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Había cultivado su talento para conquistar a las mujeres desde muy tierna edad, y de momento le había ido bien. Pero siempre parecía muy sencillo… demasiado sencillo. Y cualquier cosa que fuera tan sencilla no merecería la pena tenerla.

Lo único que merecía la pena eran las cosas por las cuales había que luchar, las cosas que presentaban un desafío. Joe jamás había abandonado un desafío en su vida. Maldición, por eso mismo había terminado en Alaska, por eso había aprovechado la ocasión para utilizar su profesión para salvar vidas, y por eso continuaba sintiendo esa tremenda atracción por Perrie Kincaid.

Cuando levantó la vista, vio que estaba a la puerta de la cabaña de Perrie. Con el ceño fruncido se volvió y miró al refugio, preguntándose cómo habría terminado allí. Pero de pronto tuvo una idea y decidió llamar.

– ¿Hawk? -llamó ella desde el otro lado de la puerta.

Los celos encendieron inesperadamente su temperamento. ¿Desde cuándo había ido Hawk a la cabaña de Perrie? ¡Ni siquiera sabía que se conocieran! Hawk desde luego no le había dicho nada. ¿Además, qué podían tener en común ellos dos?

– ¿Burdy? -dijo ella al ver que no le contestaba nadie.

– Soy yo, Joe -dijo Joe finalmente.

– ¿Qué quieres?

Por su voz, Joe se dio cuenta de que era la última persona a la que deseaba ver. Abrió la puerta despacio y se quedó mirándolo, mientras se abotonaba la gruesa rebeca de lana, como si quisiera protegerse.

– ¿Botas nuevas? -le preguntó Joe al fijarse en el calzado nuevo.

Ella se miró los pies.

– Me las ha dado Hawk -dijo ella.

Joe sintió otra punzada de celos, pero ahogó una respuesta defensiva y esbozó una sonrisa forzada.

– ¿Entonces lo has conocido?

– Hace unos días. ¿Dime, qué quieres?

Sintió que su impaciencia crecía, y tuvo que inventarse una razón para explicar su visita.

– Me preguntaba si te gustaría hacer una pequeña excursión.

Joe maldijo para sus adentros. ¡Eso no era lo que tenía la intención de decirle! ¿Por qué diablos estaba haciéndolo, por qué la estaba invitando a que lo acompañara en un vuelo para traer provisiones? De ese modo tendrían que estar juntos en el avión, por lo menos durante unas horas.

Perrie lo miró con suspicacia y frunció el ceño.

– ¿Qué clase de viaje?

– Es un vuelo a Van Hatten Creek, a unos setenta u ochenta kilómetros al noroeste de aquí, a llevar provisiones. Y se me ocurrió que tal vez te apeteciera venir. Pero no tienes que hacerlo si no te apetece -dijo, casi esperando que ella se negara-. Tengo que advertirte que si vienes vas a tener que prometerme que no intentarás escaparte para volver a Fairbanks.

– ¿Hoy? -le preguntó ella.

– No, al mes que viene -respondió Joe con sarcasmo-. ¿Qué? ¿Tienes otros planes?

Joe observó que ella se pensaba la invitación durante largo rato. ¿Qué otra posible alternativa podría tener? No se trataba de que tuviera mucho que hacer en Muleshoe. A no ser que Hawk y ella tuvieran planes juntos… Ahogó sus celos y esbozó otra sonrisa superficial. Había pensado que la sugerencia de salir de Muleshoe le resultaría tentadora. ¿Después de todo, no era eso lo que había pretendido ella desde que había llegado?

– De acuerdo -contestó-. Supongo que te acompañaré.

Él no esperaba sentirse tan contento por su respuesta, y sin embargo lo hizo. En realidad, estaba deseando pasar el día con Perrie. Tal vez podría olvidar la animosidad que se mascaba entre ellos y firmar una tregua. Tal vez así no tuviera que buscar la compañía de Hawk.

– Y si estás pensando en escaparte disimuladamente a Seattle, será mejor que sepas que el asentamiento más cercano a la cabaña de Gebhardt está a unos cuarenta kilómetros por un terreno bastante agreste. Y tampoco hay carreteras. ¿Todavía quieres ir?

