Milt se cruzó de brazos y se apoyó en la puerta trasera de la ambulancia mientras miraba a Perrie con desaprobación.
– He llamado a un antiguo amigo mío que vive en una pequeña población llamaba Muleshoe. Se llama Joe Brennan. Dirige un servicio de vuelos en la zona. En verano suelo ir allí a pescar, y él siempre me va a buscar y me lleva en avión. Me debe unos cuantos favores.
Perrie ignoró su historia y se concentró en la suya propia. Milt estaba un poco disgustado en ese momento; pero ya se le pasaría.
– Yo creo que deberíamos escribir la historia ahora. Que yo sepa, tenemos toda la confirmación necesaria. Aunque no he conseguido una foto. Vi al jefe de la oficina de Dearborn allí con Riordan. Ésa es la conexión.
Milt maldijo entre dientes con exasperación.
– Lo único que veo aquí son dos sabihondos muertos y ni rastro ni de Dearborn ni de Riordan. Tienes un enorme agujero vacío donde pensabas que tenías una historia sólida.
– ¡Tengo una historia! -protestó Perrie-. Y está aquí, no en Alaska.
Milt Freeman la miró a los ojos fijamente.
– Estás hablando como si Alaska fuera Siberia. Es uno de los cincuenta estados, ¿sabes?
– Sí, pero fue parte de Siberia -le respondió ella-. Antes de que se lo compráramos a los rusos. Estoy a punto de descubrir toda la trama en esta historia, Milt; ya me huele a tinta. Sólo necesito unas cuantas piezas más para completar este rompecabezas y podemos exponerla al completo.
– Lo que tienes ahora, Perrie Kincaid, es que le han puesto precio a tu cabeza. Algunas personas saben que estás en esto, y no están dispuestas a dejar que la publiques.
Perrie se puso de pie.
– Tengo que volver a la oficina.
– Vas a ir al hospital y después a Alaska.
– Mis archivos están en el despacho. Tengo trabajo que hacer.
– Puedes pasarme a mí todos tus archivos – dijo Milt-. Y yo se los daré a la policía.
– ¡De eso nada!
– Y he enviado a Ginny a tu casa para que te haga la maleta. Después de que te vean los médicos, te llevaré al aeropuerto.
– No voy a ir a Alaska -repitió ella.
– Quienquiera que te disparara esta noche buscará una segunda oportunidad. Me ha costado mucho tiempo que te convirtieras en una reportera de calidad como para que ahora permita que te maten. Te vas a Alaska, Kincaid.
Ella sacudió la cabeza con obstinación.
– No pienso ir. Me voy a quedar aquí y voy a publicar esta noticia. Dime, ¿qué te parece…?
– La policía va a dar a conocer esta noticia -la interrumpió-. En cuanto sepan quién te disparó, podrás volver y escribirla -se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y le tendió un sobre-. Me daba la sensación de que iba a ocurrir algo así. Ahí dentro hay un billete de avión a Fairbanks… Joe Brennan te llevará hasta Muleshoe. Allí tengo una acogedora y bonita cabaña para ti. No hay ni teléfonos, ni balas, ni mafiosos. Sólo paz y tranquilidad. Incluso le pedí a Joe que te llenara los armarios de palomitas, ya que parece que tú las consideras como un sustituto de los demás alimentos. Quiero que estés en un lugar seguro hasta que las cosas se calmen por aquí.
Ella se sacó su bloc de notas del bolsillo trasero; pero al hacerlo sintió un dolor que le recorrió el brazo hasta los dedos.
– No pienso ir, Milt -dijo mientras pasaba las páginas y releía sus notas-. Tengo que trabajar. No voy a quedarme todo el día sentada esperando a que tú me llames para poder volver. No puedo.
– Por eso es por lo que te tengo preparada una historia que cubrir -continuó-. Y no te lo estoy pidiendo… Es una orden de tu jefe.
Perrie lo miró y se echó a reír con dureza. Milt no solía bromear con asuntos de trabajo.
– Oh, sí claro. ¿Qué clase de historia?
– Precisamente la semana pasada tres mujeres jóvenes salieron de Seattle dejando sus hogares y sus empleos para ir a Muleshoe en respuesta al anuncio de las novias por correo que se había publicado en nuestro periódico. Oí a tu antigua directora de Lifestyles hablar del asunto. Iba a enviar a un reportero que le cubriera la historia, pero yo la convencí para que te enviara a ti.
