Выбрать главу

Joe no pensaba seguir ese consejo de Sam en particular. Si Perrie decidía besarlo, seguramente la arrastraría al interior de la cabaña para continuar donde lo habían dejado la noche anterior. Tomó su tarjeta de San Valentín y se la guardó en el bolsillo.

– Gracias por la ayuda, amigo.

Joe encontró a Perrie sentada en el porche de su cabaña, con la atención fija en ajustarse los cordones de las botas.

– ¿Qué tal va el entrenamiento?

Ella lo miró, y a él le pareció que se sonrojaba un poco. Su sonrisa le calentó el corazón y entonces se inclinó y le dio un beso en la boca. Resultaba extraño lo natural que le salía besarla, tanto que apenas pensaba antes de darle un beso.

– No soy capaz de atármelas bien.

– A ver, deja que te ayude -tomó la raqueta de nieve y le ajustó la correa con cuidado-. ¿Qué tal así?

– ¿Por qué estás haciendo esto? Pensé que serías la última persona en ayudarme.

– Si vas a competir, debes hacerlo lo mejor posible.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí -dijo Joe, sabiendo que no fingía-. Me gustaría ver cómo dejas atrás a todas esas novias cobardicas.

Sus ojos verdes brillaron de sorpresa.

– Estoy mejorando mucho en cortar troncos. Con las raquetas de nieve voy regular, pero creo que con el equipo de perros de Hawk tengo el concurso ganado.

– ¿Sabías que después de los juegos hay un baile en Doyle's?

Ella lo miró con curiosidad, y esbozó una leve sonrisa.

– He oído algo de eso.

Joe sacó la tarjeta de San Valentín y se la dio, pero no supo qué decirle. A decir verdad, se sentía algo tonto con aquella tarjeta hecha por él. Pero todas sus reservas se disiparon cuando ella le sonrió con ternura. Para sus adentros, Joe agradeció a Sam su consejo; entonces se sentó en las escaleras a su lado.

– ¿Lo has hecho tú?

– Con algunos consejos de Sam. Me dijo que no te dejara que me besaras.

Perrie se echó a reír.

– ¿Sigues los consejos de un niño de nueve años?

Joe le dio un empujón juguetonamente con el hombro.

– ¿Bueno, quieres bailar entonces conmigo, Kincaid?

– Sólo si me besas otra vez -le dijo ella con picardía.

Él se inclinó hacia ella, y casi le rozó la nariz.

– Creo que eso podría arreglarse.

Entonces Joe le dio un sencillo y suave beso. Él no sabía que un acto tan inocente pudiera proporcionarle una reacción tan potente. Un intenso deseo le corrió por las venas mientras todos sus pensamientos se disolvían en su mente hasta que de lo único de lo que fue consciente fue de la sensación de sus labios. Tenía la boca tan dulce, y sin duda él se había hecho adicto a su sabor, porque cada vez necesitaba más y más.

Entonces ella se retiró y fijó la mirada en sus labios.

– Iré contigo al baile de Doyle's -murmuró.

– Bien -dijo Joe; se puso de pie y después se retiró la nieve de la parte de atrás de los pantalones-. Supongo que te veré después de la competición.

– ¿No vamos a vernos esta noche? Él le acarició la mejilla.

– Cariño, creo que será mejor que descanses esta noche

– De acuerdo -dijo Perrie-. Te veré mañana. Joe se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón y asintió.

– Mañana vendré a buscarte por la mañana. Iremos juntos a Muleshoe.

– Eso estaría muy bien -dijo ella.

Él se marchó silbando una alegre tonada por el camino en dirección al refugio. El nunca se había fijado demasiado en esas cosas románticas; pero debía reconocer que la tarjeta que le había hecho a Perrie la había afectado mucho. Pensó en su reacción y sonrió.

Estaba cansado de esperar. La próxima vez que tocara a Perrie Kincaid, no pararía hasta no saciar cada deseo, cada fantasía secreta que habían compartido.

