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Aguantó la respiración y él continuó así un buen rato, acariciándole los pezones hasta que se pusieron duros. Cuando ella abrió los ojos de nuevo, él estaba mirándola; y en sus ojos vio la llama indiscutible del deseo.

Muy despacio, sus manos descendieron por su cuerpo, provocándole estremecimientos con cada delicioso roce. Su vientre, sus caderas, su trasero. Y entonces él le deslizó las manos por debajo de las capas de suéteres que llevaba puestos y dirigió sus caricias de nuevo hacia sus pechos.

Sin embargo continuó sin besarla, aunque se había acercado un poco más, y sus labios estaban ya muy cerca de los de ella. Su respiración suave e irregular era todo lo que rozaba sus labios. Sus palabras melosas se colaban en su consciencia. Trató de comprender su significado, y entonces se percató de que eran tan inconexas como el murmullo suplicante de ella.

Sin su beso, cada sensación que creaba con sus manos parecía más potente, más profunda, y le llegaba al fondo del alma. Deseaba quitarse la ropa, quitarle la ropa a él. Como la ropa que los cubría para protegerlos del frío, ellos habían estado cubiertos por capas y más capas de malentendidos. Ella deseaba retirar todo eso, descubrir al verdadero hombre que había debajo, vivo de deseo, vulnerable a sus caricias.

Le bajó la cremallera de cazadora y le deslizó la mano por el pecho cubierto por la camisa. Pero cuando fue a desabrocharle el botón de arriba, él le tomó la mano y se la llevó a los labios.

Le besó la palma de la mano y cada dedo antes de soltarla la mano.

– Será mejor que me marche -dijo con una sonrisa de pesar.

– Pero… no tienes que irte -dijo Perrie.

– Sí. Acabamos de hacernos amigos. No podemos hacernos amantes la misma noche.

Con eso se dio la vuelta, abrió la puerta y salió al frío de la noche.

Perrie se quedó a la puerta, temblando de frío, observando su marcha hacia el refugio. Cuando el aire frío le aclaró los sentidos, empezó a darse cuenta de lo que había pasado entre ellos. La próxima vez que estuvieran juntos, se harían amantes.

Perrie se abrazó mientras un estremecimiento de anticipación la sacudía con fuerza. Por primera vez desde que había llegado a Alaska, no quería marcharse. Quería quedarse allí en el refugio y aprender lo que ya adivinaba: que Joe Brennan sería un amante increíble.

– ¿Cómo sabes si estás enamorada?

Perrie miró a su alrededor, a las novias. Primero a Linda, que consideró su pregunta con total seriedad. Después a Mary Ellen, cuya mirada soñadora era la predecesora de una contestación romántica, como la de una película. Y después Allison, cuya idea del amor seguramente cambiaba como cambiaba el tiempo.

La cabaña de las novias reflejaba toda la excitación por la fiesta del día siguiente. Había ramos de flores de invernadero decorando cada rincón; y Perrie se había enterado de que cada uno de los pilotos de aquella zona había hecho un viaje especial a Anchorage para llevar todos los pedidos de los solteros de Muleshoe.

Varias cajas de caramelos cubrían la mesa de centro, y diversos detalles románticos llenaban la habitación. Las novias debían volver a casa a finales de mes, y la competición para que se consolidaran las parejas estaba llegando a su punto culminante. Después de los juegos de Muleshoe, Perrie adivinaba que las chicas recibirían distintas proposiciones de matrimonio; aunque no estaba segura de si las aceptarían o no.

– No sé si hay modo de explicarlo -dijo Linda-. Supongo que cuando una lo está, lo sabe.

– Creo que suenan campanillas en tu cabeza -dijo Mary Ellen-. Te sientes contenta y temblorosa, y tienes ganas de recorrer las estrellas.

Allison gimió.

– Eso sólo ocurre en las películas, boba. A mí me parece que es posible amar casi a cualquier hombre, si una de verdad quiere.

– ¿Quieres decir si es lo suficientemente guapo, si no se limpia los mocos con la manga de la camisa, y si tiene dinero suficiente para hacerte feliz? -le preguntó Linda.

