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Se asomó por el parabrisas a los riscos más abajo, tan escarpados, que la nieve ni siquiera se adhería a sus paredes.

Denali, «El Alto», como lo habían llamado los nativos atabascos. El monte MacKinley era el pico más elevado de Norteamérica y un reclamo para los alpinistas del mundo enero. Y entre Talkeetna y la montaña estaban los aviadores del Denali, esos pilotos que transportaban alpinistas y equipamientos al Kahiltna, el nombre dado al glaciar que estaba al final de la ruta de montaña.

Desde que Joe había llegado a Alaska, hacía cinco años, había oído incontables historias sobre sus hazañas, sobre sus arriesgados aterrizajes y sus osados rescates, que los definían como verdaderos artistas tras los controles de sus aeroplanos. Él los había admirado de mala gana, hasta que había sido aceptado en el grupo. Después de eso, su respeto hacia ellos había aumentado.

Su iniciación se había logrado más por casualidad que por osadía. Estaba con un cliente haciendo una visita panorámica, cuando había visto una mancha de color cerca del borde del Glaciar Kahiltna, muy próximo a la base del Denali. Descendió y describió un círculo en el aire, muerto de curiosidad. Lo que había encontrado le había dejado helado. Un Cessna panza arriba, pero apenas visible en la nieve, que rápidamente lo había casi cubierto. Si no hubiera estado mirando justo hacia allí en ese momento, no lo habría visto, ni tampoco los demás pilotos que pasaban por la zona.

Con la aprobación de su pasajero, sediento también de aventura, Joe había aterrizado junto al lugar del siniestro y se había acercado al avión accidentado con mucho cuidado. Los dos habían sacado a tres pasajeros heridos y al piloto del Cessna, que estaba inconsciente. Y más tarde, cuando se había enviado más ayuda y todos habían sido evacuados al hospital de Anchorage, habían dicho que él le había salvado la vida a uno de los pilotos favoritos del Denali, Skip Christiansen, y le habían hecho miembro honorario de la fraternidad de élite. Le habían apodado Ojos de Águila.

Era Skip el que le había metido en el lío en el que estaba en ese momento: la búsqueda de una montañera sueca que se había arriesgado a hacer en solitario el ascenso del Denali en pleno invierno. Skip había llevado a la mujer una semana antes, y en ese momento estaba encargado de coordinar la búsqueda desde el aire para ayudar a los guardabosques del parque. Seis aviones sobrevolaban la ruta de montaña.

De haber estado Joe sano y salvo en casa en Muleshoe en lugar de en un bar en Talkeetna, tratando de convencer a una preciosa joven para que pasara la noche con él, jamás habría tenido que tomar parte en el rescate, para lo cual tenía que volar a grandes alturas, con un frío glacial, y viéndose obligado a respirar oxígeno de una botella de tanto en cuanto para no marearse.

Pero Joe Brennan jamás rechazaba un desafío. Y el hecho de tener que volar poniendo al límite sus talentos y las casi limitaciones mecánicas de su avión era exactamente la subida de adrenalina que ansiaba. Aún así, eso no significaba que no pudiera cuestionar su sentido común cuando ya estaba metido de lleno en otra aventura arriesgada.

– De acuerdo, Brennan -murmuró entre dientes-. Revaluemos tu plan de huida.

Aunque Joe estaba considerado como un piloto atrevido por sus camaradas del Denali, atemperaba esa característica con una buena dosis de instinto de supervivencia; independientemente de dónde volara, sobre hielo o rocas, bosques o montañas. Además, siempre tenía un plan de emergencia, una salida por si se quedaba sin gasolina o le fallaba el motor.

Localizó un pequeño claro de nieve hacia el norte y lo fijó en su mente. Si las cosas se ponían feas podría dejar allí el Cub; aterrizaría cuesta arriba para aminorar la velocidad del avión y después daría la vuelta para despegar cuesta abajo. Una corriente de aire que golpeó en ese momento la ladera de piedra vertical zarandeó el avión, y Joe maldijo entre dientes.

– Un ascenso en solitario en pleno invierno en Alaska -murmuró entre dientes-. Muy buena idea, sí señorita. ¿Por qué no tirarse por un precipicio y terminar antes?

