– Estoy practicando -dijo Perrie mientras se apartaba de él y terminaba de limpiarse el resto de la nieve.
– ¿Tirándote en la nieve?
– No, señor listillo, estoy aprendiendo a avanzar con las raquetas de nieve. Sólo es que son tan grandes, y se supone que debo intentar moverme lo más rápidamente posible, pero se me enredan los pies todo el tiempo. Es como tratar de correr con aletas de natación.
– ¿Por qué tienes que moverte tan deprisa? -le preguntó él, que al momento alzó una mano para adivinar una respuesta-. Déjame pensar. Supongo que no estarás pensando en echar una carrera con una estampida de alces. Así que imagino que has decidido ir a Fairbanks andando.
Ella trató de apartarse de él, pero una de las raquetas de nieve se le enganchó en el borde de la otra y empezó a perder el equilibrio de nuevo. Él la agarró por el codo para que no se cayera; pero en cuanto ella se puso derecha, lo apartó.
– Voy a participar en los juegos de Muleshoe del fin de semana que viene. Y voy a ganar ese viaje a al balneario de aguas termales de Cooper. Y en cuanto lo haga, saldré de Muleshoe para siempre.
Joe se echó a reír, y el eco de su risa resonó en el bosque silencioso.
– ¿Vas a ganar el concurso de las novias? Si ni siquiera eres una futura novia.
Perrie se sintió muy molesta.
– Soy una mujer soltera. Y soy una persona que está bastante en forma. Yo… Bueno, voy al gimnasio a veces. ¿No crees que pueda ganar?
– Ni lo sueñes, Kincaid.
Perrie se agachó y se desabrochó las tiras de cuero de las raquetas de nieve. Pero perdió de nuevo el equilibrio y cayó sobre la nieve; esa vez, él no la ayudó a levantarse. Ella consiguió ponerse las raquetas de nieve tras un poco de forcejeo, y seguidamente se puso de pie otra vez.
– Tú mírame y verás -dijo ella con el mentón alzado con gesto desafiante-. He estado cortando leña y estoy mejorando mucho. En realidad le he dado dos veces al tronco con el hacha, y eso que sólo llevo una hora haciéndolo.
Dio la vuelta a la cabaña y volvió con un hacha y un tronco para demostrarlo.
– Ten cuidado con eso -le advirtió él-. Deberías colocarlo sobre una superficie más dura antes de…
Joe observó cómo levantaba el hacha por encima de la cabeza, y enseguida se dio cuenta de que iba mal encaminada. En lugar de pegarle al tronco, Perrie clavó el hacha en un montón de nieve, con tan mala fortuna que el metal golpeó contra la roca que había debajo de la nieve.
– ¡Ay! -gritó de dolor mientras soltaba el hacha.
Perrie se sentó en la nieve.
– Te dije que…
– ¡Ay, calla!
Joe sonrió, se sentó junto a ella y le quitó los mitones antes de quitarse los guantes. Entonces empezó a frotarle las manos despacio entre las suyas, subiendo por la palma hasta la muñeca.
– Hay un borde de roca alrededor de este porche.
– Gracias por advertírmelo -dijo ella.
– Con el frío hace más daño.
Tenía los dedos calientes en comparación con los suyos menudos y delicados. Llevaba las uñas cortas, bien limadas y sin pintar. No habría esperado una manicura perfecta en una mujer tan práctica como ella, sobre todo porque no solía maquillarse demasiado.
Perrie poseía una belleza natural. Tenía las mejillas sonrosadas del frío, pero su tez era marfileña, lisa y suave. Sus pestañas largas y tupidas enmarcaban sus ojos verde claro. Y tenía una boca maravillosa: una boca grande de labios sensuales. Cada vez que la veía y se fijaba en su boca, recordaba el beso que se habían dado.
Se quedó mirándole los labios un momento.
– ¿Mejor? -dijo él.
Ella no contestó; entonces Joe la miró a los ojos y la pilló mirándolo. No sabría decir qué le pasó, pero al momento siguiente se inclinó hacia delante y la besó. Ella se cayó sobre la nieve, y Joe se estiró encima de ella y se deleitó con la sensación de su cuerpo suave debajo del suyo.
