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– Me las apaño. No he perdido todavía a ningún pasajero, aunque esta tarde me entraran muchas ganas de hacerlo.

– ¿Entonces no tienes miedo?

Joe se echó a reír.

– Aquí en Alaska tenemos un dicho, Kincaid. Hay pilotos atrevidos y pilotos viejos. Pero no hay pilotos atrevidos y viejos.

Perrie sonrió.

– Me gusta. ¿Entonces quién eras antes de hacerte piloto, Brennan? ¿Y cómo conociste a Milt Freeman?

Él miró al vacío un momento, como contemplando qué decirle. Pero entonces se encogió de hombros.

– Tenía un trabajo, como la mayoría de las personas. Me sentaba a una mesa y hacía gestiones -bajó la vista y la miró a los ojos-. Pero supongo que es una historia muy aburrida para una mujer como tú, Kincaid.

Ella entrecerró los ojos.

– Y me temo que no te creo, Brennan. Te olvidas de que tengo un olfato especial para las historias, y en este momento estoy oliéndome una. Milt me dijo que le debías un par de favores. ¿De qué clase?

– No hablemos ahora. Pensaba que querías bailar.

Tenía unir voz cálida y persuasiva; tal vez demasiado persuasiva para el gusto de Perrie.

– ¿Milt y tú os conocisteis aquí, o ya os conocíais en Seattle?

– ¿Naciste siendo reportera, Kincaid?

– En realidad, sí. Desde que era pequeña quise tener mi propio periódico. Publicaba un pequeño diario en el barrio donde vivía llamado el Honey Acres Gazette. Yo escribía las historias y los dibujos; luego hacía diez copias y se las pasaba a los niños del barrio. Fui yo quien sacó a la luz la historia sobre el gato abandonado que vivía en la cloaca debajo de la entrada de la casa de la señora Moriarty.

– Eres una mujer excepcional, Kincaid -rió él, y entonces la estrechó un poco más entre sus brazos.

Al principio la sensación de su cuerpo fuerte y atlético fue demasiada impresión para ella; y de repente se le aceleró el pulso y la cabeza empezó a darle vueltas. Pero entonces, a medida que seguían bailando, se dio cuenta de que le gustaba aquella extraña sensación que la recorría de arriba abajo. Ésa es la clave, pensaba Perrie. No debía tratar de pararlo, sino de disfrutarlo… aunque no demasiado.

– Bueno, yo ya te he contado cosas mías. ¿Ahora por qué no me cuentas tu vida, Brennan?

– No voy a responder a tus preguntas. ¿Si quieres escribir una historia, por qué no escribes lo que te ha pedido Milt? Sobre las novias.

Ella volteó los ojos.

– La de las novias es fácil. Necesito un desafío, y creo que he encontrado uno. Vas a sentir no haberme llevado de vuelta a Seattle, Brennan, sobre todo si ocultas algún secreto.

El brazo que le rodeaba la cintura la apretó un poco más hasta que lo único que pudo hacer fue dejar que aquel cuerpo se moldeara al suyo. Y a partir de ese momento en el que él pegó suavemente sus caderas a las suyas, en el que ella deslizó la mano por el brazo musculoso de Brennan, y éste entrelazó sus dedos con los de ella, Perrie dejó de pensar. Sintió un calor que le tiñó las mejillas mientras con el pensamiento exploraba otros aspectos de la anatomía de Joe Brennan.

Pero su especulación quedó interrumpida cuando Paddy Doyle apareció a su lado.

– Siento interrumpir -dijo el hombre mientras se limpiaba las manos en el mandil-, pero Louis Weller acaba de llamar preguntando por ti, Joe. Dice que el pequeño Wally estaba limpiando la carretera de nieve con la pala y se cayó. Cree que haya podido romperse una pierna.

Joe la soltó, y ella aprovechó la oportunidad para retirarse un poco. El se pasó la mano por la cabeza con gesto preocupado.

– Desde luego ese chico se ha roto más huesos de los que tiene en el cuerpo. La compañía de seguros de su padre estuvo a punto de pagarme el avión.

Paddy asintió.

– Ella le ha puesto una tablilla y ha dicho que te verá en el aeropuerto.

– Hace mal tiempo y está oscureciendo. No sé si voy a poder sacarlo -se dio la vuelta y se apartó de la pista de baile, totalmente distraído con cosas más importantes.

