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– ¿Tan temprano? -gritó Ann-. Me parece como si acabarais de llegar.

Cinco minutos después, Joe ayudaba a Perrie a montarse en el avión, mientras ella miraba a la familia que los despedía desde el porche.

– Están viviendo la vida de verdad, ¿no? -murmuró Perrie mientras él se sentaba delante de ella.

– Sí dijo Joe-. Es la verdad.

– Ella es muy valiente. No creo que yo pudiera vivir aquí mucho tiempo.

– Estoy seguro de que podrías -replicó Joe-. En realidad, podrías hacer cualquier cosa que te propusieras, Perrie. Sólo necesitas una buena razón para hacerlo.

– ¿Qué haría yo aquí? Quiero decir, no hay periódicos para los que escribir, ni políticos a quienes desenmascarar, ni lectores que quieran saber la verdad.

– No puedes saber de lo que eres capaz hasta que no lo intentes.

Joe arrancó el motor y Perrie se preparó para un despegue complicado. Tal vez Joe tuviera razón. Tal vez hubiera estado tan ocupada con su carrera profesional en Seattle, que jamás había considerado otras opciones.

¿Pero por qué iba a hacerlo? Le encantaba su trabajo. Y estaba perfectamente satisfecha con su vida personal. ¿Qué más podría desear? No tenía respuestas para eso, pero le daba la impresión de que de algún modo Ann Gebhardt, una mujer que vivía en medio de la espesura, tenía mucho más de lo que ella tendría jamás.

Perrie miró por la ventana del Super Cub mientras cruzaba el vasto y llano paisaje, infinitamente blanco. Todo parecía tan distinto de las montañas que rodeaban Muleshoe. Miró el reloj y vio que llevaba en el aire casi media hora, el tiempo suficiente para regresar a Muleshoe.

Se incorporó y le dio unos toques a Joe en el hombro.

– ¿Dónde estamos? -el preguntó.

– Ése es el extremo sur de las llanuras del Yukon -contestó Joe-. No estamos lejos del río, o del Círculo Polar Ártico. Se me ocurrió que diéramos un rodeo; tengo algo especial que enseñarte.

– ¿Tan al norte estamos? -preguntó Perrie-. ¿Qué hacemos aquí tan arriba?

Joe volvió la cabeza y sonrió.

– Ya lo verás -dijo.

Momentos después, Perrie sintió que el avión empezaba a descender.

– ¿Qué ocurre? -preguntó mientras trataba de calmar el pánico de su voz.

– Nada, vamos a aterrizar.

Allí había espacio de sobra, pero no se veía ni una cabaña.

– Ahí abajo no hay nada.

– Hay mucho -contestó Joe mientras se asomaba por la ventana y buscaba algo con la mirada-. Sólo tienes que mirar con un poco más de atención.

Finalmente aterrizó en un claro en el bosque, con tanta suavidad que supo que habían tomado tierra por el susurro de los esquíes del avión al deslizarse sobre la nieve. Apagó el motor, la ayudó a bajarse del avión y lanzó un par de sacos de dormir a sus pies.

– ¿Vamos a pasar la noche aquí? -le preguntó Perrie.

Él cubrió el motor con una manta gruesa para que no perdiera el calor.

– Sólo si tienes un golpe de suerte -se burló. Vamos.

Se alejaron del avión. Él iba todo el tiempo mirando de un lado al otro, escudriñando el horizonte. Entonces se pararon y desenrollaron los dos sacos. Le echó uno por los hombros y le hizo una seña para que se sentara en el otro saco, extendido en el suelo. Perrie se sentó y al momento él hizo lo mismo a su lado y le pasó unos prismáticos.

– ¿Me vas a decir lo que estamos buscando?

– Tú estate callada y observa -dijo él.

Permanecieron sentados en silencio durante más de media hora. Aunque brillaba el sol y el aire estaba en calma, Perrie sintió el frío que le calaba los huesos. Estaba a punto de preguntarle cuándo se marcharían cuando él levantó el brazo y señaló el horizonte.

– Allí -murmuró.

Se llevó los prismáticos a los ojos y vio la extensión de nieve. Un movimiento en el campo de visión le llamó la atención. Entonces se quedó sin aliento cuando vio un enorme lobo gris que apareció en la nieve.