Rodó sobre la nieve y la colocó encima de él, agarrándole la cara con las dos manos, temeroso de que ella pudiera interrumpir el beso. Pero ella no parecía tener intención de hacer eso.
Despacio, Joe exploró su boca con la lengua, saboreándola y provocándola. Por un instante, se preguntó qué hacía allí revolcándose en la nieve con una mujer que no quería más que ponerle en ridículo.
Pero lo cierto era que a Joe le gustaba cómo besaba. No se quedó débil entre sus brazos, sino que más bien respondió a su beso con afán, como si disfrutara de verdad de la experiencia. Jamás había conocido a una mujer que lo tentara tanto y que al mismo tiempo le volviera loco. Ella era un desafío para él, y nunca huía de un desafío.
Mientras la besaba no dejaba de imaginársela, y por eso al momento tuvo que apartarse de ella y mirarla. Ella tenía los ojos cerrados y los labios húmedos, ligeramente entreabiertos. El frío le había encendido las mejillas y algunos copos de nieve manchaban su cabello caoba. Sus pestañas temblaron ligeramente, pero antes de que pudiera mirarlo, él volvió a besarla. Un suave suspiro se escapó de sus labios, y ella se estremeció entre sus brazos mientras arqueaba su cuerpo contra el suyo.
Era la primera vez en su vida que conocía a una mujer a quien no pudiera embrujar. Pero eso era lo que le había pasado con Perrie Kincaid. Los bonitos elogios y las sonrisas de chiquillo no le hacían ningún efecto. Ella prefería la metodología directa, como un beso espontáneo en la nieve; un beso que se tornaba cada vez más apasionado…
Seguramente el desafío se basaba simplemente en tratar de quedar encima de Perrie en su continua batalla.
Perrie debió de leerle el pensamiento, porque en ese momento se apartó de él y lo miró a los ojos con el ceño fruncido y gesto confuso. Lentamente, regresó a la realidad y su mirada pareció enfocar de nuevo.
– ¿Pero qué estás haciendo? -le preguntó ella en tono exigente.
Joe se agarró las manos a la espalda.
– Lo mismo que tú.
– ¡Pues para de una vez!
Perrie se limpió la nieve de los vaqueros y la cazadora y se puso de pie.
– ¿Estás segura de que quieres que pare? -le preguntó Joe.
– ¡Desde luego no quiero que me beses más!
Joe, que seguía en el suelo, se apoyó sobre los codos y le sonrió. No resultaba difícil ver que el beso la había afectado a ella igual que a él.
– ¿Por qué? ¿Te ha dado miedo porque te ha gustado?
Con un gemido de frustración, ella agarró un montón de nieve y se la tiró a la cara; entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia la cabaña.
– No me ha gustado. ¿Cómo iba a gustarme? Prefiero… chupar un picaporte helado que volver a besarte.
Joe se puso de pie y se limpió la ropa de nieve.
– Bueno, Kincaid, estoy seguro de que el picaporte y tú tendríais mucho en común.
Ella entrecerró los ojos y lo miró con una expresión tan fría como la nieve que le caía por debajo de la cazadora.
– Aléjate de mí.
– Nunca ganarás el concurso. Eres una chica de ciudad, Kincaid. No puedes soportar vivir en la naturaleza. No estás hecha para ello.
– ¿Cómo? ¿Crees que no soy lo bastante fuerte? Eh, me dispararon en el brazo por intentar conseguir una historia. Soy mucho más dura de lo que piensas.
– De acuerdo -concedió Joe-. Aunque a mí me parece que arriesgarse a recibir un balazo por una historia es más por estupidez que por ser dura.
– Ganaré, aunque sólo sea para demostrarte que puedo hacerlo.
– Si por casualidad ganaras, te dejaré ir a Cooper.
Ella se plantó las manos en la cintura.
– ¿Que me dejarás ir a Cooper?
– Oye, soy responsable de tu seguridad, Kincaid. Y yo me tomo mis responsabilidades muy en serio. Pero si ganas, podrás ir a Cooper. No me interpondré en tu camino.
– Desde luego que no lo harás. Porque pasaré por encima de ti si es necesario.
Joe se echó a reír.
– ¿Me estás amenazando, Kincaid?