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Todo lo que se interponía entre los dos, las discusiones, la desconfianza, el tratar de dominarse, se disolvió simplemente, arrollado por la pura soledad de aquellas tierras salvajes. Estaban completamente solos, con un cielo de un azul brillante sobre sus cabezas y rodeados de nieve y bosques.

Perrie se sentía salvaje, primitiva, desinhibida, como los lobos que habían estado observando, movida por un instinto y un deseo puros. Quería tocarlo, sentir su piel, acariciar su cabello. Con impaciencia, se quitó los mitones y le agarró de la cazadora de plumas para apretarlo contra su cuerpo.

Él gimió suavemente, su aliento cálido sobre sus labios.

– Lo estamos haciendo de nuevo -murmuró-. Me estás volviendo loco, Kincaid.

– Lo sé -dijo Perrie sin aliento-. Deberíamos parar. Pero no quiero parar.

– No, no deberíamos parar -dijo Joe mientras se quitaba los guantes-. Esta vez no -le retiró el gorro para hundir las manos en sus cabellos.

Le echó la cabeza hacia atrás y la besó, esa vez más apasionadamente, más tiempo, hasta que a Perrie le daba vueltas la cabeza de tan incontrolable deseo.

Joe los cubrió a los dos con su saco de dormir, creando una especie de tienda de campaña. Muy despacio, él le bajó la cremallera de la cazadora y después deslizó los dedos por debajo de las capas de suéteres que ella llevaba puestos. Cuando finalmente le tocó la piel cálida, Perrie le oyó aspirar con un gemido entrecortado.

– Éste no es el sitio adecuado para hacer esto -dijo Joe-. Estamos a diez grados bajo cero.

– No hace frío aquí -dijo Perrie.

Joe se incorporó y la miró juguetonamente mientras le deslizaba el dedo por el labio inferior.

– Pero hay sitios mucho más acogedores, cariño. No tenemos que arriesgarnos a sufrir congelación por estar juntos.

Perrie cerró los ojos.

– ¿Sabes?, nos arriesgaríamos a mucho más que a una mera congelación si dejamos que esto vuelva a ocurrir -recuperado su sentido común, Perrie se cerró la cremallera cíe la cazadora-. Esto es ridículo, Brennan. No podemos seguir haciéndolo.

– ¿Por qué no? -preguntó Joe-. Si quieres que te sea sincero, se nos da muy bien.

– No se trata de eso -lo regañó mientras lo empujaba.

– ¿Entonces de qué se trata?

– No lo sé.

Lo cierto era que sí sabía; pero le daba mucha vergüenza expresar sus sentimientos. Le gustaba Joe Brennan y le gustaba cuando la besaba y la tocaba. Y pensaba en él mucho más de lo que quería. El problema era que no quería ser como todas las demás mujeres a quienes Brennan había roto el corazón.

– Yo… No sé -repitió en tono suave.

– Bueno, pues hasta que lo sepas voy a seguir besándote, cuando y donde quiera.

Perrie se abrochó la cazadora y se puso a buscar los mitones y el gorro.

– Creo que será mejor que nos marchemos.

Joe le tomó de la mano y tiró de ella de nuevo. Un largo y lánguido beso zarandeó los cimientos de su determinación, y Perrie acabó cayendo de nuevo en el pozo del deseo del que acababa de salir.

– Cuando sea y donde sea -murmuró Joe mientras le mordisqueaba el labio inferior.

Con una sonrisa pícara le besó en la punta de la nariz, antes de ponerse de pie. Le ofreció una mano y ella la aceptó, esperando que él la abrazara de nuevo.

Pero no lo hizo. En lugar de eso, enrolló los sacos de dormir y se los puso debajo del brazo.

– Vamos, Kincaid. Quiero llevarte a casa, donde estarás a salvo y al abrigo del frío.

6

La historia le salió de dentro, palabra por palabra, frase por frase; como si todo el texto llevara allí mucho tiempo. Los lobos y los Gebhardt: dos familias que vivían en medio de aquellas tierras salvajes, empeñadas en sobrevivir. Perrie se había quedado toda la noche en vela, poniendo en papel sus pensamientos, reescribiendo cada frase hasta que le quedó lo más perfecta posible.

