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Joe miró a Julia con el ceño fruncido.

– Ella no es realmente un huésped.

– ¿Acaso no nos paga su periódico? ¿No es cierto que nuestro precio incluye todas las comidas?

– Bueno, sí, pero éste es un caso diferente.

Julia se acercó despacio a Joe hasta que estuvieron frente a frente.

– La situación es la siguiente. Quiero que vayas a la cabaña de la señorita Kincaid, que recojas sus pertenencias y que las traigas aquí al refugio. Y después quiero que hagas lo posible para que nuestra invitada esté cómoda.

Perrie se puso tensa y se obligó a sonreír.

– En realidad no es necesario. Estoy perfectamente bien en la cabaña.

Con eso le echó a Joe una mirada asesina; una mirada que le decía que no habría más besos entre ellos. Y que lo que menos deseaba hacer era dormir bajo el mismo techo que él.

Salió de la cocina con fastidio y maldiciendo entre dientes con cada paso que daba. Sus pensamientos, una mezcla de rabia y frustración, concibieron sorpresivamente una imagen de Joe Brennan desnudo, dormido entre sábanas revueltas… con aquel pecho musculoso y aquellos brazos largos y fuertes…

– Basta -se dijo en voz alta-. Tendría que estar pensando en cómo volver a Seattle, y no preguntándome cómo es Joe Brennan en la cama.

Joe observó a Perrie salir de la cocina muy enfadada. Negó con la cabeza y miró a Julia.

– Te encanta hacerme sufrir, ¿verdad?

Julia sonrió y entonces se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.

– Voy a transformarte en un hombre sensible, aunque me cueste toda la vida.

Joe gimió.

– Debería haber imaginado que vosotras las mujeres os apoyaríais.

– Aquí en el refugio somos muy pocas -dijo Julia mientras le limpiaba a Joe la mejilla de carmín-. Haré todo lo posible por contrarrestarlo un poco.

Joe recogió la caja y la colocó sobre el mostrador.

– Ni siquiera lo pienses. El hecho de que Perrie Kincaid haya cruzado la puerta de la casa no quiere decir que vaya a casarme con ella. Ni siquiera nos gustamos.

Joe tuvo que reconocer para sus adentros que eso no era del todo cierto. Perrie le gustaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Aunque estaba seguro de que en ese momento no tendría muy buena opinión de él.

– Parece una mujer encantadora -dijo Julia-. A mí ya me gusta.

Hawk y Tanner entraron en la cocina en ese mismo momento, con Sam pisándoles los talones.

– Eh, acabo de ver a Perrie Kincaid en el porche -dijo Tanner-. ¿Ha entrado?

Joe soltó una imprecación y le echó a Tanner una mirada venenosa.

– No empieces conmigo. Tu esposa ya ha hablado suficiente del tema. No, no me voy a casar con Perrie Kincaid. Maldita sea, si se va a casar con alguien, será con Hawk. No para de hablar de él.

Sólo de pensarlo sintió unos celos persistentes; pero había llegado el momento de que averiguara qué estaba pasando entre ellos dos.

Tanner y Julia se volvieron ambos a mirar a Hawk con curiosidad.

– Y bien -dijo Julia-, ¿tú qué tienes que decir?

– Le di unas botas de piel -dijo Hawk-. Y la estoy preparando para los juegos de Muleshoe.

Joe se quedó boquiabierto.

– ¿Tú la estás ayudando?

Hawk asintió.

– ¿Sabes por qué quiere participar en el concurso de las novias? Para poder llegar a Cooper y buscar a un piloto que la lleve a Seatle, donde seguramente alguien le pegará un tiro en cuanto se enteren de que está allí. Está aquí en Muleshoe por su propia seguridad.

– Pareces muy preocupado por la señorita -comentó Tanner.

– Por una señorita que ni siquiera le gusta -añadió Julia mientras se acercaba al fax-. Perrie se ha dejado aquí sus papeles. ¿Por qué no se los llevas a la cabaña, Joe? Y mientras estás allí, podrás disculparte por tu actitud tan poco hospitalaria. Invítala a cenar con nosotros y dile que puede quedarse en el dormitorio de invitados.

