Perrie tomó en la mano un tipo de redacción.
– Esto no debe de valer mucho. En realidad no estoy segura. Para alguien como yo, es algo fascinante. Cuando era pequeña, soñaba con tener mi propio periódico.
– Cuando Muleshoe estaba en pleno desarrollo, a finales del siglo XIX, teníamos gente suficiente aquí como para poder financiar un periódico. Casi dos mil habitantes. Y con todo el dinero que se sacaba, había un montón de noticias. El tipo que dirigía el periódico falleció en 1951 y nadie vino jamás a reclamar su propiedad. Esa prensa ha estado ahí desde entonces, recogiendo polvo. Seguramente harían falta la totalidad de los hombres de esta población para mover eso. O supongo que podríamos separarla en varias partes.
– ¡Oh, no! -gritó Perrie-. Eso no se puede hacer.
Paddy se encogió de hombros.
– No se puede hacer mucho más. Vamos, señorita Kincaid. Vayamos a ver si su desayuno está listo. Si se entera de cualquier sitio donde pueda venderse este trasto viejo, me lo comunica, ¿de acuerdo?
Ella asintió, y Paddy se dirigió a la cocina, pero Perrie permaneció allí un rato más. El olor de la tinta aún estaba en la habitación, incluso después de casi cincuenta años. Ella cerró los ojos y sus pensamientos volvieron a la pequeña imprenta donde tanto había disfrutado de niña. Era por haber vivido aquello por lo que se había hecho periodista.
Por un instante deseo que Joe estuviera allí con ella. Quería compartir eso con él, igualmente que él había compartido a los lobos con ella; quería hablarle de la primera vez que se había dado cuenta de que quería ser reportera. Pero entonces se acordó de cómo estaban las cosas entre ellos.
Eran como un par de imanes, que a veces se atraían y otras se repelían. Entendía lo último. ¿Pero de dónde surgía la atracción? Sin duda él era guapo, pero a ella nunca le habían importado los atributos físicos. Asumía que era inteligente, aunque jamás había mantenido una conversación intelectual con él. Desde luego era encantador, el tipo de hombre a quien la mayoría de las mujeres encontraban irresistible.
Tal vez fuera otra cosa, algo menos obvio. Aunque él era lo suficientemente simpático, siempre parecía parar cuando se trataba de hablar de sí mismo. La mayoría de los hombres que había conocido eran capaces de hablar de sí mismos durante horas, sin embargo no había sido capaz de sacar ni un gramo de información personal acerca de Brennan, aparte de su deuda con Milt Freeman. Cuando le había preguntado, él se limitaba a ignorar su curiosidad con una respuesta hábil o un comentario provocador.
Perrie estaba segura de que no había mujer en todo el planeta que hubiera podido penetrar en el pensamiento o en el corazón de Joe Brennan. Ella no iba a ser la primera… Y tampoco quería serlo.
7
El bosque estaba a oscuras y silencioso cuando regresó a casa, y el suave crujido de sus botas resonaba y desaparecía en la noche. Perrie había pasado el día entero lejos de Bachelor Creek Lodge, sencillamente para evitar volver a ver a Joe. Había tomado el desayuno en Doyle's, almorzado con las novias y después por la tarde había practicado juegos. Incluso había pasado una hora antes de cenar en Doyle's examinando de nuevo lo que quedaba del Muleshoe Monitor.
En realidad no estaba enfadada con Joe. Pero tampoco estaba dispuesta a perdonarlo aún. Un paso hacia la tregua normalmente acababa en otro paso hacia atrás. ¿Por qué no podían llevarse bien y punto? Ella estaba allí en Alaska de donde no se podía mover de momento, obligada a verlo cada día, le gustara o no. Lo menos que él podía hacer era dejarla en paz.
¿Pero quería de verdad que él hiciera eso? A medida que pasaban los días, las horas, notaba que deseaba más y más estar con él. Y lo peor era que disfrutaba de sus discusiones, de sus trifulcas, de la batalla continua por tener el control. Joe Brennan era el primer hombre que había conocido que no se dejaba pisar de ninguna manera.