8

Todos los habitantes de Muleshoe, desde el niño más pequeño al habitante de más edad, el antiguo buscador de oro Ed Bert Jarvis con cien años de edad, se reunieron en Main Street para ver los juegos. En medio de un largo invierno, cualquier actividad social era catalogada como un importante evento. Y el de ese año era aún más especial.

Ed Bert sirvió de oficial de honor del desfile, una colección de camionetas de colores decoradas, trineos tirados por perros, vehículos para la nieve y un par de bicicletas. Iban acompañados por la banda municipal del pueblo, que consistía en Wally Weller en la trompeta, su esposa Louise en el saxofón y su hijo Wally que tocaba el tambor.

Perrie no había visto nunca nada igual. Aunque la temperatura seguía siendo alrededor de los cero grados, nadie parecía notarlo. Las cazadoras de piel y las botas eran el uniforme estándar de la mitad de la población, mientras que los que querían ir más elegantes vestían chaquetones de plumón y botas Panama Jack. Nadie se había quedado en casa.

Ella había convencido a Paddy Doyle para que cubriera el evento como reportero provisional para el Seattle Star. El mesonero iba de un lado al otro con su cámara, esperando conseguir unas cuantas fotografías buenas para acompañar al artículo de Perrie sobre las novias por correo, con el pase de prensa que ella le había dejado enganchado a la solapa de la cazadora.

El concurso de las novias había sido programado para media tarde; el evento final después del concurso general para los habitantes de la ciudad. Los concursos de fuerza y velocidad se intercalaban con una carrera de camas y un evento que implicaba el meterle la mayor cantidad de huevos duros en vinagre en la boca al competidor.

Para sorpresa de Perrie, las tres novias de Seattle no habían sido demasiada competencia en las carreras con raquetas de nieve. Todas se habían quedado rezagadas a los últimos puestos y observado con emoción cómo Perrie y otras cuatro mujeres avanzaban en la carrera. Las otras cuatro competidoras, todas residentes en Alaska desde hacía tiempo, no participaban para buscar esposo. Como Perrie, todas iban detrás del primer premio.

Perrie consiguió terminar en tercer lugar detrás de dos hermanas, cazadoras de pieles, que fabricaban mitones de piel a mano y vivían en una cabaña a doce kilómetros de Muleshoe. Eran mujeres fornidas que no tenían la agilidad y rapidez de Perrie, pero por otra parte pasaban la mayor parte del invierno caminando sobre las raquetas de nieve.

Para sorpresa de Perrie, Joe estaba esperándola en la línea de meta, para darle palabras de ánimo mientras la ayudaba a quitarse las raquetas de nieve. Hawk se unió a ellos, y mientras el trío se dirigía a enganchar a los perros, los dos hombres le dieron más consejos sobre la estrategia a seguir para la carrera.

La carrera de trineos era la mejor oportunidad de Perrie para ganar. Hawk le había informado que sus perros eran los más rápidos y mejor entrenados de todos los equipos. Para que la carrera fuera más segura, las mujeres no corrían a la vez. En lugar de eso cubrían una distancia de casi un kilómetro y medio que entraba y salía de la ciudad y eran cronometradas desde la salida hasta la llegada.

Perrie esperó nerviosamente en la salida, tratando de impedir que los perros saltaran de emoción. Joe estaba delante, agarrando a Loki del collar. Le echó a Perrie una sonrisa confiada y le guiñó un ojo, mientras ella escuchaba las sencillas instrucciones de Hawk.

– No dejes que los perros te dirijan -le dijo-. Eres tú la que debes llevar siempre el control. Anticipa las curvas y asegúrate de que los perros están listos. Entonces balancéate para no perder el equilibrio.

Perrie miró a la mujer que tenía la mejor marca hasta el momento; una competidora alta y esbelta de unos cuarenta años cuyo hermano había competido en una ocasión en la Iditarod.

– Ha sido muy rápida -murmuró Perrie.

– Y lista -añadió Hawk mientras se apartaba del trineo-. Pero tú eres más rápida.

Joe soltó el collar de Loki y se apartó a un lado con Hawk.