– Hola.
Ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Tenía un modo extraño de aliviar la tensión entre ellos, de ahuyentar la animosidad con una palabra provocativa o con una sonrisa pícara.
– Hola -contestó ella, sin saber qué más decir.
¿Pero qué demonios le pasaba? Se sentía como una adolescente enamorada. ¿Cómo había podido pasar de la frustración total a una palpitante atracción en un día? ¿Qué era lo que había cambiado?
– ¿Seguimos enfadados? -le preguntó él.
Perrie suspiró. ¿Sería posible de verdad estar mucho rato enfadado con Joe Brennan? Le parecía que no.
– No. Seguramente me acordaré de todos tus antepasados cuando tenga que salir al baño. Pero de momento, me siento generosa.
Él fue a tomarle la mano.
– Bien. Porque tengo algo especial que quiero enseñarte -tiró de ella al exterior y cerró la puerta de la cabaña.
– ¿Adónde vamos?
– No vamos lejos -respondió él.
Sacó una linterna de un bolsillo de su cazadora y echaron a andar por el camino que se adentraba en el bosque. Aunque estaba muy oscuro sabía que se dirigían hacia el río.
Caminaron el uno junto al otro, en silencio salvo por el ruido de sus pasos sobre la nieve. Él le agarraba con firmeza la mano cubierta por la manopla; y cuando ella se resbaló, él le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó contra su cuerpo.
Todo parecía tan natural entre ellos, aquel roce casual, como si hubieran cruzado una línea invisible en su relación que les permitiera ver el respeto mutuo. Le gustaba la sensación de sus manos agarrándola, sin matices sexuales.
– ¿Ya estamos llegando?
– Casi -lijo él-. Párate ahí mismo.
Ella miró a su alrededor, pero sólo vio lo que había visto en los últimos minutos: un bosque tan tupido, que casi ocultaba el brillo de las estrellas. La nieve que cubría ambos lados del camino, iluminada por el leve destello de su linterna.
– ¿Qué es?
Él se colocó detrás de ella y le tapó los ojos con una mano. Le colocó la otra mano en la cintura para que no se cayera.
– Unos metros más -dijo él-. No tengas miedo. No te voy a dejar caer.
– No tengo miedo… -dijo Perrie en tono suave.
Cuando ella había dado el número de pasos requeridos, él la detuvo, entonces retiró la mano despacio. Le llevó unos momentos que se le acostumbraran los ojos a la oscuridad, y entonces emitió un gemido entrecortado.
Estaban al borde del bosque, mirando la extensión helada del río Yukon. Y allí, en el cielo del norte, colgaba un caleidoscopio de colores que se movían en espiral, tan extraño que le dio miedo hasta de respirar. El rojo el morado y al azul teñían el horizonte del brillo, como un espíritu gigante que se elevara en el cielo vestido de joyas.
– Sabía que querrías verlo -dijo él.
– Yo… no sé qué decir -respondió ella.
Él le rodeó la cintura con los brazos y dejó que se recostara contra su cuerpo alto y esbelto. Apoyó la barbilla sobre su cabeza.
– No tienes que decir nada. Quería ser yo quien te lo enseñara.
– Es increíble.
– Jamás he visto una aurora boreal tan bonita en la mitad del invierno. Normalmente ocurren en primavera y otoño. Pero de vez en cuando, en una oscura noche de invierno, el cielo se llena de vida y de luz. Casi se puede sentir en el aire.
– ¿Sabes por qué ocurren? -le preguntó Perrie.
– Los protones y electrones de las manchas solares empiezan a flotar en el espacio -le explicó Joe mientras se apoyaba sobre su hombro, de tal modo que ella pudo sentir el calor de su aliento en la mejilla-. Son atraídos a nuestra atmósfera cerca de los polos magnéticos, y se encienden y mueven para dar un espectáculo semejante.
– ¿Por qué no lo he visto cuando volvía a casa esta noche?
– Tal vez por las luces de la camioneta, o por los árboles del bosque. O a lo mejor no estabas mirando.
Perrie se dio la vuelta en sus brazos y lo miró. No veía su rostro en la oscuridad, pero quiso creer que estaba mirándola.