– No tendría que disculparme si tú no hubieras dicho nada para que se enfadara de ese modo -dijo Joe mientras le arrebataba a Julia los papeles de la mano.

– Pues dale un beso -dijo Sam-. Eso es lo que hace Tanner cuando mi mamá se enfada.

Joe le revolvió al niño el pelo al pasar.

– Tendré eso en cuenta. Me atrevo a decir que me fío más de tu consejo que del de tu madre.

Joe caminó despacio hasta la cabaña de Perrie, y no porque le sentara mal disculparse con ella, sino porque mientras caminaba iba leyendo la historia que ella se había dejado en el refugio. A medida que iba leyendo, la historia lo iba envolviendo, sorprendiéndolo con las sorprendentes imágenes visuales que era capaz de crear con una simple frase. Siempre había sabido que era escritora, pero jamás esperado que poseyera tal talento. Había pensado que escribía sobre policías y criminales, políticos y hombres de negocios ambiciosos. No sobre unos lobos de las tierras salvajes o sobre los vínculos familiares.

Terminó de leer su historia cuando llegaba al porche de entrada de la cabaña, y cuando leyó la última palabra, se sentó en el escalón de arriba y la leyó otra vez. Permaneció allí sentado mucho rato, pensando en Perrie y en los lobos, en el amor y en la soledad. Y se dio cuenta de que él había estado malgastando su tiempo.

Tarde o temprano, Perrie Kincaid volvería a Seattle y saldría para siempre de su vida. En un principio eso era lo que había deseado; pero en ese momento quería que Perrie se quedara. Algo los había unido el día anterior en las llanuras y necesitaba saber qué era; porque no era sólo deseo.

Deseaba a Perrie Kincaid más de lo que había deseado a cualquier mujer en su vida. Y aunque deseaba hacer el amor con ella, no la quería sólo para eso. La quería a su lado cuando regresara a ver los lobos, y la quería ver cuando desayunara a la mañana siguiente; quería mostrarle la aurora boreal y la belleza del verano en Alaska; y deseaba que ella estuviera allí cuando el hielo se resquebrajara en el Yukon y cuando volviera a helarse al invierno siguiente.

Sobre todo, quería tiempo; tiempo para averiguar por qué quería más tiempo. Tiempo para adivinar si esa fascinación que sentía hacia ella era transitoria, o si sería una maldición que lo acompañaría el resto de sus días. Tiempo para llegar a la conclusión de que Perrie Kincaid y él estaban hechos el uno para el otro; para enamorarse y casarse.

La puerta se abrió a sus espaldas y Joe se dio la vuelta y vio a Perrie mirándolo. Tenía los brazos cruzados y aún parecía enfadada.

– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte sentado aquí fuera? -le preguntó ella.

Él levantó los papeles.

– Te has dejado esto en el refugio.

Ella se los quitó y los enrolló.

– No voy a mudarme allí.

– No esperaba que lo hicieras -hizo una pausa-. Es una historia maravillosa, Kincaid. Mientras la leía, no dejaba de verte. Tienes un talento increíble. ¿Por qué lo malgastas hablando de criminales?

Ella avanzó hasta la barandilla del porche y se fijó en un arbusto de pícea.

– Lo que hago yo es importante -dijo con tranquilidad-. Me gusta. Ésta es una historia tonta de unos lobos, que no le importa a nadie.

– A mí sí, Perrie. Me hace sentir algo especial. Cuando la he leído, me ha conmovido.

Perrie se dio la vuelta y lo miró sin entender.

– No es nada -dijo con decisión mientras doblaba las hojas y se las guardaba en el bolsillo de los vaqueros; aspiró hondo y se apartó de la barandilla del porche-. ¿Dónde está Burdy?

– Seguramente estará en su cabaña.

– Necesito desayunar. Quiero ir a Muleshoe.

Joe se puso de pie y se acercó a ella.

– Yo podría llevarte -se ofreció.

Cuando ella se retiró, él se detuvo y alzó la mano.

– Prefiero ir con Burdy -dijo Perrie.

– Escucha, sé que estás enfadada. Y lo siento. Debería haberte pedido que te quedaras en el refugio. Es mucho más cómodo y…