– Él te respeta -dijo Linda-. Y está orgulloso de ti. Eso es algo maravilloso.
Perrie sonrió.
– Lo es, ¿verdad? Es tan extraño, pero siento que mientras él crea en mí, es bastante -se pasó la mano por la cabeza mientras emitía un gemido-. Al menos eso es lo que creo. ¿Pero cómo voy a estar segura? Llevo tanto tiempo apartada de mi trabajo habitual, que ya no estoy segura. Tal vez no lo ame. Tal vez estuviera aburrida y él es una distracción conveniente.
– No tienes por qué decidirte ya -dijo Linda-. Tienes tiempo.
– ¡No! -gritó Perrie-. Tarde o temprano, tendré que volver a casa. Tengo que pensar en mi profesión, y si no vuelvo pronto, no querré volver. ¿Y si me quedo y me doy cuenta de que no estoy enamorada? ¿O y si vuelvo a casa y me doy cuenta de que lo estoy?
Mary Ellen se acercó a Perrie y le dio unas palmadas en la mano.
– Venga, no te disgustes tanto. Creo que debes seguir lo que te dicte el corazón. Cuando llegue el momento de decidir, lo sabrás.
– Tiene razón -dijo Linda-. Hazle caso al corazón. No analices esto como si fuera una de las historias que escribes para el periódico. No intentes buscar todos los hechos y las estadísticas. Simplemente deja que ocurra como tenga que ocurrir.
Perrie asintió y entonces se puso de pie.
– De acuerdo, eso será lo que haga. Le haré caso al corazón -fue adonde tenía la cazadora y se la puso-. Puedo hacerle caso al corazón. ¿Por cierto, tenéis alguna novedad vosotras tres en cuanto al corazón?
– Yo he estado saliendo con Luther Paulson -dijo Linda-. Es un hombre muy dulce; tan amable y cariñoso…
– George Koslowski me ha invitado a su casa esta noche a ver una película -dijo Mary Ellen-. Tiene Vacaciones en Roma. Un hombre a quien le guste Audrey Hepburn no puede ser tan malo.
– Y yo he decidido centrarme en Paddy Doyle -terminó de decir Allison-. Sigue siendo un hombre joven y tiene un negocio floreciente. Es guapetón y fornido. Y lleva dos años viudo. Ya es suficiente.
Perrie asintió distraídamente, puesto que no había dejado de pensar en Joe.
– Qué bien -murmuró mientras se acercaba a la puerta-. Os veo mañana en los juegos.
Necesitaba estar sola con sus pensamientos. Mientras caminaba por la calle principal de Muleshoe, pensó en todo lo que habían dicho las novias, y en todo lo que ella les había dicho a ellas. Toda vez que había dado voz a sus sentimientos, no le parecían tan confusos.
Estaba enamorada de Joe Brennan. Y eso era lo único que necesitaba saber de momento.
El sol se reflejaba en la nieve con tanta fuerza, que Joe tuvo que ponerse la mano delante de los ojos a modo de pantalla para ver más allá del refugio. En la distancia, Perrie partía leña metódicamente delante del cobertizo. Hawk le había dado troncos suficientes y un hacha bien afilada, y ella se empeñaba en la tarea con una determinación inquebrantable.
Tenía que admirar su tenacidad, aunque no estuviera de acuerdo con su propósito. Aunque había mejorado mucho en sus habilidades para defenderse en aquellos parajes, Joe no había tenido valor para decirle que seguramente no ganaría. Además de las tres novias, había otras cuatro mujeres solteras que llevaban años viviendo en la zona y que deseaban pasar un fin de semana en el balneario, todas ellas poseedoras de mucha práctica y talento.
Y llegado el caso de que Perrie quedara victoriosa, él seguía empeñado en continuar protegiéndola. Los organizadores de los juegos de Muleshoe le habían pedido si quería ser él quien llevara a la ganadora a Cooper, y Joe había aceptado. Perrie se llevaría una sorpresa si pensaba que podría largarse sin problemas. Si ella iba a Cooper, él iría con ella; y se aseguraría de que una vez que estuvieran allí, ella no quisiera ni salir del dormitorio.
Durante los últimos días, habían conectado de un modo tan inesperado, que él ya no estaba seguro de lo que sentía. Cada minuto que pasaban juntos les había unido más. Y en ese momento ya no podía imaginar pasar un día sin ella.