– No estoy pensando en escaparme ni nada -le soltó ella enfadada-. ¿Por qué me da la ligera impresión de que no confías en mí, Brennan?

Él sonrió, rompiendo la tensión entre ellos.

– Vaya, Kincaid, no es de extrañar que seas una reportera tan buena. ¡Y yo que pensé que te estaba engañando! Venga, ponte la cazadora y los mitones, y un poco más de ropa. Salimos dentro de cinco minutos.

Cuando sacó la camioneta del cobertizo y le dio la vuelta, ella ya iba camino del refugio. Se montó de un salto en la camioneta y cerró la puerta antes de volverse hacia Joe. Entonces, para sorpresa suya, le sonrió. No fue una sonrisa calculadora, sino una sonrisa dulce y genuina que le calentó la sangre y le hizo olvidar su determinación.

– Gracias -murmuró ella-. Empezaba a volverme loca dentro de esa cabaña.

Cuando llegaron a la pista de aterrizaje, Joe llevó la camioneta justo al lado del Super Cub, y entonces apagó el motor.

Perrie miraba la avioneta con aprensión, ya que el Super Cub era un aparato pequeño donde sólo había sitio para dos o tal vez tres pasajeros como mucho, pero era el mejor aparato para viajar por las tierras salvajes de Alaska porque se podía despegar y aterrizar en cualquier sitio: en un río helado, o incluso en la ladera de una montaña.

– Bonito avión -murmuró ella.

– Te gustará el Cub. Es un pequeño gran avión.

– Pequeño sí que es -dijo ella. ¿Por qué se mueven las alas de ese modo?

– Están hechas de tela -contestó Joe.

– Tela.

Él saltó del camión y fue hacia su lado.

– Te encantará, ya lo verás. Además, hace un día maravilloso para volar, Kincaid. Un día perfecto.

Cuando el Cub se elevó en el aire, Joe oyó que Perrie tomaba aliento y después suspiraba despacio. Entonces volvió la cabeza para mirarla.

– ¿Estás bien?

Ella se asomó a la ventana con los ojos como platos, y entonces se volvió a mirarlo.

– Esto es increíble -gritó-. No me parece como si estuviera en un avión. Me siento como un pájaro, como si volara utilizando mi propia fuerza. Es tan… emocionante.

Joe sonrió y se desvió hacia el norte.

– Es el único modo de ver Alaska, Kincaid.

– Sabía que era salvaje, pero hasta que se ve desde el cielo no se da uno cuenta de lo desolado que está. Casi da miedo.

– Te hace sentirte pequeño, ¿verdad? Como si todos los problemas que uno tiene en la vida fueran bastante insignificantes.

– Sí -dijo ella-. Es cierto.

Volaron en silencio un buen rato, y entonces Joe desvió el avión hacia la derecha y señaló por la ventanilla.

– Eso es Van Hatten Creek -dijo él-. Y se puede ver la cabaña de los Gebhardt en el pequeño claro al sur. Te gustarán los Gebhardt.

– ¿Vamos a aterrizar? -le preguntó Perrie.

– Sí, cada vez que les llevo provisiones, me quedo a almorzar con John, Ann y sus dos niños. Como están aquí perdidos en medio de estas tierras salvajes, les encanta tener visita. Y además Ann cocina estupendamente.

– ¿Pero dónde vamos a aterrizar? -le preguntó Perrie con cierto pánico.

– Cariño, con este avión podría aterrizar si quisiera en el tejado de la cabaña. Tú observa. Será coser y cantar.

Perrie bajó del avión con las piernas temblorosas, agradecida de estar sobre tierra firme. No podía creer cómo habían descendido sobre un pequeño claro entre los árboles. El avión apenas había tocado el suelo cuando empezó a deslizarse y se detuvo al momento, a unos metros de unos arbustos. Le habían dicho que Joe Brennan era un piloto estupendo, y ya había visto la prueba.

Avanzó unos pasos y se tambaleó. El fue a sostenerla para que no se cayera y, para sorpresa suya, le robó un beso breve y dulce.

– ¿Estás bien? -le preguntó él mientras le ponía la mano en la mejilla.

Perrie asintió, sofocada por la repentina demostración de afecto de Joe. El beso pareció tan natural, tan fácil, que momentáneamente se olvidó de lo mucho que disfrutaba él fastidiándola.