía en Seattle?
Burdy se encogió de hombros. El viejo ladeó la cabeza en dirección al bar.
– ¿Y por qué no se lo pregunta usted misma? Lleva mirándola desde que hemos entrado.
Ella se volvió y vio a Joe Brennan apoyado en la barra del bar, mirándola con esos ojos pálidos de expresión desconcertante. Por un momento pensó en desviar la mirada, pero en lugar de eso alzó la barbilla y lo saludó discretamente con la mano. Él le respondió levantando la ceja con sutilidad, antes de volverse a hablar con el hombre que tenía al lado.
Por primera vez desde que lo había conocido, no llevaba la gorra puesta. Su cabello negro y espeso le rozaba el borde del cuello de su camisa de franela, y caía sobre su frente con un mechón como el de un chiquillo, descuidado e increíblemente sexy. Llevaba la camisa arremangada, y Perrie paseó la mirada sin pensarlo por sus brazos musculosos y fuertes y sus manos grandes y hábiles. Se fijó en la suavidad con que los vaqueros le ceñían unas caderas estrechas y unos muslos largos y fuertes cuando Brennan enganchó el tacón de la bota en el reposapiés de la barra. No había duda. A Joe Brennan le sentaban los vaqueros mejor que a ningún hombre que hubiera conocido en su vida.
– ¿Le gusta?
Ella se volvió al oír la pregunta de Burdy.
– ¿Cómo? No. ¿Por qué iba a pensar eso?
Burdy se encogió de hombros mientras sonreía.
– Aún no he conocido a una mujer que se haya resistido a él. Y usted parece interesada.
– Soy periodista -le soltó-. El aprender secretos oscuros sobre las personas es lo que mejor se me da -Perrie se inclinó hacia atrás en su asiento-. Y le apuesto la cena de esta noche a que puedo averiguar lo que Joe Brennan hacía en Seattle, antes de venir a vivir aquí.
– Aceptaría su apuesta, pero Joe me dijo que no tenía usted dinero.
Ella frunció el ceño. Burdy tenía razón. ¿Cómo iba a vivir allí en Muleshoe sin un penique? Milt le había quitado todo su dinero, y la había obligado al exilio. ¿Acaso esperaba matarla de hambre también?
– Tiene razón, no tengo dinero.
– Para apostar no. Pero Joe me dijo que su jefe le había dado el visto bueno para que le pagara lo que necesitara en la ciudad. Paddy le abrirá una cuenta, y Louise Weller del almacén hará lo mismo.
– Bueno, pues si decido apostarme una cena, Milt Freeman tendrá que pagarlo también -dijo ella muy enfadada mientras se ponía de pie-. Esto me llevará unos cinco minutos. Puede pedirme una hamburguesa con queso y una cerveza mientras vuelvo.
Fijó la vista en los hombros anchos de Joe Brennan y se dirigió hacia él. Pero no había avanzado ni tres pasos cuando un hombre regordete con barba negra le salió al paso.
– Señorita Kincaid -dijo con evidente vergüenza-. Me llamo Luther Paulson. Me encantaría que me concediera un baile.
Perrie abrió la boca para negarse, pero el hombre parecía tan nervioso, que no tuvo el valor de decirle que no. Sonrió débilmente y asintió.
– De acuerdo. Un baile será agradable. Pero sólo uno.
– No querría imponerme ni un minuto más – dijo Luther con expresión más animada.
Fiel a sus palabras, Luther no le pidió que bailara una segunda vez; ni tampoco George Koslowski, Erv Saunders ni otros tres hombres solteros que se acercaron después de los anteriores para bailar con ella. Perrie trató de recordar sus nombres, pero después del tercero todos se transformaron en una imagen borrosa de vello facial y franela. Y las tres novias habían corrido igual suerte, ya que estaban con ella en la pista de baile, charlando animadamente con sus parejas.
Finalmente dijo que tenía sed y cuatro hombres se ofrecieron para invitarla a una cerveza. Pero ella rechazó todos los ofrecimientos y se abrió paso hasta la barra a través del grupo de optimistas que rodeaban la pista, rechazando más invitaciones por el camino.
El taburete al lado de Joe Brennan estaba vacío, como la mayoría, y Perrie se sentó a su lado y lo miró de reojo.
Él sonrió.
– Eres la dama más popular esta noche -le dijo sin mirarla, con la vista fija en su jarra de cerveza.
– No tan popular dijo ella-. Tú no me has sacado a bailar.
Él se echó a reír y dio un trago de cerveza.
– Esos hombres de ahí tienen una razón para sacarte a bailar, e imagino que es un asunto muy serio.
– Y yo imagino que tú no tienes ninguna razón para sacarme a bailar, ¿verdad?
– Bueno, se me ocurren unas cuantas -dijo él-. Pero lo cierto es que tengo más para no hacerlo, Kincaid.
– ¿Y cuáles pueden ser ésas, Brennan?
– Bueno, aparte del hecho de que me reprenderías y tratarías de convencerme para que te llevara de vuelta a Seattle, también pienso que podrías hacerte una idea equivocada de mí.
Perrie asintió despacio.
– Te preocupa lo que te dije antes, ¿verdad? Sobre si querías besarme. Bueno, no te lo tendré en cuenta, Brennan. Me han informado por completo de tu fama con las señoras -lo agarró del brazo-. Vamos. Si no me sacas a bailar, tendré que hacerlo yo.
Él protestó entre dientes pero se dio la vuelta y la siguió a la pista. Perrie esperaba más de la misma torpeza y nerviosismo que habían mostrado sus anteriores parejas de baile; pero Joe le rodeó la cintura con el brazo y empezó a moverse con naturalidad y destreza, como si llevara toda la vida bailando, y de pronto era ella la que se sentía torpe y nerviosa.
Cuando él le subió la mano por la espalda, ella se quedó sin aliento y empezaron a temblarle las piernas.
– Bailas muy bien -murmuró ella, que fijó la vista en el pecho de Brennan para no mirarlo a la cara.
– ¿Sorprendida?
– Tal vez -concedió-. ¿Bueno, y cuál es tu historia, Brennan?
– ¿Mi historia?
Ella lo miró a la cara.
– Sí, ¿por qué te viniste a vivir a este lugar tan inhóspito y duro? Burdy dice que vivías en Seattle hasta hará unos cinco años.
– ¿Burdy y tú habéis estado cotilleando sobre mí?
– Estábamos hablando de las novias, y el tema se desvió hacia ti. No me pudo contar nada más. Dice que eres un piloto muy bueno, sin embargo.
Él arqueó la ceja.