Se habían hecho amigos, y pronto serían amantes. Cada noche había deseado quedarse con Perrie, continuar con sus exploraciones sensuales. Pero sabía que, en cuanto la tocara de un modo íntimo, estaría perdido. La única manera de parar lo inevitable había sido marchándose.
Ella no sería como las otras. Cuando finalmente ocurriera entre ellos, sería algo muy especial. Y ocurriría. Las duchas frías y los pensamientos puros no podrían retenerlo mucho más. Tarde o temprano, su aguante se resquebrajaría y daría rienda suelta al deseo que parecía apoderarse de él cada vez que la miraba a los ojos.
Joe tomó otro sorbo de café y tiró el resto por encima de la barandilla del porche antes de entrar en el refugio. Julia estaba limpiando el polvo del salón, y le sonrió cuando pasó de camino a la cocina.
Se sirvió otra taza de café recién hecho mientras se fijaba en cómo había ensuciado Sammy la mesa de la cocina. El niño estaba tan ensimismado con sus propias actividades, que apenas había notado la presencia de Joe.
– ¿Qué estás haciendo, chico?
Sam recortaba una cartulina con mucho cuidado.
– Estoy haciendo una tarjeta de San Valentín para mi mamá.
Joe frunció el ceño.
– ¿No crees que es un poco pronto para hacerla?
– San Valentín es mañana. Ya le hice una a Perrie hace unos días; se la metí por debajo de la puerta.
– ¿Mañana es San Valentín?
– ¿A que no le has comprado ningún regalo a Perrie? -le preguntó Sam.
– No se me ocurrió.
– Es tu novia, ¿verdad?
Joe se quedó pensando la pregunta del niño y entonces asintió con la cabeza.
– Sí, supongo que es mi novia. Al menos eso es lo que quiero que sea.
– Entonces será mejor que le demuestres lo mucho que te gusta.
Joe suspiró. Ya era demasiado tarde para comprarle un regalo. Las flores no eran una opción en pleno invierno, y con todos los solteros del pueblo tratando de ganarse la simpatía de las novias, sospechaba que en el almacén de Weller no quedaría nada que pudiera ser romántico.
Necesitaba algo para demostrarle a Perrie que ya no la contemplaba como un huésped o una intrusión constante en su vida; para que supiera que le había hecho un hueco en su corazón; que pensaba en ella más de lo que había pensado en ninguna otra mujer.
– A lo mejor podrías hacerme una tarjeta de San Valentín para Perrie -sugirió Joe.
Sam le echó una mirada y negó con la cabeza.
– Eso no estaría bien. Necesitas hacérsela tú. Mi madre dice que si uno mismo hace un regalo es que le sale del corazón.
Joe se sentó al lado de Sam y tomó un trozo de papel.
– ¿Por dónde empiezo?
Joe se fijó en cómo Sam preparaba su tarjeta y empezó a hacer la suya. No había tocado la cartulina, el papel o la cola desde que había estado en el colegio.
– ¿Qué le vas a escribir dentro? -le preguntó Sam mientras observaba el progreso de Joe.
– He pensado en firmarla.
Sam negó con la cabeza despacio.
– Tienes que escribir algo dulce y romántico. O invéntate un poema. A las chicas les gustan los poemas.
– No se me da bien la poesía.
– Entonces tendrás que contarle lo guapa que es. Algo así como que su piel es como los pétalos de la rosa, o que sus labios saben a cereza.
Joe pestañeó con sorpresa.
– Eso es muy bonito. ¿Puedo utilizarlo?
Joe quería decirle lo bella que era, lo mucho que le encantaba estar con ella. Quería pedirle que pasara la noche con él. Pero no podía escribir eso en la tarjeta.
– ¿Qué te parece si le pido que sea mi pareja en el baile de Doyle's?
– Eso está bien -contestó Sam-. A las chicas les gusta bailar-. ¿Se lo vas a dar ahora?
– Se me ha ocurrido que sí. Está fuera practicando cortar leña.
Sammy levantó la tarjeta para su madre y la admiró con satisfacción.
– Recuerda -dijo con distracción-. Si intenta besarte, corre todo lo que puedas.