No sabía qué le había llevado a tomar papel y lápiz. Nada más entrar en su cabaña se había sentado y había empezado a escribir. Y hasta que no había empezado, no se había dado cuenta de lo mucho que la había afectado aquel día con Joe.

Joe la había llamado cuando ella había echado a correr hacia su cabaña, deseosa de poner cierta distancia entre ellos. Cada vez que estaban juntos, parecía verse privada de su voluntad. O bien peleaban como dos perros rabiosos, o bien se tiraban el uno encima del otro como dos adolescentes con las hormonas revolucionadas. Y hasta que no averiguara lo que sentía por Joe Brennan, iba a mantener las distancias con él. Así que se puso a escribir.

El día había tocado a su fin, pero en lugar de encender la luz, se llevó una vieja lámpara de queroseno a la mesa. El suave destello de la lámpara parecía envolverla en un mundo inventado por ella, un mundo sin inconveniencias, fechas de entrega o fuentes, reuniones o correctores. Por primera vez en muchos años, escribió con sus sentimientos, no sólo con su cabeza. Y así volvió a descubrir el verdadero placer de escribir una frase bella, o de llevar al lector en potencia a un lugar donde jamás hubiera estado.

Había trabajado toda la noche, durmiendo a ratos antes de que otra idea invadiera sus sueños, y ella necesitara levantarse para apuntarla. Entonces se volvía a dormir, y a ratos, mezcladas con las imágenes de los lobos, veía a Joe y lo incorporaba a su historia, personificando al lobo que había vagado libremente durante varios inviernos.

Había tratado de no pensar en su encuentro en aquel paraje de la espesura, pero cada vez las imágenes regresaban. Al principio, entregarse a su trabajo había sido como un antídoto, la manera ideal de olvidar sus besos. Pero más tarde había disfrutado de los recuerdos, se había deleitado con ellos mientras escribía, y había sentido sus manos acariciándola, sus labios besando los suyos.

El día había amanecido claro y brillante, y al despertar Perrie había visto los papeles desperdigados sobre la cama. Despacio, releyó lo que había escrito y lo copió a limpio. Aunque se había llevado su ordenador portátil, esa historia no podría ser escrita en ordenador. Aquella historia era más como una carta; una carta desde las tierras salvajes de Alaska.

Aunque ella no solía escribir ese tipo de historias, estaba orgullosa de cómo le había salido. Y ansiosa por descubrir si Milt pensaba que escribirla tenía algún mérito. Y no porque fuera a publicar la historia; tal vez su jefe sólo disfrutaría de sus reflexiones sobre Alaska.

– Un fax -murmuró mientras se ponía un suéter grueso-. Tienen que tener un fax en el refugio.

Perrie sacó sus botas de piel y se las puso, descolgó su cazadora del perchero y tomó las hojas escritas.

Desde su llegada el edificio bajo había suscitado su interés en más de una ocasión, pero había tratado de evitarlo, sabiendo que Joe vivía allí. Prefería la privacidad de su cabaña.

Mientras accedía al amplio porche, se fijó en un viejo grabado sobre la puerta: Prohibido el Paso a las Mujeres. Perrie sonrió. Sin duda los solteros que vivían dentro sentían la necesidad de protegerse de las féminas. Por debajo de ese mensaje, había otro:

– Excepto Julia -murmuró Perrie.

Perrie retrocedió mientras se preguntaba quién sería Julia y por qué ella podía entrar al refugio.

– Bueno, si Julia puede entrar, yo también – dijo Perrie.

Decidida, Perrie llamó a la puerta con los nudillos y esperó una respuesta. Cuando nadie abrió, volvió a llamar. Después de llamar por tercera vez, decidió aventurarse adentro.

El interior del refugio fue una sorpresa total.

Había esperado algo tan rústico como el exterior. Pero al entrar accedió a una enorme habitación de ambiente rústico muy acogedora, con unas paredes hechas de troncos y una chimenea de piedra. Multitud de coloridas alfombras y colchas de artesanía de Alaska cubrían el suelo y los sofás, y por toda la habitación se podían ver interesantes piezas de artesanía local. Comparado con su cabaña, el refugio resultaba lujoso.