Allison sonrió.

– Eso lo resume bastante bien.

– Pero tiene que haber más -dijo Perrie-. No puedo creer que tantas personas de este mundo se hayan enamorado y que no hayan escrito sus impresiones en algún sitio.

– ¿Esto es para tu historia? -le preguntó linda-. ¿O acaso estás interesada por razones personales?

– Para la historia -mintió Perrie, aunque se daba cuenta de que Linda ya la había calado-. De acuerdo. Tal vez necesite la información para evaluar mis sentimientos hacia un… conocido.

– ¿Hawk o Joe? -le preguntó Allison-. Si dices Burdy, voy a gritar.

– Es Joe. Aunque tanto Hawk como Burdy han sido dos perfectos caballeros conmigo, dulces y amables, me atrae el más canalla. El hombre que ha salido con todas las mujeres de Alaska, se deleita haciéndome infeliz, y no le importa nada mi profesión -Perrie hizo una pausa para pensarse lo que estaba a punto de decir-. Y creo que, en contra del sentido común, podría estar enamorada de él.

Habían pasado juntos casi cada minuto desde la noche de la aurora boreal. De día la llevaba a algún sitio especial alrededor de Muleshoe. Y por la noche se sentaban delante de la chimenea en su cabaña y charlaban. Ella solía trabajar en sus historias, y él las leía.

Y más tarde, cuando caía la noche, se besaban y tocaban. Aunque estaba segura de que un día serían amantes, Joe había tenido cuidado de no ir demasiado deprisa. Y cuando parecía que lo único que quedaba por hacer era el amor, Joe le daba las buenas noches y se marchaba, dejándola con la duda de por qué él insistía en esperar.

Mary Ellen palmoteó con deleite, trasportándolas a la realidad.

– ¡Ay, qué bonito! Es como el destino, ¿no es así? Es como esa película antigua con Cary Grant y esa actriz francesa. Sólo que ellos se encuentran en una isla tropical y vosotros estáis en Alaska. Y él no era piloto. Pero era tan romántico…

– ¿Crees que él siente lo mismo por ti? -le preguntó Linda.

– No lo sé -contestó Perrie-. Para ser sincera, no tengo experiencia con estas cosas. Quiero decir, nunca he estado enamorada. Y no creo que ningún hombre haya estado enamorado de mí. He tenido relaciones, pero con ninguna me he sentido como me siento ahora.

– Joe Brennan es sin duda un buen partido -dijo Allison-. Tiene un buen negocio, es guapo y estoy segura de que besa de maravilla.

Perrie suspiró.

– Sí, de maravilla.

– ¿Por qué crees que estás enamorada de él? -le preguntó Linda.

– Al principio no estaba segura. Pero entonces, después de pensarlo, me di cuenta de que era algo muy tonto. Por eso quería preguntaros a vosotras.

– Es por sus ojos, ¿verdad? -le preguntó Allison-. Tiene esos ojos de un azul tan increíble.

– Seguro que se trata de que es piloto -aventuró Mary Ellen-. Los pilotos son tan atrevidos y bravos.

– Es porque le gusta cómo escribo.

Las tres mujeres se volvieron hacia ella con expresión confusa.

– Yo… Escribí una historia sobre una familia de lobos de las llanuras que él me llevó a ver. Y la combiné con la historia de una familia que vive en las tierras salvajes. A mí no me pareció nada del otro mundo, pero a Joe sí. Y ahora me lleva a todos estos sitios especiales y me pide que escriba historias sobre esos sitios. Y después… Después las leemos juntos.

– ¿Ya está? -dijo Allison.

– No, no del todo. Yo siempre he trabajado mucho mis artículos, pero por mucho que consiguiera, nunca me parecía suficiente. Siempre albergaba una vaga ambición que deseaba satisfacer, un objetivo fuera de mi alcance. Pero cuando Joe dice que le gustan mis historias, es suficiente. Es todo lo que necesito. De pronto un Pulitzer no me importa tanto.