Perrie lo siguió, pero con lo grandes que le quedaban las botas, apenas podía caminar bien. Agarró la cazadora que estaba en la silla frente a Burdy; la hamburguesa con queso se había quedado fría.

– Me voy contigo, Brennan.

Él se dio la vuelta, casi como si hubiera olvidado que ella estaba allí.

– Déjalo, Kincaid. Aquí estás segura, y tengo la intención de que sigas así -miró a Burdy-. Échale un ojo, ¿quieres?

Burdy asintió. Con eso, Joe se puso la cazadora y la gorra y salió por la puerta, mientras Perrie observaba su marcha y sus palabras se repetían en su pensamiento. El corazón le dio un vuelco y una sonrisa asomó a sus labios. Era agradable tener a alguien que cuidara de ella, sobre todo un hombre tan sexy y atrayente como Joe Brennan. La idea le hacía sentir un extraño calor por dentro.

Perrie pestañeó y sus tontas fantasías se interrumpieron. Se metió las manos en los bolsillos y se volvió hacia la mesa con cara de pocos amigos, hacia donde Burdy la esperaba con su cena.

– Vamos, Kincaid -se dijo-. Ponerte blandengue con Joe Brennan no va a sacarte de Muleshoe.

Mientras masticaba la hamburguesa fría, pensó de nuevo en Joe Brennan. De pronto se le ocurrió una idea tan buena que le entraron ganas de reírse.

¿Pero cómo no se le había ocurrido antes? Era tan sencillo.

¡Ya sabía cómo regresar a la civilización! Y en cuanto Joe Brennan volviera de Fairbanks, pondría su plan en acción.

– Estoy casi seguro de que está rota -dijo Burdy mientras avanzaba deprisa delante de Joe por el camino cubierto de nieve hacia la cabaña de Perrie.

– ¿Pero qué demonios ha ocurrido? Estaba bien cuando la dejé anoche.

– Dice que se resbaló en el hielo y se cayó mientras iba a la caseta del baño a oscuras. Yo debería haber estado allí. Una dama como la señorita Kincaid no está acostumbrada a este tiempo. En Seattle no tienen hielo; y esas botas que le di son muy grandes para ella.

Joe frunció el ceño mientras una sospecha iba tomando forma en su mente.

– ¿No estabas con ella cuando se cayó?

Burdy negó con la cabeza.

– Lo siento, Joe. Sé que me pediste que la vigilara, pero un hombre no puede pasarse veinticuatro horas con una chica así. No estaría bien -el viejo le echó una mirada-. La gente podría hablar.

Joe sonrió sólo de pensar en Perrie y Burdy sorprendidos en una situación romántica.

– No te culpo, Burdy. En realidad, estoy dispuesto a apostar que Perrie Kincaid trama algo. Ya sabes que ella haría cualquier cosa para salir de Muleshoe.

– ¿Quieres decir que la chica se ha roto la muñeca a propósito?

Joe subió las escaleras de la cabaña de Perrie de dos en dos.

– No creo que tenga la muñeca rota.

Con resolución, se plantó delante de la puerta y llamó con los nudillos antes de abrirla y acceder al interior. Vio brevemente a Perrie justo cuando ésta se metía con rapidez en la cama y se cubría hasta la barbilla. Burdy se quedó en el porche hablando con Strike. Cuando Joe cerró la puerta, ella estaba ya bien tapada y con el brazo derecho pegado al pecho.

Se la veía tan pequeña, tan frágil, allí metida en la enorme cama de hierro. El cabello despeinado le caía sobre la frente. Por un momento sintió cierta alegría de volver a verla, pero rápidamente ahogó esa sensación mientras se daba cuenta de que habría significado que la había echado de menos. Maldita sea, apenas la conocía.

Cruzó la habitación en tres pasos, poniendo cara de preocupación. Cuando llegó a la cama, se sentó en el borde despacio. Ella hizo una mueca de dolor por efecto del movimiento, y Joe pensó que o bien se había hecho daño, o era una actriz consumada. Y más bien creía lo último.

Estiró el brazo y le retiró el cabello de la frente, ignorando el calor que le subió por los dedos y le encendió los sentidos.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó en tono suave, fingiendo preocupación-. Burdy dice que te has hecho daño en la muñeca.