– Lo vi por primera vez hace tres años, cuando estaba llevando provisiones a Fort Yukon en el Otter; tuve un problema en el motor y no me quedó más remedio que descender. Estaba trabajando en el motor cuando de pronto levanté la cabeza y vi que me estaba observando.

– ¿Y no tuviste miedo?

– Los lobos no son agresivos. Le tienen miedo al hombre, y nunca atacarían a no ser que alguien los provocara; o que estuvieran enfermos. Creo que se siente un poco solo, aquí dando vueltas. Era un lobo solitario, un macho sin familia. Seguramente expulsado de su manada por el macho dominante.

Perrie lo miró.

– Burdy te llamó un día “lobo solitario”.

Joe sonrió.

– Supongo que lo soy. Pero no estoy tan solo como lo estaba Romeo. Estaba totalmente solo.

– ¿Romeo?

– Es el nombre que le di al lobo. Cada vez que venía por aquí, lo buscaba a ver cómo estaba. A veces pasaba meses sin verlo, y otras aparecía de pronto. En invierno es más difícil verlo porque tiene que ir más lejos en busca de comida. Pero creo que empieza a reconocer el sonido de mi avión.

– ¿De verdad? -preguntó Perrie.

Joe se echó a reír.

– No. Tan sólo me gusta pensar que somos amigos.

– La verdad es que tenéis mucho en común – dijo ella.

– Tal vez -él hizo una pausa mientras escudriñaba la zona con los prismáticos-. Al menos lo teníamos, hasta que encontró a Julieta. Mira, allí está ella.

Perrie se colocó los prismáticos delante de los ojos. A la izquierda del enorme macho gris había un lobo negro más pequeño.

– ¿Su pareja?

– Sí. Romeo decidió finalmente establecerse hace unos años. Supongo que se ha cansado de tantear el terreno.

– Tal vez deberías haberle dado algún consejo -le provocó Perrie-. Según se dice, tienes mucho éxito con las damas.

– No creas todo lo que oyes -dijo Joe.

– Si estuviera escribiendo una historia sobre tu vida amorosa, Brennan, tendría pruebas más que suficientes para acompañar el texto -Perrie estudió a los lobos un rato, y después se retiró los prismáticos de los ojos y miró a Joe-. ¿Y tú qué, Brennan? -le preguntó-. ¿Alguna vez piensas en encontrar a alguna Julieta?

– Los lobos se emparejan de por vida. No estoy seguro de ser de los que se quedan con una mujer para siempre.

– Ni yo -dijo Perrie-. Quiero decir, con un hombre. Supongo que muchas personas son felices así. Pero yo nunca he conocido a ningún hombre con quien quiera pasar el resto de mi vida.

– Tal vez no hayas conocido a tu Romeo -dijo él en tono suave, mirándola.

– Y tal vez tú no hayas conocido a tu Julieta – respondió ella.

Se miraron a los ojos. Pensó que él iba a besarla. Pero entonces volvió la cabeza hacia el frente.

– Mira -dijo-. Ahí está el resto de la familia.

Otros tres lobos aparecieron detrás de Julieta, más o menos del mismo tamaño que su madre, pero más larguiruchos.

– El verano pasado tenían cinco cachorros -le explicó Joe-. Pero perdieron a dos de ellos durante el otoño. No estoy seguro de lo que pasó.

– Eso es triste -dijo ella.

– Así es la vida en las tierras salvajes -contestó.

La miró de nuevo. Entonces, sin vacilación, se inclinó hacia ella y rozó sus labios con los suyos. Tenía los labios increíblemente calientes, y Perrie sintió un ardor que la recorrió de arriba abajo y pareció ahuyentar el frío.

Él le provocó con la lengua, y por un instante ella pensó en retirarse. Pero su sentido común la había abandonado, y se quedó sólo con el instinto y un deseo irresistible que le pedía más.

Aquel beso fue distinto a los anteriores. Fue lento y delicioso, lleno de un deseo que ella no sabía que podría existir entre ellos.

Esa vez no quería que dejara de besarla. Lo que en realidad quería era que se echara encima de ella y averiguar lo que de verdad sentía Joe Brennan por ella. Y lo que ella sentía por él. Como si le hubiera leído el pensamiento, él la empujó con suavidad encima del saco de fino plumón sin apartar sus labios de los suyos.