Lo cierto era que entendía perfectamente la pasión de la alpinista por enfrentarse a un nuevo reto. Desde que él había empezado a volar por esa zona, había aceptado un trabajo peligroso tras otro, siempre al corriente de sus limitaciones, pero nunca temeroso de ir un poco más allá. Había aterrizado sobre glaciares y bancos de arena, sobre lagos y pistas de aterrizaje en condiciones muy variadas, y con un tiempo no apto para volar. Y le encantaba.

Retiró otro pedazo de hielo del parabrisas.

– Vamos, cariño. Enséñame dónde estás. Señálame el camino.

Se retiró las gafas de sol sobre la cabeza y miró a su alrededor. Aunque estaba ligeramente al oeste de la ruta que normalmente tomaba, sabía que un alpinista podría marearse perfectamente por culpa de la altitud o del agotamiento.

Un paso mal dado era lo único que hacía falta para que sobreviniera la hipoxia, adormeciendo los sentidos hasta que se empezaban a congelar los miembros y llegaba la hipotermia. Un ascenso en solitario era sinónimo de problemas. En poco tiempo un alpinista acabaría sentándose en la nieve, incapaz de moverse, de pensar. Entonces o bien la muerte o bien uno de los pilotos del Denali aparecía, arrancando a los alpinistas medio congelados de las laderas de la montaña y devolviéndoles a la vida.

Nubes finas como tiras de algodón rodearon el avión unos momentos, y Joe retiró la escarcha del parabrisas.

– Este tiempo no me viene nada bien -murmuró al banco de nubes que se acercaban. Descendió un poco, por debajo del nivel de las nubes, de vuelta hacia la montaña. En ese momento, sobrevoló la cumbre del Glaciar Kahiltna, un lugar seguro donde aterrizar con aire respirable a tres mil cuatrocientos diez metros. De pronto, un destello de color brilló en una fachada de hielo delante de él. Se quedó mirando fijamente el sitio en el glaciar, y al entrecerrar los ojos distinguió una tira de tela azul brillante.

A medida que iba descendiendo por el glaciar, el pedazo de azul se convirtió en una mochila medio enterrada en la nieve. Entrecerró los ojos y vio una cuerda trazando el camino que se adentraba en la sombra de una grieta profunda.

Joe desenganchó la radio.

– Rescate Denali, aquí Piper tres, seis, tres, nueve, Delta Tango. Creo que la tenemos. Está muy al oeste de la ruta usual en la parte baja del glaciar. Parece como si se hubiera caído en una hendidura. Debe de estar atada, pero no la veo. Corto.

Sonó un poco de ruido antes de reconocer la voz de Skip.

– Tres, nueve Delta, aquí siete, cuatro Foxtrot. ¡Buena vista! Yo estoy detrás de tu ala izquierda.

– Bajaré a buscar hasta que llegue el equipo de rescate del parque. Corto.

– Colega, ése es un aterrizaje apurado. Yo la encontré, y yo la sacaré.

– Tú apóyame y ya está. Voy a bajar. Tres, nueve, Delta. Corto.

Joe se desvió hacia el este, y trazó un amplio círculo alrededor de la alpinista perdida. Una y otra vez pasó por encima del campo de hielo, ascendiendo y descendiendo mientras determinaba el estado del terreno y memorizaba cada bache, cada agujero en el hielo. El pulso le latía en la cabeza mientras realizaba el descenso, con los ojos fijos en un punto en la montaña por encima de él. Un instante después, sintió que los esquís que iban fijados a las patas del avión tocaban tierra, y apagó el motor. El avión subió la cuesta hasta que ya no pudo avanzar más; entonces Joe lo maniobró y le dió la vuelta de modo que el aparato quedó apuntando hacia abajo, listo para despegar por los mismos surcos que había dejado en la nieve al aterrizar.

A menos de sesenta metros más abajo vio la cuerda. Se retiró la visera de la capucha y se puso las gafas de sol; entonces empujó la portezuela con el hombro. No estaba seguro de lo que se iba a encontrar, pero esperaba lo mejor.