– ¿Cómo? -Perrie se levantó de un salto y empezó a pasearse de un lado al otro de la habitación-. ¿Me vas a enviar de vuelta a Lifestyles? Dios, Milt, detesto escribir esas tonterías -maldijo entre dientes, y después negó con la cabeza-. No voy a ir. Puedes echarme si quieres, pero me voy a quedar aquí a escribir esa historia
Milt se inclinó hacia ella y la miró con un gesto huraño.
– Vas a ir a Muleshoe, Perrie. Vas a descansar y a recuperarte de esa herida de bala, y yo te llamaré cuando sea seguro volver. Esta historia seguirá aquí, te lo prometo.
– No voy a ir -repitió Perrie-. No voy, y no me puedes obligar a hacerlo.
2
Joe Brennan aguardaba en silencio en la sala de espera mientras observaba la fila de viajeros que avanzaban rezagados por la pista en dirección al aeropuerto. Miró de nuevo hacia el panel, tan sólo para asegurarse de que estaba en el sitio adecuado, y levantó un poco más el cartel que llevaba en la mano. Había escrito el nombre del señor Perrie Kincaid en la parte de atrás de una arrugada factura de gasóleo que tenía que pagar, pero hasta el momento nadie se había acercado a él.
Tal vez el tipo hubiera perdido el avión. O tal vez Milt Freeman hubiera decidido que cualquiera que fuera el lío en el que estaba metido aquel reportero, sería mejor aclararlo en Seattle. Lo único que Joe sabía era que le debía a Milt unos cuantos favores y que Milt finalmente le había pedido que le hiciera uno. Aunque no podría ofrecerle muchas diversiones en Muleshoe en pleno invierno, tal vez Hawk pudiera llevárselo a pescar en el hielo.
Miró de nuevo hacia la sala de espera y se fijó en una mujer joven que estaba en medio de una acalorada discusión con la auxiliar del mostrador. Llevaba una cazadora de cuero corta y unos vaqueros que le ceñían a la perfección el trasero, y el cabello caoba recogido con un moño informal. Joe había aprendido a apreciar a una mujer bella cuando podía, aunque estuviera medio congelada en el Denali o en medio de una discusión en el aeropuerto. Muleshoe, y la mayoría de las zonas rurales de Alaska estaban pobladas sobre todo por hombres; hombres que pescaban o cazaban o buscaban oro, u hombres que suministraban víveres y servicios a aquéllos que trataban de ganarse la vida, a duras penas, fuera de las pocas ciudades de Alaska. Muleshoe no era la clase de población que a las mujeres les pareciera atractiva; a menos que tuvieran la intención de casarse.
Precisamente la semana anterior él mismo había llevado en su avión a tres mujeres que habían contestado a un anuncio del Seattle Star. Un grupo de hombres solteros de Muleshoe había decidido que jamás conseguirían esposa hasta que las mujeres supieran que estaban dispuestos a casarse; de modo que habían reunido dinero entre todos y habían contratado el anuncio. Erv Saunders le había preguntado a Joe si quería participar. Por cuarenta dólares, Joe podría comprar la oportunidad de leer las cartas, estudiar las fotos y escoger una posible novia.
Pero Joe lo había dejado pasar. Una mujer, sobre todo una mujer desesperada por casarse, sólo le complicaría la vida. Además, para casarse, un hombre debía enamorarse; y Joe Brennan jamás había estado enamorado en su vida. De momento le satisfacía mucho más algún lío ocasional y sin compromisos.
Miró a la mujer que estaba en la mesa, se bajó las gafas de sol y se levantó la visera de la gorra de béisbol para verla mejor. Su mente concibió despacio una imagen de su rostro. Pero entonces, antes de que el dibujo hubiera terminado de materializarse, ella se volvió repentinamente. La imagen se evaporó e inmediatamente quedó reemplazada por otra más encantadora de la que había anticipado. Ahogó un latigazo de deseo instintivo, una atracción no requerida, y se colocó bien las gafas de sol mientras se decía que ya estaba bien de mirar a esa mujer.