– Gracias por traerme aquí.
– Quería enseñártelo. Me encantaría que lo vieras desde el aire, porque resulta incluso más glorioso. Tal vez algún día… -su voz se fue apagando cuando se dio cuenta, como ella, de que no habría nada así entre ellos-. Se me ocurrió que tal vez quisieras escribir otra historia.
– Lo haré.
Se quedaron allí mucho tiempo, el uno frente al otro, Perrie imaginando sus facciones fuertes, su mandíbula esculpida y sus labios, tan potentes como un vino con solera. Quería que él la besara, en ese momento, mientras estaban bajo aquella luz mágica. Quería rodearle el cuello con los brazos y apretarlo contra su cuerpo hasta que sus pensamientos pasaran a la acción, hasta que sus palabras se trasformaran en una caricia dulce, en un beso apasionado.
La intensidad de sus sentimientos la sorprendió.
¿Cómo había podido pasar tantos días con ese hombre, y sin embargo no haberse dado cuenta hasta ese momento de lo que sentía? Unos días atrás no había querido más que olvidarse de él. Y en ese momento sólo podía pensar en estar a su lado.
Quería que él la besara, que la abrazara y que le hiciera el amor hasta que el sol borrara con su luz aquellos colores del cielo. La revelación la hizo estremecerse y se echó a temblar.
– Tienes frío -dijo él-. Deberíamos volver.
– De acuerdo.
De vuelta por el camino del bosque, Perrie no dejaba de pensar en el modo de alargar la noche. Podría agarrar a Joe y besarlo, igual que lo había agarrado aquel primer día en la camioneta, retándole a que revelara lo que verdaderamente sentía por ella.
Pero no quería forzar nada. Si Joe Brennan la deseaba tanto como ella a él, entonces tendría que tener paciencia. Por primera vez en su vida no quería tener el control. Necesitaba que Joe diera el primer paso.
Pero tenía que encontrar el modo de animarlo a ello, de demostrarle lo que sentía. Perrie se aclaró la voz.
– Esto ha sido un detalle por tu parte, Joe… -no le resultaba natural pronunciar su nombre de pila; se había acostumbrado de tal modo a llamarlo Brennan, que Joe le parecía una intimidad reservada a los amantes.
– Sabes que no hay nada que diga que no podamos ser amigos -dijo él con la atención fija en el camino.
– ¿Qué clase de amigos? -preguntó Perrie.
– De los que no pelean todo el tiempo -respondió Joe.
Llegaron al porche delantero de su cabaña, y él le agarró la mano con fuerza para que no perdiera pie al subir las resbaladizas escaleras.
– Siento haber sido tan dura contigo -dijo ella-. Entiendo que te tomes tu responsabilidad en serio -abrió la puerta y entró, y la dejó abierta adrede, como invitación para él.
Para alivio de Perrie, él la siguió al interior.
– Y puedo soportar eso -continuó Perrie mientras se quitaba la cazadora-. Si puedes entender lo importante que es mi trabajo para mí. Es toda mi vida.
Él avanzó un paso y la miró a los ojos. Suavemente, trazó la línea de su mandíbula, su mejilla, y ella se sorprendió al notar que se había quitado los guantes. El contacto le proporcionó una especie de corriente eléctrica que la recorrió de pies a cabeza.
– Tu vida es más que todo eso, Perrie -dijo él.
Ella abrió la boca para contradecirlo, pero las palabras que le salieron no tuvieron nada que ver con sus intenciones.
– Quiero que me beses -le soltó.
Sintió un intenso calor que le subía por la cara y volvió la cara de vergüenza.
Él le sostuvo el mentón entre el pulgar y el índice y le volvió la cara despacio para que lo mirara.
– Yo también quiero besarte.
Pero no se acercó a ella, ni tampoco unió sus labios a los suyos. En lugar de eso dejó caer las manos sobre sus hombros, deslizándose después hasta acariciar sus pechos.
Perrie cerró los ojos mientras él acariciaba con las palmas de sus manos sus pechos suaves y firmes, mientras su calor traspasaba las capas de lana que la cubrían hasta que casi pudo imaginar que le acariciaba la piel desnuda.