Siempre había sido una persona resuelta, una mujer que daba a conocer sus opiniones. Los hombres se habían sentido atraídos por ella en parte por su notoriedad, por su posición como reportera de éxito. Pero Joe no era parte de su mundo; él vivía fuera de la órbita del Seattle Star. No le importaba que ella fuera Perrie Kincaid, la periodista que había ganado tantos premios. Él la conocía como Perrie Kincaid, un verdadero engorro, la huésped descontenta, la mujer que sólo tenía una misión, y era salir de Alaska, a cualquier precio.
Pero últimamente no había estado tan obsesionada con escaparse como cuando había llegado. Durante su sesión de entrenamiento de esa tarde con las novias, se había olvidado de la razón por la que había participado en la competición. Mientras practicaba caminar con las raquetas de nieve, mientras partía troncos o mientras conducía el trineo, sólo podía pensar en Joe y en cómo le demostraría que podía soportar los rigores de la vida en las tierras salvajes.
Algo había cambiado entre los dos, un cambio tan sutil que ella apenas lo había notado. Desde el día que habían estado con Romeo y Julieta, ella había dejado de ver a Joe Brennan sólo como un obstáculo para su plan de escribir la historia sobre Tony Riordan. Él se había metido en su cabeza, en su vida, provocándola con sus bromas y sus burlas, desafiándola cada vez. En su mente, y en su corazón, Joe se había convertido en un hombre terriblemente intrigante, sexy y atractivo.
Perrie empujó abrió la puerta de su cabaña con la firme resolución de dejar fuera sus pensamientos. ¿Por qué no podía darle sentido a todo aquello? Siempre había sido capaz de controlar sus sentimientos. Pero Joe Brennan desafiaba cada intento suyo por definir sus sentimientos, por dominar su fascinación… por controlarse para no enamorarse de él de pies a cabeza.
Al entrar y cerrar la puerta para que no entrara el frío, vio un sobre en el suelo. El corazón le dio un vuelco. ¿Podría ser de Joe? Cuando vio la letra infantil en el sobre, se reprendió para sus adentros por su ridícula reacción.
Con una leve sonrisa, sacó una tarjeta de San Valentín hecha a mano; y fue entonces cuando se dio cuenta de pronto de que el día de San Valentín llegaría muy pronto. Jamás le había prestado demasiada atención a esa fiesta. En cuanto había dejado la sección de Lifestyles, no había vuelto a encargarse de los artículos dulzones de corazones y flores, de sentimientos románticos.
– «De todas las flores, tú eres la más bella» -leyó Perrie-. «Me alegro de tener una nueva amiga como tú. Sam».
Trazó con el dedo las letras infantiles del nombre del pequeño y una oleada de afecto le llenó el corazón. No recordaba jamás haber recibido una tarjeta por San Valentín, aparte de las que habían intercambiado en el instituto. Ningún niño, ningún hombre, se había molestado en expresarle su cariño de un modo tan dulce como ése.
Se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. No era el momento de arrepentirse de nada. Nunca había estado enamorada en su vida. Pero había tenido un éxito en el terreno profesional que había superado sus fantasías. Su trabajo era tan agotador, que nunca se había fijado en el apartamento vacío donde llegaba cada noche. ¿Entonces por qué de pronto ya no le parecía suficiente? ¿Por qué le daba la sensación de que merecía algo más en la vida?
Perrie dio un puñetazo a la puerta. En ese momento, otros golpes sonaron a su puerta, y Perrie se apartó de ella asustada.
– Perrie, sé que estás ahí. He estado esperando a que volvieras. Abre la puerta.
Fue a abrir y entonces retiró la mano. Aspiró hondo, trató de relajarse y de olvidar todas las ideas románticas que le rondaban el pensamiento cuando pensaba en Joe Brennan, como si de algún modo él pudiera adivinarlas cuando abriera la puerta. Pero lo que no había anticipado fue la emoción que sintió cuando lo tuvo de nuevo frente a frente.
Él le sonrió. El suave destello de luz del interior de la cabaña iluminó su rostro apuesto y los ángulos de su cara.